Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Una
cadena de Televisión nos quiere dar algo sorprendente: personas que se han
contagiado y no saben cómo. Una joven nos explica que "no lo
entiende", que "ella va de casa al instituto y del instituto a
casa". El experto al que se consulta sentencia: "lo más probable es
que se haya puesto mal la mascarilla". Paso a otra cadena, pero se me
queda dando vueltas en la cabeza: las palabras de ella, la respuesta, el hecho
mismo de la noticia...
Ha
pasado un año, nos cuentan, lo que quiere decir que comienza el ciclo
informativo de la pandemia, un recordar constante que "hace un año se
contagio..." quien toque. Nos entrevistaban a la encargada de analizar las
muestras del primer contagiado, aquel turista que fue detectado en Canarias.
Todos recuerdan aquel día ante las cámaras; incluso se abre la puerta de la
nevera de seguridad para mostrarnos el frasquito que contiene aquel primer
coronavirus detectado en nuestro país. Otra vez de vuelta al deja vu, a mostrarnos el mundo que fue y
que hoy no tenemos. Nostalgia mediática ante el cambio, la parálisis, la
inactividad...
La
pobra estudiante del instituto, la que no sabe cómo se ha contagiado, esperaba
algo extraordinario, algo memorable para justificar el contagio. "¿Qué he
hecho yo distinto para contagiarme?", parece pensar. Nada. El coronavirus
es de una enorme vulgaridad, que es donde reside su secreto. Uno se puede
romper una pierna esquiando o subiendo a coger una maleta en lo alto de un
armario, jugando al fútbol o bajando por una escalera... pero no sabemos
siempre de qué formas nos contagiamos porque no depende solo de nosotros ni de
la fuerza de la gravedad, el suelo resbaladizo o la altura imprudente.
El
virus se contagia mayormente en lo
cotidiano, en los hábitos, en lo que hemos hecho y hacemos cada día. De ahí su
falta de recuerdo. No nos acordamos al igual que tampoco lo hacemos con muchas
otras cosas rutinarias.
El otro
día cedí el paso sosteniendo la puerta a un vecino. El hombre lo agradeció y me
dio una amable palmadita en la espalda. Él no fue consciente del contacto
físico; yo, sí. Instintivamente se saltó la distancia y se produjo el simple
contacto en un hombro, una palmadita de nada. Amabilidad y buena educación.
Lo
terrible del virus, más allá de los problemas físicos y sus secuelas, es que se
esconde ante nuestros ojos. Las personas en las que son visibles sus efectos
permanecen alejadas de nosotros, ingresadas, aisladas. Pero hay muchas otras
que están a nuestro alrededor, la gran mayoría ignorando que son portadoras y
esparcen el coronavirus en las situaciones en que la guardia está baja por la sensación de
seguridad que nos da lo cotidiano y la familiaridad con las personas.
Habitualmente,
las rutinas son formas protectoras en la vida. Se automatizan precisamente
porque su realización está ausente de riesgos. No necesitamos prestarle mucha
atención porque está controlada la situación. Y esa es la gran dificultad. El
peligro del contagio tiene que vencer a las rutinas, a los hábitos, a lo que
hacemos siempre.
La
estudiante dice que hace "lo que hace todos los días". Muchas de las
actividades que se dicen "seguras" no tienen porqué no serlo, pero es
nuestra atención lo que es necesario. Todo es seguro... hasta que el virus que
no vemos se cruza en el camino que no percibimos por rutinario.
Nos
damos cuenta lo que cuesta desautomatizar los actos, fijar nuestra atención en
cada instante para evitar que el movimiento repetido se produzca. El acto de
cesión del paso es un acto rutinario y ritual. Se compone de varios movimientos.
La persona educada intenta ceder el paso y toca ligeramente el hombro del que
cede; este se resiste y el otro acepta y pasa. En nuestro cerebro es un acto
que componen esos movimientos, que respeta unas convenciones sociales que se
inician automáticamente cuando se da la situación.
Me choca ver que personas que no se dan la mano chocan en cambio los nudillos. ¿Qué diferencia hay si hay contacto? El choque de nudillos les parece más "social" —es un saludo habitual entre grupos de jóvenes urbanitas que hasta el presidente Obama practicó— que el chocar de los codos, que no tiene precedente que yo conozca y no ha tenido mucho éxito.
Hemos visto momentos divertidos en los encuentros protocolarios donde los distintos dignatarios no sabía si chocar codos, nudillos, inclinarse con la mano al pecho, etc. La duda sobre algo tan cotidiano como un saludo lo complica si no hay acuerdo previo. Debe ser algo divertido escuchar a los encargados del protocolo intentando ponerse de acuerdo cómo se tienen que saludar. Creo que recordamos la incorrección de Mariano Rajoy cuando viajó a Japón y ante el horror de todos le dio la mano al emperador como si se conocieran de toda la vida.
