Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
Duque de La Rochefoucauld escribió entre sus máximas «A veces somos tan diferentes de
nosotros mismos como de los demás». La afirmación tiene mucho de
paradójica y nos enfrenta a los problemas de la identidad: si somos lo que
hacemos, si siempre hacemos lo mismo —es decir, si nuestro "ser" es
constante— o sencillamente que es "ser" y cómo nos definimos y nos
definen. No siempre es fácil entendernos
en las acciones que realizamos y, mucho menos, que los demás lo entiendan. No se
sabe exactamente qué es ser uno mismo.
Cuando se plantea, por ejemplo, el indulto de una persona que ha cambiado, ¿ya no es el que era?, ¿en qué sentido; ya
no es el mismo? ¿Cambiamos? ¿Qué significa
cambiar?
Una parte de la novela moderna nos muestra,
precisamente, la incongruencia de la personalidad, las diferencias entre lo que
se hace, se dice y se piensa; las dudas e incertidumbres que anidan en toda
persona, incluso sus deseos de cambio provocados por el sentimiento de ser su
propio prisionero o de los demás. Algunos
viven su vida con el sentimiento de estar encerrados en sus propias rutinas o
dentro de categorías sociales, como señaló Erwin Goffman, cuando habló de
"identidad social".
La obra de Italo Svevo es un buen ejemplo de esa
forma de abordar a los personajes como esencialmente contradictorios e
incongruentes. En los últimos dos siglos, los personajes dejaron de ser
rectilíneos en sus principios y acciones y comenzaron a sufrir las dudas que
nos caracterizan como seres humanos, nuestros miedos, prejuicios, contradicciones,
resistencias, etc. Se alejaron de la idea clásica y racionalista de los
"caracteres" como "esencia" del personaje y se adentraron
en el reino del claroscuro. Pero pronto, a algunos se les hizo demasiado resbaladiza la conciencia y sus trucos y prefirieron una literatura que solo acogiera lo perceptible, la acción principalmente, prescindiendo de los confusos estados interiores. La "novela de la mirada" o la narrativa conductista se negaban a entrar en la mente de los sujetos. Otros, en cambio, dijeron que era el único terreno posible, no porque allí anidara la verdad, sino porque era el único existente. Si los sujetos se autoengañaban, había que dar cuenta de ello.
En la novela de Anatole France, La azucena roja, escrita en 1894, tras una discusión de los
personajes sobre Napoleón y las diferentes interpretaciones que su figura
supone para cada uno de ellos, se abre un nuevo tema de debate sobre lo que
representan las acciones en la vida.
—No
sabe usted, monsieur Garain, que se hacen cosas iguales por motivos diferentes.
Montessuy
le dio la razón.
—Es
cierto, señora, que como usted dice, las acciones no prueban nada... (39)*
Como
ejemplo de ello, el personaje expone el caso de tres mujeres que se negaron a
caer en la redes de Don Juan por motivos muy distintos. La acción es la misma,
señala, pero lo que ha llevado a ella es diferente. No podríamos igualar a las
tres mujeres por haber hecho "lo mismo". Montessuy concluye:
—[...] Una acción no prueba nada. Es la masa
de las acciones, su peso, la suma, lo que constituye el valor del ser humano.
Parece
querer indicarnos Montessuy que es posible poner en una balanza todas nuestras
acciones y que con ello podamos obtener un resultado aceptable. No parece muy productiva
la solución para obtener esa percepción
pues gran parte de las motivaciones son desconocidas, sujetas a interpretación
externa. Otro de los personajes interviene: «—Algunos de nuestros actos —dijo
Mme. Martin—, tienen nuestro aspecto, nuestro rostro. Son nuestros hijos. Otros,
no se nos parecen en absoluto.» A lo que la Princesa le comenta mientras
pasan al salón: «—Tiene razón Thérèse... Otras no se nos parecen en
absoluto. Pequeñas bastardas concebidas durante el sueño.»* (40)
El
pasaje refleja la elección de una parte de nuestras acciones, que pasan a ser
definidas como "normales", mediante las que nos identificamos, frente
a que reciben la calificación de las "pequeñas bastardas concebidas
durante el sueño", ingeniosa forma de expresarlo, que no rechaza la
paternidad de la acción, pero la vincula a los devaneos oníricos del deseo. Pero también somos nuestros sueños; no por bastardos, dejan de ser nuestros
hijos.
La idea
de La Rochefoucauld de que hay un "uno mismo" del que se puede ser
muy diferente, tanto como los demás, no elimina esa "normalidad" por
más que se vea sorprendida en ocasiones. La idea expresada por los personajes
de Anatole France, tampoco parecen dudar de ello, aunque por la vía del sueño,
establecen una polaridad entre lo que "se es" y lo que "se desea
ser", que finalmente se cuela en el mundo diurno. El éxito literario del
psicoanálisis procede de ahí, de su capacidad para establecer las dos capas de
la acción, la consciente y la subyacente, que el mismo sujeto puede negar para
no subvertir su propia imagen.
En el
análisis que los personajes de France hacen de Napoleón —un tema recurrente en
toda la novela del siglo XIX, de Stendhal a Dostoievski—, llegan a la
conclusión de que fue "un hombre acción", expresión a la que hemos despojado
de parte de su sentido. Su análisis de la personalidad de Napoleón en esos
términos es el siguiente:
Nada de esta alma fue a perderse en el
infinito. Poeta, no conoció otra poesía que la de la acción. Limitó a la tierra
su poderoso sueño de la vida. En su terrible y conmovedora puerilidad, creyó
que un hombre puede ser grande, y esta chiquillada no le abandonó ni siquiera
con el tiempo y la desgracia, Su juventud, o más bien su sublime adolescencia,
duró tanto como él, porque los días de su vida no se habían sumado para formar
una madurez consciente. Este es el prodigioso estado de los hombre de acción.
Se dan por entero al momento en que viven, y su genio se proyecta sobre cada
punto. Se renuevan sin cesar y no se prolongan. Las horas de su existencia no
se atan entre sí por una cadena de meditaciones graves y desinteresadas. La
vida no es una continuidad, sino la sucesión de una serie de actos. Por lo
tanto, carecen de vida interior. Este defecto es particularmente en Napoleón,
que no vivió jamás dentro de sí mismo.* (38)
Independientemente
de lo acertado o no del juicio sobre Napoleón —uno más de los muchos
existentes—, sí tiene interés la concepción expresada del "hombre de
acción" como un ser rectilíneo, cuya trayectoria viene definida precisamente
por su falta de madurez. Ese "no vivir jamás dentro de sí mismo" que
señala France le convierte en idéntico a sí mismo. A Napoleón, por decirlo así,
no le afectaría la máxima del Duque de la Rochefoucauld, pues no dejaría de ser
él mismo siempre: Napoleón siempre se reconocería en sus acciones porque sus
acciones son las únicas que le definen. El hombre de acción es precisamente el
que no duda, atributo que no forma parte de su carácter.
Para
los que no somos Napoleón, es decir, para la gran mayoría de los mortales, la
vida es reescritura e interpretación constante de uno mismo dentro de unos márgenes mayores o menores que
nos marcamos, pero que en gran medida también nos marcan. Algunos prefieren
definirse por sus sueños incumplidos; otros, por las acciones realizadas. Los
más sensatos, por ambas cosas.
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