Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El
problema se plantea con claridad por parte del analista Aaron Blake es su The
Fix, en The Washington Post de ayer:
Misinformation has always been a problem in
politics. What has changed over the last six years or so is how much one
movement in particular — the one led by former president Donald Trump — has
embraced it as an organizing principle. Trump and his allies have also aligned
with the kind of extremist purveyors of conspiracy theories who were once given
the cold shoulder in polite society.
Increasingly, though, a bit of a reckoning is
taking place. Trump allies spouting wild, baseless theories and otherwise
taking our political discourse down misinformation rabbit holes are confronting
consequences in court or otherwise facing bona fide legal penalties for their
actions.
The question, as ever, is whether it will
change anything — whether those penalties will serve as the deterrent they are
supposed to be.*
El
cambio es notable porque significa que el poder ha legitimado las formas de
conseguirlo, es decir, una vez que se ha llegado a la cima a través de la "desinformación",
se mantiene en él por medio del mismo recurso. Biden se erigió en el paladín de
la "verdad" para luchar contra Trump y ese fue el eje de su discurso de toma de posesión; una vez llegado al poder, ya
se enfrenta a sus primeros casos de desinformación, como pudimos ver con las
declaraciones de los militares sobre lo que ocurriría en Afganistán conforme a
los planeas aprobados. Ya le dejaron en evidencia; ellos ya habían advertido lo que ocurriría.
Como señalamos en muchas ocasiones durante el mandato de Trump, su caso ya no era solo su caso, sino una forma de hacer política aceptada, una puerta abierta al futuro; el resto es cuestión de "estilos", de cómo cada uno lo lleva a la práctica. Trump consiguió que la mayoría republicana refrendara sus tropelías, con lo que el sistema quedó contaminado, asumiendo así los tejemanejes del que fuera presidente. Se muestra así el funcionamiento del sistema que se blinda con las mayorías.
Los políticos seducen a los ciudadanos vendiéndoles lo que desean escuchar y estos les siguen irracionalmente, acríticamente, cada vez en mayor cantidad. ¡Asusta pensar en los votos conseguidos por Trump cuando ya se conocían sus manejos! Pasados ya meses de las elecciones, la prensa norteamericana todavía sigue dando cuenta de las maniobras de parte de los republicanos para seguir sosteniendo que "le robaron las elecciones" a Trump. Da igual que no haya una sola prueba, una sola evidencia o sospecha fundada. Lo importante es mantener la llama de la mentira y permitir que los votantes afectados vivan su paranoia.
Ha habido
un cambio en la política, un cambio tanto conceptual como estratégico. La mentalidad política está ahora mucho más centrada en la consecución del poder a
cualquier precio y en la forma de mantenerse. El poder mismo justifica los
medios empleados. No es nuevo, pero sí afecta cada vez a más lugares que ven hundida su moral democrática, su espíritu de un democracia mejor que cree una convivencia más armoniosa. Se apodera cada vez más de nosotros la idea de la democracia como espacio de lucha y de ahí se da el salto al "vale todo".
Ya no se trata tanto de hacer, sino de decir. Las pruebas no son los hechos, sino los discursos, que son cambiantes y circunstanciales, las promesas de que algo se hará, aunque no se haga. Los problemas sepultan las promesas viejas con nuevas promesas. Cualquier mentira es buena si es creída y si sirven de ello para llevar al poder. Es la mezcla de Maquiavelo con la sociedad del espectáculo.
¿En
dónde han quedado los viejos congresos de los partidos, espacio de debate de
los problemas, de los inicios de la democracia española? ¿Cuándo comenzaron a
ser sustituidos por estos shows itinerantes, como los que nos ofrece estos días
el PP, aunque todos los partidos lo hacen? ¿Cuándo vieron que no se necesitaba gente que propusiera, que debatiera posibles soluciones y que solo se necesitaba gente que aplaudiera? ¿Cuándo?
El
poder de debatir se le cortó a la bases, cuya única alternativa es votar a
candidatos que eligen a sus camarillas, donde se decide todo. Son esos acólitos los
que reparten y se reparten los distintos espacios de poder, primero internos y
después externos.
Los conflictos se reservan para las llamadas "primarias" o para congresos en los que se debate (o no) el liderazgo de segmento, autonomía o nacional, a los que se llega tras complicadas luchas internas por parcelas de poder. Pero el verdadero debate, los problemas reales de la gente, ha desaparecido.
Este proceso selectivo ha ido creando —en una forma darwinista— un perfil de políticos y de partidos que tienen poco que ver con un sentido idealista, de servicio o comprometido de la política, como demuestra el fenómeno del tránsfuga, que se produce en aquellos que se ven disminuidos en su cuota de poder o se le da la oportunidad de ampliarla pasándose a otro bando.
