La
noticia ayer de las dimisiones en cadena en el partido de Albert Rivera debería
hacer pensar más allá de los límites del partido Ciudadanos y extender la
reflexión al conjunto del sistema de los partidos políticos españoles.
Llevamos
meses no oyendo hablar de otra cosa que de pactos o de negativas a pactos. Es
en lo que se centra la política española, forzada a ello por la atomización
producida por el rechazo al mal llamado "bipartidismo".
Desgraciadamente, la situación seguirá así mucho tiempo pues los acuerdos que
se establecen tienen pocas perspectivas de durar, máxime cuando la estrategia
de los que quedan fuera será ponerlos en evidencia forzando a los votantes a
percibirlos como incongruencias, traiciones, chalaneos, etc.
Pero el
caso de Ciudadanos —quizá por nuevo, quizá por eje en múltiples arquitecturas—
merece la pena ser considerado. Su caso es ilustrativo: un partido que sale a
la palestra política al producirse un "hueco" u
"oportunidad" por el escoramiento del Partido Popular que abandona el
centro político, por un lado, pero sobre todo que ha sido abandonado por gran
parte de su electorado debido a la corrupción que no ha sabido frenar y que se
convierte en un lastre insoportable. Como salida, se produce un recambio y un
recrudecimiento político con un escoramiento a la derecha y hacia el
nacionalismo por los desafíos soberanistas, que pasan a formar parte del
argumentario político y las nuevas señas de identidad.
En la
izquierda se produce un fenómeno similar, una crisis de identidad que hace
crecer otra fuerza, que proclama la inutilidad del partido socialista y se
propone como nueva izquierda.
Es una simplificación,
pero es clara. La fragmentación no ha aclarado mucho pero sí ha enturbiado las
relaciones entre partidos y dificulta la percepción general de los mismos. En
el tipo de política que se practica en España, es más importante hacer ver al
otro de una determinada manera que intentar definirse. Esto es fácilmente
comprensible cuando lo que se disputan no son solo los votos sino el espacio
político, que es el que determina las posibilidades identitarias, la definición
de los propios partidos.
La
cuestión de la salida de Ciudadanos plantea esta situación en toda su crudeza e
inmediatez tras unas elecciones que aclaran poco, hacen más débiles y absorben
más energía política, que se pierde en disputas antes que en buscar soluciones.
La pregunta surge por sí sola: ¿poder o identidad?
Los
encajes de bolillos que los responsables de los partidos no afectan solo a los
grandes pactos, sino que estos se reparten en todos los niveles de las
administraciones, desde la disputa de si han de tener ministerios o no los
"otros", el reparto de consejerías, concejalías, mesas de congreso y
senado, de comisiones en todos los órdenes, etc. es la parte del poder.
La
parte de la identidad es la que se resquebraja por la pérdida de coherencia que
supone la aspiración al poder propio o al impedir el ajeno. Las promesas y
planteamientos electorales se resquebrajan ante la visión del poder. Surgen
entonces las dudas y conflictos producidos por las diferencias en territorios e
instituciones, en donde unos casi rozan y otros apenas ven. Pero ¿es posible
hacer en un sitio algo y en otro lo contrario sin que sufra la identidad?
El
carácter sistémico del asunto se manifiesta pronto. Un partido que se ha medio
hundido electoralmente, como es Podemos, se ve consolidado por la necesidad que
otros tienen de él ante la negativa del apoyo de terceros. El caso de
Ciudadanos es también claro: ofreciéndose como una alternativa de centro
sobrepasando a un derechizado Partido Popular, se encuentra enredado en pactos
a tres bandas con el PP y con Vox, la bicha de quien huían. Temeroso de ser
castigado por los votantes, se niega a acuerdos que le situarían en el centro,
actuando como bisagra, como suele ocurrir con las formaciones liberales. Pero
España —las actitudes políticas— no están para bisagras, que chirrían
necesitadas de aceite de la tolerancia. Tal como están las cosas, estar en el
centro, es llevárselas por todos lados.
La
cuestión está en que sin una identidad estable, entendiendo por esto, algo de
lo que los votantes se puedan fiar, se resiente el sistema y las partes. Los
votantes tienen derecho a un voto cada cierto tiempo. Cada vez se hace más
difícil ante la falta de compromiso con lo pactado. Un voto es un pacto, una
oferta de congruencia.
El mapa
español nos remite hacia la incongruencia. Se autolimita dejándose llevar por las
murallas de cristal de las dos Españas, la derecha y la izquierda. Es más
cómodo y fácil polarizar y resolver internamente que abrirse a modelos de
moderación y centro que sirvan para satisfacer los estándares mínimos de unos y
otros.
El
abandono de líderes de Ciudadanos es una señal de lo difícil que es ser centro
en España. Lo es por muchos motivos, pero uno de ellos es precisamente esos
cálculos de poder o de rechazo visceral en direcciones absurdas. No se puede nadar y guardar la ropa mucho tiempo.
El
problema es que eso dificulta cada vez más la tarea de votar. Si lo que se
promete hoy se incumple mañana, da igual a quien votes porque acabarán haciendo
con tu voto lo que tú no querías. Y eso es desmoralizador, por no decir otra
cosa. Desde el punto de vista de los dirigentes ocurre algo igual. Se van de
los partidos porque anteriormente ya se fueron de otros para no tener que hacer
lo que ahora se les pide.
La
política es la gestión del poder, sí, pero la identidad política estable es un
requisito para evitar el chalaneo o el desbarre ideológico. Si no, el precio
será muy alto. Los ciudadanos dejarán de confiar en lo que se les propone si esto no se cumple después. Estabilidad en la identidad no significa anquilosamiento, sino congruencia, que es la relación coherente entre ideas y acciones.
La radicalidad de los discursos, hechos para atraer, contrasta con la necesidad de flexibilidad ante un fraccionamiento tan grande. Flexibilidad no es prestarse a todo, sino identificar y jerarquizar los problemas para darles soluciones convenientes
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