jueves, 14 de agosto de 2014

La fe de las armas

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La entrevista que el diario El Mundo incluye con el portavoz del Ejército Libre de Siria, Omar Abu Laila, en un café de Estambul, no aporta demasiada de luz sobre un conflicto que tiene unas dimensiones ya enormes y cuyas consecuencias son cada vez más difíciles de calcular. Son más las sombras que quedan después de las cuestiones planteadas en la entrevista. Me refiero a las siguientes afirmaciones:

"La situación está muy mal, y la culpa es de la comunidad internacional por no apoyarnos. Eso ha fortalecido a los islamistas", recita Abu Laila nada [más] sentarse. "Entes privados de Qatar y Arabia Saudí pagan a extremistas, lo que provoca un trasvase de combatientes del ELS a esos grupos".
"No están cambiando de filas por motivos religiosos", insiste, "sino porque creen que así tendrán acceso a más armas para derrocar a Bashar Asad. Si aumenta el respaldo a nuestras tropas, los guerrilleros abandonarán el Frente Nusra y el Estado Islámico (IS) y volverán", opina. "Nosotros no somos radicales", continúa, "sino moderados que quieren conservar la revolución democrática siria. Por eso luchamos contra ellos".*


El conflicto sirio se enquistó respecto a lo que había ocurrido en otros países árabes por dos cuestiones esencialmente: por el apoyo ruso a Bashar Al-Assad y por la detección de que estaban luchando allí  concentrados radicales islamistas. Lo que había sido un levantamiento popular exigiendo "democracia", una vez pasadas las fases de lo que se puede conseguir en las calles, como revueltas más o menos espontáneas, da paso a una guerra en la que se trata de conquistar el poder. Las voces de las calles son sustituidas por los opositores de diverso jaez que tienen sus propias luchas internas. Es un efecto de todas las dictaduras árabes: enemigos que comparte el odio al autócrata de turno pero inmediatamente que lo consiguen comienza sus propias luchas. La salvedad siria es que al no caer Al-Assad la lucha se desencadenó en el mismo frente de batalla. Aprovecharon para ir eliminando a los futuros obstáculos.


El argumento que se da en la respuesta señalada no es creíble. La gente no se apunta a otro frente para que les den armas y después vuelven a seguir luchando en otra guerra. Eso es absurdo e infantil. Es claramente una estrategia para pedir armas y apoyos. Nadie puede creerse que sean "demócratas" desengañados los que están cometiendo las monstruosidades en Iraq a cargo del Estado Islámico. La interpretación es de tal ingenuidad que no admite más que la simpleza de quien la hace o la intención de confundir a los demás. Más les vale a los demócratas sirios, que indudablemente existen, que no regresen esos volubles guerrilleros que aparcan sus convicciones para degollar gente, sepultar vivos o convertir al islam a golpe de cimitarra, empujando a cientos de miles de personas al exilio.  Mejor que se queden donde están y, a ser posible, que se "auto inmolen" en algún lugar apartado. Que tengan por seguro que en el paraíso estarán mejor. Y el resto también.
Las responsabilidades, como siempre, las tienen los que no dan las armas cuando no las dan y los que las dan cuando las dan. Nunca los que no dan dinero para escuelas, libros y otras formas de relajar el espíritu de tanta tensión purificadora y piadosa, que es la que aqueja a los que compiten por la santidad de matar a los demás.



El gran drama que estamos viviendo tras las revoluciones árabes es la caída en el caos o el retorno de las formas autoritarias que se aprovechan para realizar las nuevas purgas y los viejos negocios. Es el drama de la carencia absoluta de modelos que compartir más allá de los que han regido siempre, los religiosos y los aduladores de la personalidad, con líderes adorados por sus pueblos y por los mecanismos de propaganda. En medio quedan elites que deben elegir entre vivir bien mirando para otro lado o no vivir con el poder en contra. Las opciones son el silencio, la cárcel o la puerta del exilio. Cada uno elige la suya según su estómago.
Los regímenes de Libia, Túnez, Egipto, Siria, surgieron de revoluciones muchas proclamadas como socialistas que degeneraron todas en lo mismo, caudillismo. Ese liderazgo narcisista que acaba en corrupción, repartiendo riqueza a los privilegiados y manteniendo en la pobreza y la ignorancia a inmensas bolsas de población.

