Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Si la pandemia nos está mostrando muchas de nuestras limitaciones y fisuras, la semana que llevamos de manifestaciones violentas y destrozos nos acaban de dibujar el perfil social y político.
La
debilidad de los políticos, la escala equivocada de sus intereses —el
mantenimiento o consecución del poder por encima de la ciudadanía— se ha
acrecentado precisamente por la pérdida de poder debido a la fragmentación, que
disminuye la capacidad de actuación de los partidos mayoritarios y aumenta
exponencialmente la de los partidos minoritarios, más radicales y crecidos con
su aumento de poder.
Este
poder, además, crece por la debilidad que perciben en aquellos contra los que
realmente actúan: sus socios y víctimas de proximidad. Pensar que la decisión sobre
el mapa del poder en Cataluña está en manos de grupos como la CUP o que el
poder central está en manos de grupos del mismo radicalismo es realmente
espeluznante, pero no ha suscitado reacciones en la dirección que debería. Los
partidos que tenderían hacia la moderación se ven "obligados" a
mostrarse radicales o a callar vergonzosamente ante el temor a dejar de ser
apoyados por sus socios o futuros socios de gobierno.
El
mensaje es claro y el ejemplo de lo que ocurre en Cataluña debería despejar
cualquier duda sobre a dónde nos lleva el cálculo electoralista y el deseo de
mantenerse. La política se ha reducido a horizontes de les legislaturas que se
inician con la esperanza que duren más allá de unos meses, lo que se considera
un éxito en estas circunstancias. Para tratar de evitar lo se ha desarrollado
un temor en unos y una agresividad creciente en otros, un órdago constante,
sacando cada día más provecho de la debilidad del partenaire de gobierno. Con
socios así es difícil mantener la empresa.
El
radical lo tiene fácil. Consigue que aumentando su radicalidad aumente su
imagen de fuerza, debilitando más la imagen del que cede. Una vez que se ha
empezado, ya no hay límite. Los "silencios" clamorosos de los
políticos catalanes y nacionales, sus tardanzas en denunciar lo obvio, incluso
dejando de respaldar a las propias instituciones bajo su responsabilidad, son
una muestra vergonzosa de lo que está ocurriendo.
Han
conseguido, además crear falsos debates en los medios de comunicación,
especialmente las televisiones, donde se asiste a razonamientos por parte de
algunas personas que provocan sonrojos, creando explicaciones perversas que
tienden a dar la razón a los que usan la violencia como forma de intimidación
política y social.
El
desgaste de los políticos es un riesgo que administran con más o menos acierto.
Pero el desgaste social solo se manifiesta en la impotencia y la rabia. Los
vecinos, comerciantes, transeúntes... que día tras día ven con impotencia que
el objetivo real de todo esto es sembrar la violencia que pagan cada noche en
sus casas, establecimientos destrozados, robos descarados en noches continuas dedicadas
a esta diversión institucionalizada ya, convertida en diversión productiva de
grupos que parecen imparables que ya sienten ese poder de la impunidad ya sea
por la edad o por la cobardía política.
La
hipocresía vergonzante que escuchamos estos días no tiene límite. La explicación
de toda esta inacción se ha aceptado: los políticos están negociando y la CUP
tiene la llave, nos explican orgullosos los comentaristas que están en el ajo.
Mientras ellos negocian lo que sean, la presión en la calle siguen creciendo y,
por ende, en las propias negociaciones. ¿Forma parte de las negociaciones la
violencia? Implícitamente están sobre la mesa o, al menos, eso es lo que creen
ellos mismos.
Hace
tiempo que esta debilidad de los políticos fragmentados, esta dependencia de
socios radicales, está haciendo crecer ese sentimiento de impotencia y aumentar
los casos. El más evidente se encuentra en otro fenómeno presente de forma
habitual, el de las "okupaciones" de viviendas, un fenómeno al que el
uso de la "k" convierte en forma de rebeldía en vez de delincuencia.
La "k" te alinea con la revolución como fenómeno antisistema y ya se
ve de otra manera, le salen defensores y se apela a principios que los
afectados no acaban de entender. Los políticos le saben sacar provecho
electoral y se aseguran así votos y fuerza callejera.
