Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los norteamericanos
todavía están tratando de digerir lo que ocurrió en el Capitolio aquel 6 de
enero en el que una turba lo asaltó tratando de impedir que se produjera una
transición pacífica del poder. El hecho más traumático de la historia moderna
de la democracia estadounidense dejó claro que hay algo que falla en el
sistema, por un lado, y que ese fallo se puede transmitir por el propio sistema.
En un
sistema basado en la elección, la capacidad de elegir es un arma de doble filo,
ya que lo que elijas puede tener resultados funestos o crear una ruptura. La
Historia nos muestra cómo personas que llegaron al poder democráticamente,
inmediatamente socavan el sistema volviéndolo autoritario y cambiando las reglas
del juego. Muchos procesos comienzan de forma democrática y acaban con su
desaparición.
El Comité creado para investigar qué sucedió no se anda con medias tintas: fue un intento de golpe de estado y tuvo un responsable directo, Donald Trump. Es un titular que está hoy en todos los medios y que debería llevarnos a tratar de comprender qué sucedió, por qué se tuerce la historia de un país, su trayectoria democrática en un momento dado.
«El 6 de
enero fue la culminación de un intento de golpe de estado, un intento descarado
-como dijo uno de los alborotadores poco después del 6 de enero- de
‘derrocar al Gobierno’», proclamó
Thompson. «La violencia no fue accidental. Representó el último cartucho de
Trump, su intento más desesperado para interrumpir el traspaso de poderes».
En
palabras de Thompson, «Trump estaba en el centro de la conspiración» e «incitó
a una turba de enemigos domésticos de la Constitución a marchar sobre el
Capitolio y subvertir la democracia estadounidense».*
En tiempos en que se produce un
resurgimiento sensible del "populismo" en todo el mundo, hay que
tener muy claro que es el juego emocional —frente a la racionalidad democrática— el que se pone en marcha a través de
una serie de tópicos sobre los que se construyen los discursos con los que se debilita el logos democrático.
El populismo juega, por ejemplo,
con la idea del "peligro". Ya sea la "democracia", la
"nación", las
"libertades", etc. el discurso populista nos los presenta "en peligro". Para ello se crea una fuerte identificación con símbolos,
valores, etc. para después despertar ese sentido de peligro que puede llevar a
su pérdida. Este es un mal, vivir tomando decisiones críticas ante la presión, que cada vez está más extendido y que están incorporando a sus discursos aquellos que consideran el factor emocional como esencial para la captación de votos.
¿Eran "patriotas"? Aquí
la clave está entonces en la "exclusión", en la negación del
contrario. No es un simple rival por el poder, un competidor, sino un "monstruo
destructor", alguien capaz de arruinar la labor de siglos, alguien capaz de
arrasar con todo lo creado tras su llegada al poder. La demonización del otro es
esencial para movilizar a los seguidores, en los que se despierta ese deseo
"salvador" que les lleva a tomar las instituciones.
Trump se negó a aceptar los
resultados, señalando que se habían producido "robo de votos", "fraudes masivos" que le arrebatan la victoria y, por ello, robaban la "voluntad nacional" surgida
de las urnas y le apoyaba a él.
Trump construyó todos sus discursos
a lo largo de la precampaña contra H. Clinton, de su mandato presidencia y la siguiente campaña sobre la idea
de la "amenaza". El sistema estaba corrupto y él era un "anti sistema" que iba a salvarlo. Para un populista, el mundo está lleno de infiernos y de un solo
paraíso, el que va a construir / recuperar como parte de una conjunción de
la "voluntad histórica" (la Historia está escrita, como destino prometido) y la
"voluntad popular" (los pueblos reescriben la Historia marcada para cumplirlo). De
esta forma, el líder populista es un líder mesiánico cuya función es
sincronizar esas dos formas de escritura: el voto es la confirmación del destino, el pueblo quiere lo que la Historia le ofrece.
