Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Nisbet, R. Historia de la idea de progreso. Gedisa, 1998.
Los
seres humanos tenemos una percepción del tiempo que va más allá de la
experiencia vital del devenir. Tratamos —somos animales simbólicos— de darle
sentido a casi todo. De la creencia en el significado de lo que hacemos
individualmente pasamos a las colectivas una vez que hemos dado también un
valor simbólico a las entidades creadas
por esa misma capacidad.
Al tiempo
físico— el exterior—, al tiempo interior —nuestra percepción—, le añadimos al
menos un tercer tiempo —el histórico— al que le damos un sentido. Esta tercera
forma de tiempo es la que marca nuestra percepción conjunta del devenir,
nuestra interpretación de lo que acontece enmarcándolo de una forma positiva o
negativa respecto a la creencia.
En su introducción
a la Historia de la idea de progreso, el sociólogo Robert Nesbit, se refiere a
este concepto esencial:
Durante unos tres mil años no ha habido en
Occidente ninguna idea más importante, y ni siquiera quizás tan importante,
como la idea de progreso. Ha habido otras fundamentales, como las de libertad,
justicia, igualdad, comunidad, etc. No pretendo subvalorarlas, pero es
necesario recalcar que a lo largo de la mayor parte de la historia de
Occidente, por debajo de estas últimas ideas subyace otra, una filosofía de la
historia que da una importancia fundamental al pasado, el presente y el futuro.
Para que llegue a adquirir auténtica importancia, para que obtenga el mínimo de
crédito imprescindible para ser eficaz, todo valor moral o político tiene que
llegar a ser algo más que una cosa que se desea o se considera deseable; es
necesario que llegue a ser entendido como un elemento esencial del cambio
histórico, desde el pasado hacia el futuro, pasando por el presente, porque
sólo así abandona el terreno de lo que sería de desear para entrar en el de la
necesidad histórica.
Para decirlo lo más sencillamente posible, la
idea de progreso sostiene que la humanidad ha avanzado en el pasado —a partir
de una situación inicial de primitivismo, barbarie o incluso nulidad— y que
sigue y seguirá avanzando en el futuro. J. B. Bury lo dice con una frase muy
acertada: la idea del progreso es una síntesis del pasado y una profecía del
futuro. Es una idea inseparable de otra según la cual el tiempo fluye de modo
unilineal.
Esas
síntesis del pasado son los que llamamos "historia", que implica una
ordenación de los acontecimientos para ajustarlos a un "relato"
coherente, que tenga un sentido colectivo, mientras que su solidez es la
garantía de la profecía, es decir, del futuro que nos llega y al que llegamos.
El progreso mismo, como idea, fabrica su propia oposición, que es la
"reacción" o cualquier fuerza (las explicaciones desde la Física son
ya una señal del conjunto) que se oponga ofreciendo resistencia o fricción.
Esa
poderos idea marca el pensamiento occidental, pero Robert Nisbet tarda apenas
unas líneas en señalar «Las diferencias empiezan cuando se trata de dar un contenido a la
noción de progreso. ¿Qué se entiende por «avanzar»?».
La idea
de progreso se fracciona entonces los sentidos con los que los grupos la
interpretan. Podemos ya hablar de progreso científico, moral, etc. Dentro de
cada una de esas líneas se abrirán otras muchas que establecerán un continuo
enfrentamiento entre tendencias.
Nuestro
concepto de "progreso", como bien señala Nisbet, es "occidental".
Para que esto ocurra nuestro concepto del tiempo tiene que tener la capacidad
de soportar esos relatos y profecías que aparecían en la obra de John J. Bury,
otro de los pensadores que trataron de recoger la historia de la idea. Nisbet
muestra el máximo respeto por su obra pionera a la vez que señala la debilidad
que resalta y que considera hoy inadmisible: la creencia en que en el pasado griego
no existió el concepto de "progreso".
La idea
de progreso conlleva la de decadencia, que preocupó sobremanera a los mismos
que temían verse inmersos en ella. Ya no se miró al pasado como un espejo, sino
como algo que indagar para evitar repetirlo. La admiración por lo antiguo llevó
paralelamente a la preocupación su desaparición. La Europa imperialista decimonónica
decidió que eran importante estudiar los
logros de Roma, pero que no lo era menos conocer las causas de su decadencia.
Las
narrativas del progreso siempre han estado enzarzadas en luchas entre ellas,
por un lado, y por el sentido de la causa de la decadencia. Al igual que
tenemos historias sobre la idea de progreso, también deberíamos tenerlas sobre
la idea de decadencia. Diferentes líneas sobre el progreso se acusan de ser
causa de decadencia cuando las cosas no son muy claras, algo que ocurre con
frecuencia.
En
cuanto a las profecías, el futuro está indisolublemente unido a la línea del
pasado que lo impulsa, a la fuerza que lo arrastra y proyecta. Dado que la
interpretación del pasado (incluso las interpretaciones de las
interpretaciones) se hacen desde un momento del presente, el futuro es siempre percibido
como una consecuencia. Es el
resultado de una proyección y una acción o inacción. Es decir, el futuro es lo
que tenemos hoy más lo que hagamos o dejemos de hacer.
Cuanto
más alejado esté el futuro, más se complican los vínculos causales. Podemos
predecir lo que ocurrirá mañana, pero es más complicado hacerlo a una decena de
años o no hablemos de un par de siglos. Nuestra capacidad de imaginar sobre la
complejidad y las variaciones posibles son más reducidas. Pese a ello, nos
gusta especular. Algunos viven de ello, incluso bien.
