martes, 4 de junio de 2019

Historia y profecías

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los seres humanos tenemos una percepción del tiempo que va más allá de la experiencia vital del devenir. Tratamos —somos animales simbólicos— de darle sentido a casi todo. De la creencia en el significado de lo que hacemos individualmente pasamos a las colectivas una vez que hemos dado también un valor simbólico a  las entidades creadas por esa misma capacidad.
Al tiempo físico— el exterior—, al tiempo interior —nuestra percepción—, le añadimos al menos un tercer tiempo —el histórico— al que le damos un sentido. Esta tercera forma de tiempo es la que marca nuestra percepción conjunta del devenir, nuestra interpretación de lo que acontece enmarcándolo de una forma positiva o negativa respecto a la creencia.
En su introducción a la Historia de la idea de progreso, el sociólogo Robert Nesbit, se refiere a este concepto esencial:

Durante unos tres mil años no ha habido en Occidente ninguna idea más importante, y ni siquiera quizás tan importante, como la idea de progreso. Ha habido otras fundamentales, como las de libertad, justicia, igualdad, comunidad, etc. No pretendo subvalorarlas, pero es necesario recalcar que a lo largo de la mayor parte de la historia de Occidente, por debajo de estas últimas ideas subyace otra, una filosofía de la historia que da una importancia fundamental al pasado, el presente y el futuro. Para que llegue a adquirir auténtica importancia, para que obtenga el mínimo de crédito imprescindible para ser eficaz, todo valor moral o político tiene que llegar a ser algo más que una cosa que se desea o se considera deseable; es necesario que llegue a ser entendido como un elemento esencial del cambio histórico, desde el pasado hacia el futuro, pasando por el presente, porque sólo así abandona el terreno de lo que sería de desear para entrar en el de la necesidad histórica.   
Para decirlo lo más sencillamente posible, la idea de progreso sostiene que la humanidad ha avanzado en el pasado —a partir de una situación inicial de primitivismo, barbarie o incluso nulidad— y que sigue y seguirá avanzando en el futuro. J. B. Bury lo dice con una frase muy acertada: la idea del progreso es una síntesis del pasado y una profecía del futuro. Es una idea inseparable de otra según la cual el tiempo fluye de modo unilineal.



Esas síntesis del pasado son los que llamamos "historia", que implica una ordenación de los acontecimientos para ajustarlos a un "relato" coherente, que tenga un sentido colectivo, mientras que su solidez es la garantía de la profecía, es decir, del futuro que nos llega y al que llegamos. El progreso mismo, como idea, fabrica su propia oposición, que es la "reacción" o cualquier fuerza (las explicaciones desde la Física son ya una señal del conjunto) que se oponga ofreciendo resistencia o fricción.
Esa poderos idea marca el pensamiento occidental, pero Robert Nisbet tarda apenas unas líneas  en señalar «Las diferencias empiezan cuando se trata de dar un contenido a la noción de progreso. ¿Qué se entiende por «avanzar»?».
La idea de progreso se fracciona entonces los sentidos con los que los grupos la interpretan. Podemos ya hablar de progreso científico, moral, etc. Dentro de cada una de esas líneas se abrirán otras muchas que establecerán un continuo enfrentamiento entre tendencias.
Nuestro concepto de "progreso", como bien señala Nisbet, es "occidental". Para que esto ocurra nuestro concepto del tiempo tiene que tener la capacidad de soportar esos relatos y profecías que aparecían en la obra de John J. Bury, otro de los pensadores que trataron de recoger la historia de la idea. Nisbet muestra el máximo respeto por su obra pionera a la vez que señala la debilidad que resalta y que considera hoy inadmisible: la creencia en que en el pasado griego no existió el concepto de "progreso".
La idea de progreso conlleva la de decadencia, que preocupó sobremanera a los mismos que temían verse inmersos en ella. Ya no se miró al pasado como un espejo, sino como algo que indagar para evitar repetirlo. La admiración por lo antiguo llevó paralelamente a la preocupación su desaparición. La Europa imperialista decimonónica decidió que eran  importante estudiar los logros de Roma, pero que no lo era menos conocer las causas de su decadencia.