La incapacidad de articular grupos políticos coherentes más allá de los que produce el fanatismo religioso ha dado lugar a partidos oficialistas en los que se canaliza el poder. No tenían más función que servir para identificarse a los proclives a unos u otros para asentarse en los centros de decisión y tener acceso a la riqueza. Han permitido el acceso de los islamistas al poder por ser los únicos grupos autorizados.
El argumento de que los yihadistas combaten en Iraq porque en Siria no tienen armas es ridículo y esconde el mismo drama de casi todos los países árabes: la ausencia de liderazgo intelectual más allá del islamismo. Más allá se encuentran otro tipo de relaciones que no son capaces de pensar unas políticas reales como solución a sus problemas. En ese contexto, el mundo se les puebla de responsabilidades ajenas a lo que es una incapacidad constatada de entendimiento. Muchos alimentan la fantasía conspiratoria de que son los demás los que les hacen pelearse para que así no puedan estar unidos y conquistar el mundo. Pero lo cierto es que son los antagonismos constantes e irreconciliables en un laberinto de tendencias, grupos e intereses los que provocan esa incapacidad para mantener una unidad no basada en la eliminación de los demás sino en la construcción de un mundo acorde con los tiempos que satisfaga las necesidades de muchos y no las ambiciones de unos pocos escudándose en aquello que convenga en cada momento: el islamismo, el nacionalismo o el arabismo.


Esto lo supo ver muy bien el historiador libanés Albert Houraní cuando describió la trayectoria seguida por los regímenes árabes desde los años 70 y cuyos coletazos de descomposición seguimos contemplando. Señala Houraní que la apariencia de estabilidad de estos países era engañosa y que escondían una realidad explosiva:

Los grupos gobernantes estaban sujetos no sólo a las rivalidades personales que surgían inevitablemente de las ambiciones antagónicas o de las discrepancias políticas, sino también a las divisiones estructurales que se manifestaron cuando aumento la magnitud y la complejidad de la estructura oficial. Las diferentes ramas del gobierno se convirtieron en centros de poder autónomos —el partido, el ejército, los servicios de inteligencia— y los miembros ambiciosos del grupo gobernante podían tratar de controlar unos a otros. Este proceso tendió a darse en todos los sistemas gubernamentales complejos, pero en algunos se vio enmarcado en una estructura de instituciones estables y costumbres políticas profundamente arraigadas. Cuando no se veía limitado de ese modo, podía conducir a la formación de facciones políticas, y  a una lucha por el poder político en que el líder de una facción trataba de eliminar a sus rivales y preparaba el camino para llegar él mismo al cargo más alto. Esta lucha podía mantenerse con ciertos límites sólo mediante el ejercicio constante de las artes de la manipulación política por parte del gobierno. (541-542)**


Esta descripción de lo que ocurrió entonces encaja perfectamente, por ejemplo, para explicar la situación actual del gobierno en Iraq, con un defenestrado por partidista y haber llevado al país al caos que se resiste a abandonar su cargo rodeado de sus fieles. Podría aplicarse a munchos otros lugares y muestra el grado de descomposición interna que imposibilita el desarrollo de sociedades que puedan prosperar más allá del poder autoritario que todos ejercen aunque lo consigan en las urnas. No hay posibilidad de convivencia porque no existe voluntad de diálogo, poseídos como están todos ellos por verdades irrenunciables y luces internas. Lo pagan los pueblos en miseria, corrupción y violencia. Unos salieron a las calles a pedir democracia, otros pan y algunos ambas cosas. Pero finalmente es el poder lo que queda mientras que muchos caen en el pesimismo histórico. De ese abatimiento es del que vive el yihadismo, puesto que el fanático, por definición, es inmune al desaliento. Así crece su influencia, no por falta de armas —que saben muy bien dónde conseguir—, sino por recuperar algo de una energía perdida que les saque de los vaivenes y la confusión; no hay mente más clara que la del solo tiene una idea.


Bien pudiera ocurrir que esos demócratas que se han convertido a la fe de las armas, regresaran a Siria a recogerlas —demócratas por un día— y volvieran a seguir su lucha fanática y criminal en las tierras iraquíes donde se construirán un santuario a su medida criminal.
La idea de unos combatientes demócratas que se vuelven fieros asesinos integristas y se van a luchar a otra guerra porque no les dan armas es ridícula y ofende a la inteligencia. Pero es también un ejemplo de la confusión que marca los tiempos. No dudo de su buena fe al creerlo, pero sí dudo de las consecuencias de darlo por bueno. Quizá no tengan una teoría mejor para explicar lo que ocurre allí.



* "'El Estado Islámico es peor que Bashar Asad'" El Mundo 13/08/2014http://www.elmundo.es/internacional/2014/08/13/53eba485ca4741c7248b457f.html?a=d86055c98510cc5919cc1f79fa511c25&t=1408003461

** Albert Houraní (2010). La historia de los árabes [1991]. Zeta - Ediciones B S.A., Barcelona.






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