Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Me
despierto con la noticia del triunfo de Nomadland en los premios Bafta, tal
como ocurrió ya en los Globos de Oro y en otros escenarios. Me alegro. Hay películas que se pueden
juzgar por muchas cosas, muchas más que las que entienden los esteticistas.
Nada más complejo que la idea de belleza desde que en el siglo XIX a algunos se
les ocurrió separarla de la Verdad y del Bien. Con la llegada del escepticismo
moderno, la Verdad queda relativizada, cuando no pisoteada como el "mundo
alternativo" de los trumpistas, por no hablar del Bien en un mundo cada
vez más egoísta, que te pone en la balanza del "consume o muere" como
alternativa camuflada. Nomadland es una película cuya belleza no pierde su
Verdad y Bondad, con mayúsculas platónicas o probablemente con minúsculas
modestas.
Creo
que Nomadland es algo más que una buena película —¿qué es una buena película?—.
Es una mirada de la que aprender, algo que el gran arte hace con modestia y
seducción. Renuncia a grandes discursos y hace hablar al silencio. Nada más
elocuente que el silencio en el cine porque nos obliga a compensarlo con nuestras
propias percepciones.
Nomadland
trata de la vida. Es la vida a la que decenas de miles de personas se ven
abocadas renunciando a la radicación. Hay toda una cultura de las raíces, de la
tierra, del asentamiento. Su protagonista, magistralmente interpretada por
Frances MacDormand, también premiada, tiene la oportunidad de radicarse, de
tener lo que parece la solución a sus "problemas", pero la rechaza.
Podemos pensar que lo ha hecho por costumbre, porque es ya una desarraigada,
pero el filme mismo nos mostrará dónde está su verdadera felicidad en la escena
junto al mar. No, no es cuestión de hábitos; eso dejaría convertida a la
protagonista en un animal de costumbres, algo que no es por más que su vida se
base en encuentros y reencuentros.
Cuando
escribí la reseña de la película al estrenarse entre nosotros, señalé que había
un fondo de renuncia para no sufrir, un planteamiento casi budista. Tener es el principio del sufrimiento; el
desapego elimina el dolor de las pérdidas. Cuanto menos tienes, menos te pueden
quitar o puedes perder. Es una respuesta profunda a un mundo hostil, que no es
la naturaleza sino la sociedad misma, cada vez más fundada en el poseer. No hay
una mística del abandono porque es la propia sociedad, sus mecanismos egoístas,
los que te han sacado de ella. Pero la actitud puede ser muy diversa, de la
amargura infinita a la adaptación del superviviente.
La
película, dirigida por Chloé Zhao, sabe captar esa forma de disfrutar de lo que
no tiene precio y que nos rodea invisible a nuestros ojos. Todo es conforme a la mirada y está
se dirige desde el espíritu. Vemos lo que podemos ver. Para ver el mundo como es hay que renunciar a los
velos que lo cubren, los que forman nuestros deseos y ambiciones.
El "precio" es la clave. Esas personas que recorren los Estados Unidos en sus furgonetas adaptadas y caravanas son nómadas, pero cuando les preguntan si no tienen casa, ellos responden que no tienen casa pero sí tienen hogar, una distinción básica entre la posesión material y la espiritual, la que nadie te puede quitar. “I’m not homeless. I’m just house-less.” El que lo entiende, organiza su vida de otra manera.
La
acción de la película se sitúa en un momento concreto. Son las víctimas de la
crisis de finales de la década del 2000, los sacudidos por la especulación
financiera y que se tradujo en pérdidas de viviendas por las hipotecas por todo
el país, que no fue el único, como desgraciadamente muchos experimentaron.
La casa
es lo que se ha dejado atrás porque se convirtió en una hipoteca de vida. Es
uno de los momentos en que se nos muestra la película la trampa que la vivienda
había supuesto para los que perdieron el fruto de su trabajo durante décadas.
Todo estaba en la casa, por lo que la idea de la tierra de nómadas adquiere un
valor más allá de lo meramente simbólico.
En la
obra de la procede el filme, País nómada,
publicada por la periodista Jessica Bruder en 2018, se nos cuenta la vida de
esas personas que fueron llevadas a la carretera por las presiones de bancos,
de deudas, de préstamos sin devolver, que perdieron sus empleos porque sus
empresas quebraron o redujeron personal para sobrevivir. En la carretera
encuentran más humanidad que fuera de ella. Se encuentran y reencuentran, se
citan en puntos diversos del país; crean una familia dispersa que busca
encontrarse en empleos temporales que les sirven para ir tirando en un mundo
que se centra en su caravana, que es su hogar.
No están allí porque lo quisieran, pero se han adaptado a una vida en la que se han redefinidos su prioridades y valores. Trabajan lo suficiente como para seguir su camino, de empleo temporal en empleo temporal, con sus propias rutinas.
Casi al
final de la obra, Jessica Bruder escribe:
Como los nómadas, muchas y muchos estadounidenses
se ven obligados a cambiar su modo de vida, aunque las transformaciones sean
aparentemente menos radicales. Hay muchas maneras de afrontar por partes el
reto de la supervivencia. Este mes, ¿te
saltarás alguna comida? ¿Irás a urgencias en vez de a tu médico? ¿Aplazarás el
pago de la deuda acumulada en tu tarjeta de crédito con la esperanza de que no
la pasen a cobro ejecutivo? ¿Dejarás de pagar las facturas del gas y la
electricidad, cruzando los dedos para que no te corten la luz y no quedarte sin
calefacción? ¿Dejarás que se acumulen los intereses de tu crédito estudiantil y
sobre los plazos del coche con la esperanza de encontrar más adelante la manera
de ponerte al día?
