Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Pasada
la Semana Santa, la situación en que se queda uno es de cierta perplejidad. No
lo acabo de entender y da la sensación que te has perdido algo. Quizá sea por
cómo lo han enfrentado las cadenas televisivas a las que la continuidad
temporal da un sentido conjunto que lo espacialmente fragmentario de la prensa
impide.
Cuando
te sentabas ante un televisor a ver noticias todo parecía estar en
contradicción. Mientras se nos hablaba de restricciones, se nos mostraban
imágenes de salidas masivas de la capitales; unos sitios estaban llenos, otros
medio vacíos. Todo esto se aderezaba con cifras: cifras de ocupación, cifras de
salida, cifras de ingresos en UCI, cifras de muertos, cifras por 100.000
habitantes... todo un rosario de datos. A las imágenes de lugares desiertos le
sucedían las de fiestas ilegales masivas con más cifras: número de fiestas, asistentes,
multas puestas... En las noticias internacionales, lo mismo: cifras de muertos
en Brasil, de vacunados en Estados Unidos... ¿Cómo se pueden comparar en un
gráfico los porcentajes de vacunación en Malta con los de países como España? No
nos han faltado los datos de sondeos sobre Madrid y su futuro electoral que
harán que cuando llegue la hora de las urnas todo nos parezca ya pasado.
Todo
junto o, mejor, todo revuelto en una secuencia absurda, surrealista, diaria,
aderezada con el tiempo que ha hecho, el que hace y el que va a hacer; con la
Liga: cuántos puntos separan a unos de otros, quién fichará a la estrella... La
guinda emocional la han puesto las declaraciones sobre vidas y malas vidas de "famosos"
sin mérito, esa tribu a la que hemos ascendido a un Olimpo malsano con la
finalidad de que veinte periodistas (o aspirantes eternos) discutan sin cesar sobre
ellos con la esperanza de liarnos. Cadenas en las que antes estaban todos bien
avenidos, han descubierto ahora el filón eterno de la discrepancia.
La
principal consecuencia que saca uno de este revoltijo de noticias es que
vivimos la anomalía estandarizada, cuyo signo más clarificador es la
naturalidad de la "cuarta ola". Todo el mundo habla de ella como si
estuvieran sentados en la arena de la playa contándolas al llegar. Nos han
convencido de nuestra pasividad en ella por su inevitabilidad. ¡La peor
perspectiva! Seguros que llegará, pocos ponen de su parte para frenarla.
Hay sectores enteros —que no hay que criminalizar, nos dicen— que se han dado a la vida inevitable, que es como se ven las fiestas de amplio espectro que nos dan la vida espiritual y corporal, según parece. Empezamos echando de menos el cafetito y ya no echamos nada de menos porque lo tenemos todo. Pese a detenciones, multas, etc. todo el mundo ha sacado una fácil conclusión, similar a que te pongan la vacuna dudosa: si tiene que pasar, pasará. Esta es la peor perspectiva, la fatalista, porque es la que permite vivir irresponsablemente, que es el estado de naturaleza y, por ello, de inocencia animal. Los jóvenes deciden entre estar sin trabajo y divertirse y estar sin trabajo y aburrirse. Los necesitan ahora para lo que siempre han estado, como carne de gasto. Eso ya pasaba antes de la pandemia, pero ahora es más peligroso. Así que salen del enclaustramiento aburrido a base de experiencias emocionantes y transgresoras, las fiestas clandestinas, dejando lo de la terracita para los aburridos y mayores, que no dan más de sí.
¿Somos
conscientes de aquello a lo que nos hemos acostumbrado por efecto informativo
de la pandemia? ¿Seremos capaces de volver a la vieja rutina donde las cosas
pasaban y ya está? Vas pasando de cadena en cadena y es como ir de UCI en UCI,
de fiesta clandestina en fiesta clandestina, de gráfico en gráfico. Los
corresponsales no ayudan mucho, repiten lo mismo pero en sus versiones locales.
Sabemos, así, si los berlineses salen más que los parisinos o los londinenses;
si en Roma están abiertos los restaurantes y en Helsinki los cafés; sabemos a qué
hora son los toques de queda de medio mundo.
¿Cuántas
narices perforadas por largos bastoncillos hemos visto, cuantos gestos de
disgusto por parte de sus dueños? Vimos las primeras vacunas suministradas a ancianitos que confesaban estar encantados.
Vimos los primeros presidentes del mundo dando heroico ejemplo; luego llegaron
los ministros... en medio, los que se saltaban su turno, con los escándalos
consecuentes, por todo el mundo. Ya estoy harto de ver una y otra vez decenas
de hombros pinchados en cada noticiario, uno tras otros.
No se han estudiado los efectos de la pandemia sobre la imaginación. Nos hablan de síntomas que van de dolores de cabeza a pérdida del olfato, de todo tipo de secuelas, pero nadie nos habla de la pérdida de imaginación, de la tendencia a la repetición constante de todo, de la conversión en rutina. Hasta las transgresiones e incumplimientos nos resultan ya aburridos por repetitivos. Somos humanos, animales de costumbres, se decía. Estamos descubriendo esa gran verdad.
Estamos ya en el segundo año y no quiero pensar en las mismas repeticiones año tras año, echando de menos todo —de los sanfermines a las fallas, pasando por la feria sevillana o a los sanisidros madrileños—, mostrando por dónde se corría y no se corre, dónde se cantaba la saeta y no se canta... En mis pesadillas veo un mundo sin coronavirus en el que se recuerda año tras año el tiempo del coronavirus.
No sé
si nos habremos quedado tocados para la historia.
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