La
calle está desplazando al parlamento o cualquier otro foro institucional, que son la base de actuación democrática. Estamos
llevando la lucha parlamentaria —creciente y bajo mínimos de respeto— a la
calle y eso es muy peligroso en muchos sentidos, pero espacialmente para la
convivencia. Lleva a demás a una potenciación de grupos de signo contrario
igualmente radicales, que se convierten en "remedio" ante la
violencia y que dicen sentirse desprotegidos.
En
estos días hemos visto grupos de vecinos patrullando para denunciar fiestas en
los llamados "pisos turísticos". Hemos visto cómo se mofaban de ellos
grabándolos con un móvil, haciéndose selfies y, de alguna manera,
registrándolos, lo que es una forma clara de intimidación, "me he quedado
con tu cara", "sé dónde vives".
Hemos
visto a vecinos rodeando un edificio en donde hay un piso con
"okupas" a los que responsabilizan de actos delictivos, incluso de
agresión sexual. El hecho de estar ahí implica que les han fallado la mayor
parte de los mecanismos de denuncia y que quienes tenían que respaldar sus
derechos no lo hacen por los motivos que sean.
Vemos a
la gente ir a la ruina por los destrozos y robos que impunemente se producen en
sus establecimientos; vemos coches quemados, material destrozado... Y muy pocas
palabras. Solo la lucha disfrazada por discursos absurdos; una provocación que
ya no es "resistencia", como proclaman, sino "asalto", como
el ocurrido a la comisaría de hace un par de noches.
No es
un buen panorama.
¿No
hemos aprendido nada del asalto al Capitolio el día 6 de enero? ¿No hemos
aprendido nada de lo que ha consistido en la radicalización y el traslado de la
violencia a las calles como forma de presión política? La especificidad
norteamericana ha hecho que asombrosamente esos llamamientos infames a la
violencia llegaran desde el poder. En nuestro caso, está más repartido, pero
igualmente les han llegado mensaje de apoyo o justificación desde lo grupos que
tienen responsabilidades de gobierno, que usan además la vergonzosa estrategia
de intentar convencernos de que "su lectura justificativa" es la
correcta y que son los demás los equivocados al no ver a los agresores,
ladrones, etc. como "víctimas del sistema", que es la falta de
libertad lo que lo justifica.
No
necesitamos (lo que no lo excluye) que haya agitación importada. Nos basta con
una cada vez más débil clase política, comida por las circunstancias y por los
efectos destructivos de sus propias decisiones estratégicas y falta de
perspectiva de la vida social más allá de la descalificación y la división.
Desgraciadamente,
las reacciones a esto no son buenas, como tampoco lo son los efectos. Crece la
indignación y de ello se beneficia la radicalidad, que avanza hacia soluciones que
generan más violencia en una espiral predecible y deseada por los que hasta hace poco no eran nadie y
que ahora escalan hasta las posiciones más elevadas decidiendo, con enorme
peso, sobre todos.
La asimetría entre representación y poder (pocos votos, mucho poder) es nefasta para una democracia porque altera los deseos de las mayorías, favorece posiciones que no se desean por muchos otros y acaba generando reacciones negativas. Trabajar en los despachos del poder y en las calles lo han hecho fascistas y revolucionarios. Es su marca, colarse en el poder y destruir los cimientos del sistema.
La calle, una vez más, no puede seguir siendo el escenario violento en que se está convirtiendo por los que no dan valor a leyes ni respetan a los demás. La única que cuenta es la "libertad de expresión", todos los demás principios pueden ser pisoteados con alegría, casi con gozo ante la sensación de impunidad y hasta respaldo, convertidos en una especie de "justicieros".
Los
ánimos están muy crispados y corremos el riesgo que se produzcan situaciones
irreversibles en que estalle la ira contenida ante esta situación. Los responsables
serán los que han sido incapaces, por cálculo electoralista, de poner coto a la
violencia y a la ilegalidad productiva de algunos.
Si se demuestra cada día que las instituciones democráticas no funcionan para hacer respetar las leyes, corremos serios peligros que se nos anticipan. El descenso de la credibilidad y el aumento de la arbitrariedad solo generan desconfianza y recelo. Los que se exigen ser protegidos se sienten indefensos. Esto tiene sus costes sociales importantes. Si no se entiende, es que la situación política es peor de lo que pensamos.
Un efecto añadido: las dictaduras disfrutan mostrando estas imágenes como demostración que la debilidad de la democracia.
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