Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Son tres los autores españoles modernos que solían aparecer
citados con cierta frecuencia en libros de alejados de la ficción, que es donde
se mide el poder intelectual, más allá de los milagros de la ficción. El
primero suele ser Santiago Ramón y Cajal, al que se suele seguir mencionando
como un prodigio en cualquier libro relacionado con el funcionamiento del
cerebro, en lo relacionado con las llamadas neurociencias. El segundo autor que
encuentras en páginas de otros es el Unamuno de El sentimiento trágico de la vida, al que mencionan en ocasiones
autores preocupados filosóficamente por el ser humano, y también en ocasiones
su Vida de Don Quijote y Sancho, obra
que le une con el universal Cervantes. El inclasificable y desbordante Miguel
de Unamuno fue una vez lectura de hombres cultos de todo el mundo, una especie
hoy en extinción.
El tercero, sin que esto suponga clasificación numérica
alguna y solo el orden de nuestra lista, es José Ortega y Gasset, cuyas ideas
en La rebelión de las masas fueron comentadas por los estudiosos de la Filosofía
pero sobre todo por aquellos que percibieron, como él, que el mundo dejaba de
ser individualistas para convertirse en algo distinto, cuya primera
característica señalada era la obviedad del estar "todo lleno", algo
que como señala el autor, antes no pasaba. Es precisamente escondido tras lo
obvio en donde se encuentran muchas respuestas a los que son capaces de hacerse
preguntas. Mencionar a Ortega era frecuente en palabras y por escrito por parte de nuestros
intelectuales —sí, españoles— hasta que estos se convirtieron también en
"masa" y empezaron a autopromocionarse.
Si antes se
trataba de llamar la atención sobre el mundo, ahora se trata de llamar la
atención del mundo sobre uno mismo, que es la verdadera atracción, el centro
relativo de la mirada buscada. Hemos pasado de "el infierno son los
otros" a sin ellos no hay paraíso en este mundo masivo y mediático en
donde hemos ido del intelectual al
influencer.
En su "Prólogo para franceses", que se incluye junto a un "Epílogo para ingleses" en las ediciones de La rebelión de las masas, Ortega y Gasset
escribe:
Estos meses pasados, empujando mi
soledad por las calles de París, caía en la cuenta de que yo no conocía en
verdad a nadie de la gran ciudad, salvo las estatuas. Algunas de éstas, en
cambio, son viejas amistades, antiguas incitaciones o perennes maestros de mi
intimidad. Y como no tenía con quién hablar, he conversado con ellas sobre
grandes temas humanos. No sé si algún día saldrán a la luz estas Conversaciones con estatuas, que han
dulcificado una etapa dolorosa y estéril de mi vida. En ellas se razona con el
marqués de Condorcet, que está en el quai Conti, sobre la peligrosa idea del
progreso. Con el pequeño busto de Comte que hay en su departamento de la rue
Monsieur-le-Prince he hablado sobre el pouvoir
spirituel, insuficientemente ejercido por mandarines literarios y por una
Universidad que ha quedado por completo excéntrica a la efectiva vida de las
naciones. Al propio tiempo he tenido el honor de recibir el encargo de un
enérgico mensaje que ese busto dirige al otro, al grande, erigido en la plaza
de la Sorbona, y que es el busto del falso Comte, del oficial, del de Littré.
Pero era natural que me interesase sobre todo escuchar una vez más la palabra
de nuestro sumo maestro Descartes, el hombre a quien más debe Europa.
El puro azar que zarandea mi
existencia ha hecho que redacte estas líneas teniendo a la vista el lugar de
Holanda que habitó en 1642 el nuevo descubridor de la raison. Este lugar, llamado Endegeest, cuyos árboles dan sombra a
mi ventana, es hoy un manicomio. Dos veces al día —y en amonestadora
proximidad— veo pasar los idiotas y los dementes que orean un rato a la
intemperie su malograda hombría.
Tres siglos de experiencia
«racionalista» nos obligan a recapitular sobre el esplendor y los límites de
aquella prodigiosa raison cartesiana.
Esa raison es sólo matemática,
física, biológica. Sus fabulosos triunfos sobre la naturaleza, superiores a
cuanto pudiera soñarse, subrayan tanto más su fracaso ante los asuntos
propiamente humanos e invitan a integrarla en otra razón más radical, que es la
«razón histórica».
Me parece notable el pasaje en sus tres párrafos, la soledad
absoluta del primero, la metáfora de la locura en el segundo y la introducción
de lo que será la explicación de la "razón histórica" en el tercero.
Conmueve la soledad del intelectual, del hombre culto, en un
mundo de barbarie —escrito en 1937, en plena guerra civil española y antesala
del desastre mundial—, como era entonces. La estatua simboliza la soledad y el
distanciamiento, pero también el diálogo con las ideas sembradas por aquellos
que han ido dejando huellas con sus ideas. No es otra cosa la cultura entendida
como diálogo abierto y permanente con las ideas. Pocas ideas quedarán hoy sobre
las que dialogar en este mundo cacofónico de una nueva y lujosa barbarie.
La estatua representa la estabilidad, la duración y también el
homenaje, algo alejado de nuestra época de lo efímero, de la moda y del ranking
de las audiencias. El diálogo de Ortega es ya un diálogo solitario en un mundo
que anticipa una soledad mayor compartida en esa masa de la que nos hablará.
En última instancia, el diálogo se da en y con la Historia, lo que implica una
presencia e interpretación del pasado en nuestro presente.
La idea orteguiana de la razón histórica, que se menciona en
el texto, es ya una reivindicación ante un tiempo fabril en el que la memoria
humana se libra de su pasado para mirar hacia un futuro proyectado desde un
presente continuo. Lo que define al ser humano es su "memoria" o,
como señalará, cada nuevo tigre tiene que partir de cero, ser el mismo tigre,
frente al humano que sale a caminar por la vida con la posibilidad de aprender
lo que otros han vivido, con la Historia, en forma de "cultura" bajo
el brazo: "...el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno."
Hablar con las estatuas es una forma de diálogo con la
Historia, es la cultura misma. Pero esa cultura solo tiene sentido en un
contexto de diálogo mayor, es decir, hablar con las estatuas frente a otros que lo
compartan. La estatua misma es diálogo mientras no olvidemos porqué están ahí, mientras mo las convirtamos en otro árbol del parque o un parte de la pared. Las estatuas son la alternativa a la soledad en la que se
encuentra. La familiaridad del diálogo con ellas no puede hacer olvidar que falta el
diálogo del presente, del diálogo con los otros, solo interesados en el monumento y no en lo que representan.
La escena del paseo de los alienados, de los enfermos
mentales que Ortega dice ver salir a tomar el sol, se convierte en el
contrapunto vivo de esas estatuas con las que dialoga imaginariamente en sus
paseos solitarios. Es una soledad que se compensa insuficientemente con ese ejercicio de
ventriloquía, como una ficción, la imposibilidad del diálogo.
Hoy son los tigres sin memoria los que pasean entre estatuas de tigres sin historia.
Ortega y Gasset, J. "Prólogo para franceses"
(1937) en La rebelión de las masas
(1930).
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