¿Cómo ha podido triunfar un candidato así en una democracia madura, consolidada? Puede que tengamos que centrarnos todos más en lo que ha sido la verdadera defensa de la democracia, las instituciones. ¿Qué es una democracia en la que los electores no creen en ellas o tienen un sentido distorsionado? ¿Qué es una democracia cuando los discursos son falsos, las promesas incumplibles y no se aceptan los resultados?
La respuesta contundente a este deterioro es un puñado de instituciones independientes que funcionan, cuyos responsables son capaces de enfrentarse al poder abrumador. De no ser por ellas, Trump podría haberse mantenido en el poder alegando, como ha hecho, un robo electoral. Sin embargo, las instituciones —incluso las de los estados republicanos— no encontraron ciertas ninguna de las afirmaciones de Trump. Y lo dijeron. Lo dijeron funcionarios, incluso republicanos, que entendieron que su labor estaba precisamente en proteger al conjunto del sistema, a todos, y no someterse a la voluntad de uno. Frente a ellos, unos miles de seguidores trumpistas asaltando las instituciones y humillándolas con todo tipo de gestos. Ahora están en el punto de mira.
En muchos países estamos asistiendo
al control de los gobiernos de los sistemas judiciales, que acaban siendo siervos
de la voluntad del poder. Lo vemos en países como Egipto (con el "dictador favorito" de Donald Trump) o en las sanciones que se
anuncian contra Polonia por el control de los jueces o casos como el de la
Hungría de Víctor Orbán. Hay países que están siendo desmontados en la sombra para asegurarse que las instituciones están controladas, como hizo en Turquía Erdogan con gigantescas purgas entre jueces, fuerzas armadas o profesores universitarios, encarcelando a miles.
El avance de la civilización es
precisamente la construcción de instituciones independientes que garanticen los
derechos frente a las arbitrariedades de los poderosos. El poder arbitrario es un conjunto de
intereses que busca sustituir la voluntad real por una ficción de la que se
dice garante. Por eso las dictaduras están llenas de hermosas palabras y
sangrientos hechos. Los crímenes de estado se cometen en nombre de principios
que, sin embargo, se pisotean.
En los regímenes autoritarios no se puede decir lo que se piensa porque se considera un ataque a la autoridad, un crimen. Hay que pensar en aquello que se permite pensar y hacer solo lo que se permite hacer.
En los
últimos años, siguiendo el aprendizaje de la doctrina "guerra al
terror", muchas dictaduras han aprendido la rentabilidad de calificar como "terroristas" a todos lo que se les oponen, da igual que usen la violencia o solo la
palabra. El caso más claro lo tenemos en la Rusia de Putin, donde discrepar es
ya un crimen, como llamar "guerra" a la guerra y no "operación
militar especial", como le gusta y exige el Kremlin. Escribir una novela,
un poema, cantar una canción, decir no, escribirlo en una pancarta, etc. se
convierten entonces en crímenes que llevan a la consideración de
"terroristas" a quien lo ha hecho. Las comunidades de exiliados crecen en muchos países. En un mundo de comunicaciones globales, salir del país no es suficiente; exigen el silencio y te persiguen y matan, como al periodista Jamal Khashoggi, secuestrado, torturado y asesinado por el régimen saudí en su consulado en Turquía donde había entrado a por unos papeles para su boda. El silencio ya no solo se exige dentro, sino que se impone fuera con amenazas, con presiones o con secuestros y desapariciones.
El mundo se adentra en una pérdida de valores democráticos allí donde los había y en un recrudecimiento del autoritarismo. Es lo que vemos cada día. La falta de firmeza en los principios y valores de la democracia es utilizada por las dictaduras, que saben que estarán por delante de los valores los intereses económicos, estratégicos, etc.