Las narrativas del progreso siempre han estado enzarzadas en luchas entre ellas, por un lado, y por el sentido de la causa de la decadencia. Al igual que tenemos historias sobre la idea de progreso, también deberíamos tenerlas sobre la idea de decadencia. Diferentes líneas sobre el progreso se acusan de ser causa de decadencia cuando las cosas no son muy claras, algo que ocurre con frecuencia.
En cuanto a las profecías, el futuro está indisolublemente unido a la línea del pasado que lo impulsa, a la fuerza que lo arrastra y proyecta. Dado que la interpretación del pasado (incluso las interpretaciones de las interpretaciones) se hacen desde un momento del presente, el futuro es siempre percibido como una consecuencia. Es el resultado de una proyección y una acción o inacción. Es decir, el futuro es lo que tenemos hoy más lo que hagamos o dejemos de hacer.
Cuanto más alejado esté el futuro, más se complican los vínculos causales. Podemos predecir lo que ocurrirá mañana, pero es más complicado hacerlo a una decena de años o no hablemos de un par de siglos. Nuestra capacidad de imaginar sobre la complejidad y las variaciones posibles son más reducidas. Pese a ello, nos gusta especular. Algunos viven de ello, incluso bien.
El futuro hoy ya no es un sistema rígido, newtoniano, controlado por fuerzas de la historia, sino un avanzar sometido a fuerzas del azar, a los imprevistos. Por mucho que pensemos que es controlable, como ocurre con la meteorología, la proyección se hace más difusa conforme avanza el tiempo. Por eso valoramos tanto a los llamados "futurólogos", una profesión que cumple la función de los viejos visionarios. 
Tengo junto a mí la obra de George Friedman, La próxima década, publicado en 2011. La década es, por supuesto, la que ahora se está cerrando y está vista —por supuesto también— desde la perspectiva norteamericana.  Cada cierto tiempo le echo un vistazo para comprobar cómo funcionan (o no) las predicciones. Se pueden leer muchas cosas insólitas porque Friedman ve el pasado, el presente y el futuro a través de Nicolás Maquiavelo, que ya es un filtro específico, y de los Estados Unidos. Para él, el mundo es un escenario en donde no existe un destino, sino una acción. No se trata de saber qué va a pasar, sino de qué hay que hacer, lo que convierte en problema en otra cosa. El qué hay que hacer es la mitad de la pregunta. La otra mitad es "para que USA no pierda su poder".
En la página 194, casi al final de la obra, tras enfrentarnos a estos enfoques una y otra vez, podemos leer:

El ejercicio del poder siempre es ambiguo moralmente, pero si Estados Unidos queda destruido, de nada valen sus principios morales. Velar por los derechos universales exige algo más que hablar, exige ejercer el poder. No es realista pensar que nadie saldrá perjudicado, así que lo mejor que podemos hacer es tomar decisiones difíciles sobre quién saldrá perjudicado y cuándo sufrirá ese perjuicio. Lincoln tuvo  que apoyar la esclavitud en Kentucky. No era lo correcto, pero o hacía eso o perdía la guerra, y, si hubiera perdido la  guerra, todo su proyecto moral habría quedado destruido.
Al mismo tiempo, la búsqueda del poder al margen de los propósitos morales no lleva a ninguna parte. Nixon ejerció el poder sin albergar propósitos morales, y esa falta de perspectiva moral fue lo que le condujo al Watergate y a la destrucción. Una cosa es justificar los medios por los fines y otra hacer que los medios se conviertan en los fines.



En vez de tener una bola de cristal, se trata de tener la fuerza para que el mundo se pliegue a tu visión del mundo. Es realmente Maquiavelo revisitado.
El futuro es el resultado de mantener el presente controlado, que es donde podemos actuar. Esta visión la asumen mucho más de los que pensamos, si bien el resultado que se busca es mucho más modesto en función de las posibilidades. No todos  podemos ser primeras potencias.
Desde el punto de vista de muchos, esto es una forma de decadencia, al menos moral. El futuro es de aquel que se lo trabaja o, más específicamente, logra que otros se vean obligados a aceptar las visiones ajenas porque no tengan más remedio, por la fuerza.

Si pensamos en la forma en que Donald Trump maneja el futuro de todos a diestro y siniestro, entendemos que, desde su percepción, las presiones del poder de hoy son el seguro del mañana.
La idea de que son los grandes hombres (las mujeres han quedado fuera de esta interpretación) lo que doblegan al mundo y lo hacen marchar a su ritmo, dice mucho de estas personalidades autoritarias. Es el mito del héroe visto por Carlyle en el siglo XIX, que marcó la percepción de la Historia con su listado de personas que, seguras de sí, hacen que los demás les sigan.
Las profecías del futuro están hoy marcadas por el deterioro del planeta. Los jóvenes de todo el mundo reclaman una Tierra en la que poder vivir frente a la parálisis de los políticos. Es una forma de percibir el futuro que se ha ido imponiendo frente a otras especulaciones porque su posibilidad nos parece mucho más evidente. Los hay que niegan el cambio climático y la participación humana en él, pero son muchos menos, aunque muy poderosos.
La profecía en este caso es de decadencia: la necesidad de actuar en este sentido se enfrenta al pragmatismo del poder. Y habría que trasladar a Friedman la idea: sin planeta, ¿qué poder queda?


La idea de progreso basado en la ciencia y en el desarrollo económico, en el poderío militar incluso (desde las perspectivas imperialistas) han tenido sus propias crisis. La bomba atómica creo una conciencia frente al descontrol del progreso mismo. Nuestro mundo es más tecnológico, pero siempre vemos las dos caras de la moneda, beneficios y problemas.  La Economía tienen en cada crisis su detractores por su funcionamiento, también descontrolado en muchos aspectos. Pero es en el deterioro del planeta, resultado directo de la acción humana, donde vemos concentrados los efectos que hacen que nuestro sentido del mundo futuro haya dejado de ser tan positivo como lo ha sido en otros momentos. No es precisamente el optimismo dieciochesco. La razón, la ciencia o la tecnología ya no se perciben solo como "luces", sino que también producen sus sombras.
Sí el presente se proyecta en la profecía, la profecía debería actuar sobre el presente movilizándonos para evitar lo que pensamos que pueda ocurrir.

 Nisbet, R. Historia de la idea de progreso. Gedisa, 1998.
Friedman, G. La próxima década. Destino, 2011.

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