Estas indignidades ponen de relieve una
pregunta más significativa: ¿A partir de
qué momento unas alternativas imposibles comienzan a destruir a las personas y
a una sociedad?
Ya está ocurriendo. La causa de las
matemáticas domésticas insolubles que mantienen a la gente en vela no es ningún
secreto. Si se comparan los ingresos medios, actualmente el 1 por ciento mejor
situado gana 83 veces más que el 50 por ciento peor remunerado. Los ingresos de
las y los estadounidenses adultos situados en la mitad inferior de la escala de
ingresos —unos 117 millones de personas— no han variado desde la década de los
setenta.
Esto no es una brecha salarial; es un abismo.
Y todo el mundo paga el coste de esta creciente separación.
«En cierto sentido, me interesan menos el
peso y las circunvoluciones del cerebro de Einstein que la práctica certeza de
que personas de igual talento vivieron y murieron en los campos de algodón y
las fábricas clandestinas», reflexiona el difunto escritor Stephen Jay Gould.
Una división de clases cada vez más profunda imposibilita prácticamente la
movilidad social. El resultado es un sistema de castas de facto que no solo es moralmente condenable, sino que también supone
un enorme despilfarro. Negar acceso a cualquier oportunidad a grandes segmentos
de la población significa desperdiciar enormes reservas de talento y capacidad
intelectual. También se ha demostrado que frena el crecimiento económico.
La medida más ampliamente aceptada para
calibrar la desigualdad de ingresos es una fórmula desarrollada hace un siglo,
conocida como el coeficiente de Gini. Es una regla de oro para los economistas
del mundo entero, así como para el Banco Mundial, la CIA y la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico, que tiene su sede en París. Dicho
indicador revela algo sorprendente: actualmente, la sociedad estadounidense es
la más desigual de todos los países desarrollados. El nivel de desigualdad que
existe es comparable al de Rusia, China, Argentina o la República Democrática
del Congo, desgarrada por la guerra.
Y aun siendo mala, es probable que la situación
todavía empeore. Lo cual me lleva a preguntarme: ¿Qué nuevas distorsiones del orden social —o incluso mutaciones—
veremos en los próximos años? ¿A cuántas personas acabará hundiendo el sistema?
¿Cuántas encontrarán la manera de escapar de sus garras?
La
poesía de la película no es otro velo. Cuando el arte usa sus propios medios
para expresar esa autenticidad de la que hablábamos, la poesía es iluminadora, ayuda
a comprender lo que esos personajes viven y sienten.
Ese
retrato de la sociedad norteamericana, de una parte de ella, se nos hace porque
se han dado esas circunstancias que señala la autora, la pérdida para muchos de
prácticamente todo. Afecta, además, mayoritariamente —como apreciamos en el
filme— a una franja de edad que tiene pocas posibilidades de lo que se entiende
como "un futuro". Y es ahí donde reside parte de la fascinación de la
película, en ese vivir día a día sin la angustia del día siguiente. El futuro
es lo que te roban con las hipotecas, con los préstamos; algo que desaparecerá
un día sin que acabes de comprender bien qué ha ocurrido. Tus ahorros, tu casa,
tu empleo... han desaparecido. Queda la carretera.
Escribe
Jessica Bruder: "Me repito una norma cardinal para quienes escribimos no
ficción: El relato continúa
desarrollándose en el futuro, pero llega un momento en que tenemos que
retirarnos y ya no formamos parte de él." Principios y finales
significan poco, efectivamente, para una vida en marcha. La obra es "no ficción" ¿y la película? Quizá está clasificaciones sirvan de poco, más allá de las categorías de los premios, cuando se trata de un planteamiento como el que nos ofrece Nomadland.
El
filme de Chloé Zhao ha sabido moverse entre lo documental, lo lírico y lo
narrativo al escoger una mirada, la del personaje que interpreta Frances
MacDormand. Su centralidad hace que el mundo gire a su alrededor tanto como
ella gira alrededor del mundo. La directora ha sabido hacer bien su trabajo,
dar vida interior a través de las imágenes. Así nos situamos en su interior y
comprendemos que al perder lo que tenía ha recuperado algo que no se había dado
cuenta que le habían quitado, su libertad. Por eso quizá toma las decisiones
que toma y que quizá no tomaría todo el mundo, pero ¿qué interés tiene un
personaje que piensa como todo el mundo?
"Un
aparcamiento es el único espacio libre y gratuito que aún queda en Estados
Unidos", escribe Bruder en su obra. Así, de aparcamiento en aparcamiento,
como la vida misma. Hace falta poco para vivir y quizá demasiadas cosas no te
dejen realmente vivir. El filme supone una redefinición de los conceptos de
pobreza y riqueza, que nos parecen tan claros en nuestra visión materialista
del mundo. Quizá no todo el mundo valga para rico.
Me
alegro que Nomadland tenga una buena
acogida y sea premiada. Es la sencillez hermosa de un cine que renuncia a
fabricar sueños, tramas inverosímiles, para hacernos olvidar el mundo, su
radical injustica. La película de Chloé Zhao, por el contrario, nos lleva a él
y al fondo de nosotros mismos.
Nadie en su sano juicio ensalza la pobreza, pero aquí es la supervivencia lo que se ensalza, la capacidad de darle la vuelta a la desgracia y seguir viviendo con otros ideales y valores: la amistad, la solidaridad, el desapego. Se sacude el estigma y se recupera la dignidad del que poco tiene frente a los muchos que han adquirido su posición en este mundo desigual con la desgracia de otros.
Nómadas, caravanas, carreteras, aparcamientos, encuentros, saludos, despedidas... y a seguir. La vida continúa.
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