En el otro extremo del transfuguismo está el
cisma, la separación que da lugar a un nuevo partido encabezado por el líder
rechazado, que pasa ahora a ser cabeza de ratón del nuevo movimiento. Aquí, el
nuevo líder, encabeza un programa alternativo que se reivindica como puro, que
recoge los ideales fundacionales traicionados por los otros. Arrastran así a los
que ven más posibilidades en el nuevo espacio creado.
Lo
ocurrido en los Estados Unidos suele transferirse inmediatamente a otras
geografías políticas. La desinformación es un fenómeno serio que, como se ha
visto, ya no es cosa de pequeños grupos, sino que puede llegar a la
presidencia de la democracia más poderosa del mundo y llevarla al extremo,
manipular desde allí el mundo entero y ponerlo patas arriba. Puede que Trump
haya perdido, pero su fórmula es exitosa en resultados y clara en sus principios: todo lo que hagas para conseguir y mantenerte en el poder está justificado; y
un segundo principio: si no lo haces tú, lo harán los demás. Creyendo en ellos
—y esto no es un acto de fe, sino que se comprueba cada día por medio mundo— el
camino está claro.
De
Trump a Sarkozy, condenado por segunda vez por financiación ilegal, pisoteando desde
el poder democracias consolidadas que acaban deteriorando con sus acciones y
sembrando el desánimo. El avance del autoritarismo hacia las lindes
democráticas, como ocurre en Polonia o Hungría, otro gran tema de preocupación
en países que desperdician sus libertades y las recortan. No hablemos de la
felicidad de los regímenes autoritarios, que ven don satisfacción cómo los
países democráticos se ven sometidos desde dentro por ese autoritarismo vocacional
que estos líderes o partidos manifiestan.
Al
cortar las vías naturales de crítica y renovación, esos congresos de las bases,
que comienzan en asambleas de barrio y siguen ascendiendo hasta llegar a los
congresos nacionales, al convertirlos en escenarios teatrales para la gloria
del dirigente y afianzamiento de su poder absoluto asistido por la camarilla de
turno.
No es fácil
mantener una democracia si los que deben gobernarla no lo tienen asumido y
buscan más el derribo del otro, un derribo mutuo, antes que esa palabra marginal
del bien común. Unas sociedades que se fragmentan políticamente no son síntoma
de diversidad si no de falta de metas comunes, de radicalidad y falta de
capacidad de diálogo.
La
política moderna no puede vivir ni de utopías ni de mentiras, sino del
constante avance superando problemas reales, cotidianos, en los frentes que
repercuten en los ciudadanos —sanidad, educación, cultura...—; la tendencia
debe ser al acuerdo y no lo contrario. Pero es el enfrentamiento radical lo que
atrae, lo que llama la atención, lo que nos hace vivir la vida manipulados entre
emociones fuertes y cegueras, elevando el enfrentamiento para felicidad de los
dirigentes, cuyos fáciles discursos nos prometen revanchas, exterminios,
retrocesos. Lo que nos ocurre con las facturas energéticas, algo que nos afecta a todos, es un buen ejemplo de la impotencia política, de la incapacidad de encontrar soluciones, de los políticos y de cómo se pasan la pelota unos a otros.
La política, en esta sociedad de la imagen, adquiere tintes esencialmente mediáticos. Las convenciones no se hacen para los asistentes, que son parte de la escenografía, sino para los que están al otro lado de las pantallas que los meten en nuestros hogares. Prestamos demasiada atención a los políticos, a lo que ellos quieren que veamos y mucha menos a lo que necesitamos ver. ¿Sabemos cuántas horas se les dedica diariamente a ser mostrados en los medios, la mitad de las veces con el simple y único fin de atacar a los otros?
Dice Aaron Blake en su artículo citado al inicio que los que mintieron, hicieron circular teorías conspiratorias, prevaricaron o acabaron tomando el Capitolio al asalto, pueden enfrentarse ahora a las preguntas de los tribunales, que se les pidan cuentas por sus acciones. El destino de Sarkozy, inoportuno invitado, puede repetirse en otros lugares.
No vale todo. Hay que recuperar una forma distinta de la política, plural, basada en el bien de la comunidad, una política que nos escuche y no que seamos nosotros los que escuchamos sus versiones del mundo, del bien y del mal.
* Aaron
Blake "Pro-Trump conspiracy theorists increasingly face legal
consequences" The Washington Post 1/10/2021
https://www.washingtonpost.com/politics/2021/10/01/pro-trump-conspiracy-theorists-increasingly-face-legal-consequences/
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