martes, 23 de febrero de 2021

La calle

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)



Si la pandemia nos está mostrando muchas de nuestras limitaciones y fisuras, la semana que llevamos de manifestaciones violentas y destrozos nos acaban de dibujar el perfil social y político.

La debilidad de los políticos, la escala equivocada de sus intereses —el mantenimiento o consecución del poder por encima de la ciudadanía— se ha acrecentado precisamente por la pérdida de poder debido a la fragmentación, que disminuye la capacidad de actuación de los partidos mayoritarios y aumenta exponencialmente la de los partidos minoritarios, más radicales y crecidos con su aumento de poder.

Este poder, además, crece por la debilidad que perciben en aquellos contra los que realmente actúan: sus socios y víctimas de proximidad. Pensar que la decisión sobre el mapa del poder en Cataluña está en manos de grupos como la CUP o que el poder central está en manos de grupos del mismo radicalismo es realmente espeluznante, pero no ha suscitado reacciones en la dirección que debería. Los partidos que tenderían hacia la moderación se ven "obligados" a mostrarse radicales o a callar vergonzosamente ante el temor a dejar de ser apoyados por sus socios o futuros socios de gobierno.



El mensaje es claro y el ejemplo de lo que ocurre en Cataluña debería despejar cualquier duda sobre a dónde nos lleva el cálculo electoralista y el deseo de mantenerse. La política se ha reducido a horizontes de les legislaturas que se inician con la esperanza que duren más allá de unos meses, lo que se considera un éxito en estas circunstancias. Para tratar de evitar lo se ha desarrollado un temor en unos y una agresividad creciente en otros, un órdago constante, sacando cada día más provecho de la debilidad del partenaire de gobierno. Con socios así es difícil mantener la empresa.

El radical lo tiene fácil. Consigue que aumentando su radicalidad aumente su imagen de fuerza, debilitando más la imagen del que cede. Una vez que se ha empezado, ya no hay límite. Los "silencios" clamorosos de los políticos catalanes y nacionales, sus tardanzas en denunciar lo obvio, incluso dejando de respaldar a las propias instituciones bajo su responsabilidad, son una muestra vergonzosa de lo que está ocurriendo.

Han conseguido, además crear falsos debates en los medios de comunicación, especialmente las televisiones, donde se asiste a razonamientos por parte de algunas personas que provocan sonrojos, creando explicaciones perversas que tienden a dar la razón a los que usan la violencia como forma de intimidación política y social.



El desgaste de los políticos es un riesgo que administran con más o menos acierto. Pero el desgaste social solo se manifiesta en la impotencia y la rabia. Los vecinos, comerciantes, transeúntes... que día tras día ven con impotencia que el objetivo real de todo esto es sembrar la violencia que pagan cada noche en sus casas, establecimientos destrozados, robos descarados en noches continuas dedicadas a esta diversión institucionalizada ya, convertida en diversión productiva de grupos que parecen imparables que ya sienten ese poder de la impunidad ya sea por la edad o por la cobardía política.

La hipocresía vergonzante que escuchamos estos días no tiene límite. La explicación de toda esta inacción se ha aceptado: los políticos están negociando y la CUP tiene la llave, nos explican orgullosos los comentaristas que están en el ajo. Mientras ellos negocian lo que sean, la presión en la calle siguen creciendo y, por ende, en las propias negociaciones. ¿Forma parte de las negociaciones la violencia? Implícitamente están sobre la mesa o, al menos, eso es lo que creen ellos mismos.



Hace tiempo que esta debilidad de los políticos fragmentados, esta dependencia de socios radicales, está haciendo crecer ese sentimiento de impotencia y aumentar los casos. El más evidente se encuentra en otro fenómeno presente de forma habitual, el de las "okupaciones" de viviendas, un fenómeno al que el uso de la "k" convierte en forma de rebeldía en vez de delincuencia. La "k" te alinea con la revolución como fenómeno antisistema y ya se ve de otra manera, le salen defensores y se apela a principios que los afectados no acaban de entender. Los políticos le saben sacar provecho electoral y se aseguran así votos y fuerza callejera.