El futuro
hoy ya no es un sistema rígido, newtoniano, controlado por fuerzas de la
historia, sino un avanzar sometido a fuerzas del azar, a los imprevistos. Por
mucho que pensemos que es controlable, como ocurre con la meteorología, la
proyección se hace más difusa conforme avanza el tiempo. Por eso valoramos
tanto a los llamados "futurólogos", una profesión que cumple la
función de los viejos visionarios.
Tengo
junto a mí la obra de George Friedman, La próxima década, publicado en 2011. La
década es, por supuesto, la que ahora se está cerrando y está vista —por
supuesto también— desde la perspectiva norteamericana. Cada cierto tiempo le echo un vistazo para
comprobar cómo funcionan (o no) las predicciones. Se pueden leer muchas cosas
insólitas porque Friedman ve el pasado, el presente y el futuro a través de
Nicolás Maquiavelo, que ya es un filtro específico, y de los Estados Unidos.
Para él, el mundo es un escenario en donde no existe un destino, sino una
acción. No se trata de saber qué va a pasar, sino de qué hay que hacer, lo que
convierte en problema en otra cosa. El qué hay que hacer es la mitad de la
pregunta. La otra mitad es "para que USA no pierda su poder".
En la
página 194, casi al final de la obra, tras enfrentarnos a estos enfoques una y
otra vez, podemos leer:
El ejercicio del poder siempre es ambiguo
moralmente, pero si Estados Unidos queda destruido, de nada valen sus
principios morales. Velar por los derechos universales exige algo más que
hablar, exige ejercer el poder. No es realista pensar que nadie saldrá
perjudicado, así que lo mejor que podemos hacer es tomar decisiones difíciles
sobre quién saldrá perjudicado y cuándo sufrirá ese perjuicio. Lincoln
tuvo que apoyar la esclavitud en
Kentucky. No era lo correcto, pero o hacía eso o perdía la guerra, y, si
hubiera perdido la guerra, todo su
proyecto moral habría quedado destruido.
Al mismo tiempo, la búsqueda del poder al
margen de los propósitos morales no lleva a ninguna parte. Nixon ejerció el
poder sin albergar propósitos morales, y esa falta de perspectiva moral fue lo
que le condujo al Watergate y a la destrucción. Una cosa es justificar los
medios por los fines y otra hacer que los medios se conviertan en los fines.
En vez
de tener una bola de cristal, se trata de tener la fuerza para que el mundo se
pliegue a tu visión del mundo. Es realmente Maquiavelo revisitado.
El
futuro es el resultado de mantener el presente controlado, que es donde podemos
actuar. Esta visión la asumen mucho más de los que pensamos, si bien el
resultado que se busca es mucho más modesto en función de las posibilidades. No
todos podemos ser primeras potencias.
Desde
el punto de vista de muchos, esto es una forma de decadencia, al menos moral.
El futuro es de aquel que se lo trabaja o, más específicamente, logra que otros
se vean obligados a aceptar las visiones ajenas porque no tengan más remedio,
por la fuerza.
Si
pensamos en la forma en que Donald Trump maneja el futuro de todos a diestro y
siniestro, entendemos que, desde su percepción, las presiones del poder de hoy
son el seguro del mañana.
La idea
de que son los grandes hombres (las mujeres han quedado fuera de esta
interpretación) lo que doblegan al mundo y lo hacen marchar a su ritmo, dice
mucho de estas personalidades autoritarias. Es el mito del héroe visto por
Carlyle en el siglo XIX, que marcó la percepción de la Historia con su listado
de personas que, seguras de sí, hacen que los demás les sigan.
Las profecías
del futuro están hoy marcadas por el deterioro del planeta. Los jóvenes de todo
el mundo reclaman una Tierra en la que poder vivir frente a la parálisis de los
políticos. Es una forma de percibir el futuro que se ha ido imponiendo frente a
otras especulaciones porque su posibilidad nos parece mucho más evidente. Los
hay que niegan el cambio climático y la participación humana en él, pero son
muchos menos, aunque muy poderosos.
La
profecía en este caso es de decadencia: la necesidad de actuar en este sentido se
enfrenta al pragmatismo del poder. Y habría que trasladar a Friedman la idea:
sin planeta, ¿qué poder queda?
La idea de progreso basado en la ciencia y en el desarrollo económico, en el poderío militar incluso (desde las perspectivas imperialistas) han tenido sus propias crisis. La bomba atómica creo una conciencia frente al descontrol del progreso mismo. Nuestro mundo es más tecnológico, pero siempre vemos las dos caras de la moneda, beneficios y problemas. La Economía tienen en cada crisis su detractores por su funcionamiento, también descontrolado en muchos aspectos. Pero es en el deterioro del planeta, resultado directo de la acción humana, donde vemos concentrados los efectos que hacen que nuestro sentido del mundo futuro haya dejado de ser tan positivo como lo ha sido en otros momentos. No es precisamente el optimismo dieciochesco. La razón, la ciencia o la tecnología ya no se perciben solo como "luces", sino que también producen sus sombras.
Sí el presente se proyecta en la profecía, la profecía debería actuar sobre el presente movilizándonos para evitar lo que pensamos que pueda ocurrir.
Friedman, G. La próxima década. Destino, 2011.
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