El final del artículo del diario
ABC nos señala que solo dos republicanos han aceptado formar parte de la
Comisión del 6 de enero. Resaltan el carácter solitario de Liz Cheney, la
representante republicana que advierte a los suyos (¿tiene sentido esa palabra
ya?) de las consecuencias:
La actuación más destacada, sin embargo, fue la de la diputada Liz Cheney, hija del que fuera vicepresidente de EE.UU. Dick Cheney. Ella y Adam Kinzinger son los únicos republicanos en el comité del 6 de enero. Muchos en el partido criticaron a Trump tras el asalto al Capitolio, pero no tardaron en dar marcha atrás ante una evidencia: el expresidente sigue siendo la figura más popular entre su electorado, el que da y quita. La realidad es que la mayoría de los republicanos tragan con la teoría del fraude electoral masivo que defiende Trump. No hacerlo, como es el caso de Cheney y Kinzinger, te convierte en un paria.
Cheney, sin embargo, fue al ataque este jueves contra Trump. Fue ella quién tejió el relato de la conspiración contra los resultados y la responsabilidad de Trump, sus mentiras sobre los resultados electorales, sus derrotas judiciales al respecto y su intento final por impedir la certificación de Biden como presidente.
«Aquellos que invadieron el Capitolio y se enfrentaron durante horas a las fuerzas de seguridad estaban incitados por lo que les dijo el presidente Trump: que la elección había sido robada, que él era el presidente legítimo», recordó. «Trump convocó a la turba, reunió a la turba y encendió la llama de este ataque».
Cheney, que se juega su puesto en primarias en agosto y que lo tendrá muy difícil por no comulgar con Trump, no olvidó un mensaje para su compañeros de bancada: «Esta noche digo lo siguiente a mis colegas republicanos que siguen defendiendo lo indefendible: llegará el día en que Donald Trump ya no esté, pero vuestra deshonra quedará».*
A todas las perversiones que hemos
visto en la democracia, quizá la más grave sea la que nos muestra a una clase
política cuyo único horizonte es ella misma, su permanencia en el poder. Los
votos de decenas de millones de norteamericanos están en manos de Donald Trump,
quien exige el tributo de la aceptación del robo electoral para respaldar a los
candidatos republicanos. Estos saben que solo sacarán sus escaños si cuentan
con el apoyo del expresidente. Puede que obtengan los puestos que les aseguren
su futuro personal, pero el de la democracia es cada día más oscuro si quien
obtiene el respaldo de votantes y partidos es alguien como Donald Trump, un
enfermizo narcisista que considera imposible
que pueda perder.
Deberían publicarse cientos de
reflexiones diarias sobre los males de las democracias. Estamos preparados para
denunciar los de las dictaduras, pero no tanto para someternos a una seria
autocrítica sobre los peligros que la propia democracia permite (no crea). La
evolución de las condiciones sociales, el surgimiento de nuevos medios de
comunicación, etc. someten cada día prueba los sistemas democráticos que tienen
que ser algo más que una forma de repartirse el poder. La democracia tiene sus
valores, pero estos sirven de poco si se invierten en su contra.
El principio no es el poder, sino la mejor atención a los problemas de los ciudadanos, el equilibrio entre lo individual y lo social, la búsqueda de la armonía frente a los conflictos. Desgraciadamente, nuestra política carece de esos mecanismos autocríticos; envuelta en feroces luchas internas (tampoco en eso consiste la democracia), se prefieren discursos emocionales que hacen proliferar los populismos en los que las bases son otras muy distintas.
Lo que sale de esa Comisión norteamericana es importante para todos. Aprendemos poco de los errores ajenos y nada de los propios. Sin embargo, es esencial que la política no se separe de esa voluntad de servicio, de compromiso con la comunidad, antes de considerarse un camino promocional personal o una forma de dominio. El abandono, el desinterés por la salud de la democracia trae muchas enfermedades. Los vemos en otros y deberíamos verlo en nuestro entorno.
* Javier Ansorena "La comisión
del asalto al Capitolio acusa a Trump: «Fue la culminación de un intento de
golpe de estado»" ABC 10/06/2022
https://www.abc.es/internacional/abci-comision-asalto-capitolio-acusa-trump-culminacion-intento-golpe-estado-202206100620_noticia.html
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