La calle está desplazando al parlamento o cualquier otro foro institucional, que son la base de actuación democrática. Estamos llevando la lucha parlamentaria —creciente y bajo mínimos de respeto— a la calle y eso es muy peligroso en muchos sentidos, pero espacialmente para la convivencia. Lleva a demás a una potenciación de grupos de signo contrario igualmente radicales, que se convierten en "remedio" ante la violencia y que dicen sentirse desprotegidos.



En estos días hemos visto grupos de vecinos patrullando para denunciar fiestas en los llamados "pisos turísticos". Hemos visto cómo se mofaban de ellos grabándolos con un móvil, haciéndose selfies y, de alguna manera, registrándolos, lo que es una forma clara de intimidación, "me he quedado con tu cara", "sé dónde vives".

Hemos visto a vecinos rodeando un edificio en donde hay un piso con "okupas" a los que responsabilizan de actos delictivos, incluso de agresión sexual. El hecho de estar ahí implica que les han fallado la mayor parte de los mecanismos de denuncia y que quienes tenían que respaldar sus derechos no lo hacen por los motivos que sean.

Vemos a la gente ir a la ruina por los destrozos y robos que impunemente se producen en sus establecimientos; vemos coches quemados, material destrozado... Y muy pocas palabras. Solo la lucha disfrazada por discursos absurdos; una provocación que ya no es "resistencia", como proclaman, sino "asalto", como el ocurrido a la comisaría de hace un par de noches.

No es un buen panorama.



¿No hemos aprendido nada del asalto al Capitolio el día 6 de enero? ¿No hemos aprendido nada de lo que ha consistido en la radicalización y el traslado de la violencia a las calles como forma de presión política? La especificidad norteamericana ha hecho que asombrosamente esos llamamientos infames a la violencia llegaran desde el poder. En nuestro caso, está más repartido, pero igualmente les han llegado mensaje de apoyo o justificación desde lo grupos que tienen responsabilidades de gobierno, que usan además la vergonzosa estrategia de intentar convencernos de que "su lectura justificativa" es la correcta y que son los demás los equivocados al no ver a los agresores, ladrones, etc. como "víctimas del sistema", que es la falta de libertad lo que lo justifica.

No necesitamos (lo que no lo excluye) que haya agitación importada. Nos basta con una cada vez más débil clase política, comida por las circunstancias y por los efectos destructivos de sus propias decisiones estratégicas y falta de perspectiva de la vida social más allá de la descalificación y la división.



Desgraciadamente, las reacciones a esto no son buenas, como tampoco lo son los efectos. Crece la indignación y de ello se beneficia la radicalidad, que avanza hacia soluciones que generan más violencia en una espiral predecible y deseada  por los que hasta hace poco no eran nadie y que ahora escalan hasta las posiciones más elevadas decidiendo, con enorme peso, sobre todos.

La asimetría entre representación y poder (pocos votos, mucho poder) es nefasta para una democracia porque altera los deseos de las mayorías, favorece posiciones que no se desean por muchos otros y acaba generando reacciones negativas. Trabajar en los despachos del poder y en las calles lo han hecho fascistas y revolucionarios. Es su marca, colarse en el poder y destruir los cimientos del sistema.



La calle, una vez más, no puede seguir siendo el escenario violento en que se está convirtiendo por los que no dan valor a leyes ni respetan a los demás. La única que cuenta es la "libertad de expresión", todos los demás principios pueden ser pisoteados con alegría, casi con gozo ante la sensación de impunidad y hasta respaldo, convertidos en una especie de "justicieros".

 Los ánimos están muy crispados y corremos el riesgo que se produzcan situaciones irreversibles en que estalle la ira contenida ante esta situación. Los responsables serán los que han sido incapaces, por cálculo electoralista, de poner coto a la violencia y a la ilegalidad productiva de algunos.

Si se demuestra cada día que las instituciones democráticas no funcionan para hacer respetar las leyes, corremos serios peligros que se nos anticipan. El descenso de la credibilidad y el aumento de la arbitrariedad solo generan desconfianza y recelo. Los que se exigen ser protegidos se sienten indefensos. Esto tiene sus costes sociales importantes. Si no se entiende, es que la situación política es peor de lo que pensamos.

Un efecto añadido: las dictaduras disfrutan mostrando estas imágenes como demostración que la debilidad de la democracia.


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