Lo
indicado sería mantener la distancia, que es de lo que se trata, y evitar el
contacto entre la piel de uno y otro. Una simple inclinación, llevarse la mano
al corazón, juntar las manos según la forma oriental. Algunas de estas fórmulas
son habituales en nuestra cultura, pero esta acepta el contacto físico, algo
que no todas admiten, ya que la distancia es una forma de respeto.
Hay una
disciplina de corte semiótico que, curiosamente no he oído citar en todo este
tiempo: la Proxémica. Es una disciplina que se ocupa del estudio de las
distancias físicas, interpretándolas en términos de situación y de reglas
culturales. Entre la distancia íntima, el contacto pleno, y la distancia más
respetuosa y alejada hay muchos puntos intermedios. Quizá alguien recuerde la
película china "Hero", de Zhang Yimou, en la que el asesino es autorizado
poco a poco a acercarse hasta el emperador. La distancia es la forma de indicar
el agrado ante la persona.
En
realidad, casi todos nuestros actos tienen algún tipo de regulación de
distancias y colocaciones en muchos momentos. Cuanto más cerca está una
persona, la proximidad no es solo física, sino también afectiva. ¡Cuántos
artículos se han escrito, desde todas las perspectivas, sobre la cuestión de
los "abrazos"! De psicólogos a sociólogos y antropólogos, neurólogos,
no se cansan de repetirnos la necesidad de los abrazos y el sufrimiento que conlleva
no poder hacerlo. Da igual que las personas se vean, que hablen. Hay una fuerza
que les impulsa al abrazo, algo superior a su sentido de supervivencia, por
ello hay que hacer un gran esfuerzo, tener mucha fuerza de voluntad para
resistirse. Somos seres emocionales, nuestros lazos se muestran en esas
distancias y en esos abrazos que liberan no sé cuántas cosas en el cerebro,
según nos dicen.
El
coronavirus no llega con pífanos y tambores, trompetas y bombos. Llega junto a
una sonrisa, en un saludo, en un beso tras nos verse. Durante miles de años nos
hemos transmitido de todo en nombre de nuestra sociabilidad. "¡No me
beses, que te lo pego!", decían antes. Lo que nos pegamos ahora es un poco
más serio.
Por eso es necesario entender que es en el encuentro —da igual que sea la oficina, en el concierto, en el baile, en la comida, en el cumpleaños o en el funeral—, la proximidad, lo que favorece el contagio por la intensidad del contacto.
Los
diversos sectores tratan de defender sus negocios manifestándose como
"seguros", pero no lo son por sí mismo, sino por lo que la gente hace
en ellos. Entiendo que es muy difícil comer o beber con más carillas. Pero
también veo que hay gente que se pasa horas en una terraza, sin mascarillas,
con un café ya frío delante o fumando un cigarro detrás de otro. Puede que
hasta alguno haya empezado a fumar para ir sin mascarilla al igual que se vaciaron
los refugios de perros en el confinamiento de marzo para poder salir a la calle
a pasearlo.
En la universidad puedo ver a muchas personas que "van de casa a la universidad a casa y de casa a la universidad", por usar la expresión de la estudiante contagiada sin saber cómo. Es desesperante ver cómo reduces los grupos para evitar los contactos y que el segundo alumno en entrar en el aula se siente junto al primero que entró... y el tercero. Si no les dices lo absurdo de dividir los grupos si luego se sientan juntos no se dan cuenta. Son los hábitos. Por eso lo complicado no son las aulas, donde puedes introducir ciertas normas y garantías, sino entre clases, en las pausas, a la salida, etc. Los que se contagien dirán, igualmente, que no saben cómo ha sido, que han hecho "lo de siempre". Es muy difícil estar aislado. En casa hay barreras y otras rutinas, pero es en esos espacios donde se producen muchos de los contagios.
Para mantener la hostelería abierta se nos dice que si no se reúnen en los bares o terrazas, lo harán en las casas, algo bastante probable, pero que no excusa las normas de distancia, higiene, etc. No hay espacio que sea malo per se; lo peligroso es el tipo de relaciones que establecemos en ellos y los tipos de distancias que se mantienen, especialmente si es un grupo. Una estudiante entrevistada en el metro decía que si se encontraba una compañera en el metro de Valencia), ¡cómo no iba a hablar con ella! Es lo normal, pensaba. ¿Qué problema hay en hablar si llevan mascarilla y si están sentadas de lado? Siempre hay una forma de verlo que salva lo que queremos seguir haciendo.
El
tiempo que lleva ya la pandemia nos pone a prueba a todos. Mientras los científicos
batallan en los laboratorios y los sanitarios luchan en las UCI, nosotros lo
hacemos en la vida cotidiana contra un enemigo al que alimentamos y propagamos.
Es una batalla en muchos órdenes, entre ellos el mental. En una sociedad que
nos ofrece todo lo que podemos pagar es difícil hacer entender cómo se propaga
el virus más allá de esquemas y eslóganes.
Solo fue un beso, solo fue un momento, le di la mano un segundo, nada más un cigarro... No hace falta mucho más.
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