Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En el
prefacio que el reciente premio Nobel de Literatura chino, Mo Yan, realizó para
una antología de sus relatos —titulada Shifu,
harías cualquier cosa por divertirte— escribió lo siguiente:
Cuando empecé, lo último que tenía en la
cabeza eran propósitos nobles. Al contrario que muchos de mis colegas, que se veían
a sí mismos como «arquitectos del alma», a mí no me importaba ni un
comino mejorar el mundo a través de la literatura. Como he dicho, motivación
era mucho más primitiva: ardía en deseos de comer bien. No hay duda de que tras
obtener un poco de fama, aprendí a usar palabras pomposas, pero estaban tan
huecas por dentro que no me las creía ni yo. Debido a mi origen humilde, las
historias que escribía estaban repletas de opiniones de lo más comunes, y
cualquiera que buscara en ellas trazos de elegancia o belleza y estilo
probablemente se alejaría decepcionado. No hay nada que pueda hacer al
respecto. Un escritor habla de lo que sabe, y en la forma en que le es más
familiar. Yo crecí solo y hambriento, testigo del sufrimiento humano y de la
injusticia. Mi corazón rebosa simpatía por la humanidad en general e
indignación por una sociedad plagada de desigualdades. Como es lógico, a medida
que mi estómago se habituó a estar lleno siempre que yo quería, mi producción
literaria experimentó un cambio. Poco a poco entendí que una vida donde comes
tres veces al día jiaozi puede asimismo ir acompañada de penas y sufrimiento, y
que este sufrimiento espiritual no es menos doloroso que el hambre física. El
acto de dar voz a este dolor espiritual es, desde mi punto de vista, la tarea
sagrada de un escritor. Sin embargo, escribir sobre el sufrimiento del alma no
elimina mi preocupación por la agonía física que conlleva el hambre. No sé si
decir esto constituye mi fortaleza o mi debilidad como escritor, pero sí sé que
es lo que el destino ha dictaminado para mí. (17)
El párrafo es de una sinceridad poco frecuente entre
los escritores, que suelen gustar de mistificaciones sobre vocaciones y
finalidades de su trabajo. Mo Yan es sincero. Nos ha contado unas líneas antes
el profundo estado de necesidad en el que había vivido, cómo para él y sus
amigos el que alguien comiera tres veces al día les parecía una fantasía
cercana a lo maravilloso. Él decidió ser escritor, confiesa, cuando le dijeron
que los escritores comían tres veces al día. El relato es de tal inocencia y
sencillez que lo podemos dar por bueno. Mo Yan ha titulado su prefacio "Hambre
y soledad: mis musas".
La distinción entre las penalidades materiales y las
espirituales implica el compromiso del escritor —esa tarea sagrada que cita— con los demás. Comenzó con sus penalidades
y, superadas, con la comprensión de la de los demás. Mo Yan ha vivido las dos,
la primera en su extrema pobreza y la segunda por su compromiso con los que
siguen sufriendo.
No se trata, pues, de pasar hambre o dolores para
poder describirlos mejor —¡nadie le pide al artista que sufra!—; se trata de
encontrar la forma de hacerlo comprender al que recibe el texto. La verdad del
arte no es una cuestión notarial, sino de eficacia simbólica. No es cuestión de
sentir sino de hacer sentir.
En "Un artista del hambre", Franz Kafka
nos habla del artista "ayunador" que muestra su resistencia sin
alimentarse durante días y días, tan solo humedeciendo sus labios, ante las multitudes que lo contemplan. Metido
en una jaula, el artista exhibe su hambre. Es vigilado permanentemente por el
público para que no haga trampas e ingiera alimento alguno. Pasarán los años y
la "moda" de su arte decae, pero él sigue con su número monotemático.
Acogido en un modesto circo, confesará cercano a la muerte, en un susurro, que
no debe ser admirado «porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la
hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría
hartado como tú y como todos.»
Su hambre no era la de Mo Yan, solo rechazo de lo
que el mundo le ofrecía. Ni tan siquiera la voluntad del ayuno estaba en él. Kafka
nos describe, como contraste, la vitalista pantera que le sustituirá en la
jaula del circo tras su muerte. Come de todo, sin darle demasiadas vueltas. La
"alegría de vivir" brotaba de sus fauces, nos dice el relato. Los
espectadores, asustados y admirados de tanta vitalidad, permanecen alrededor de
la jaula fascinados.
Tampoco la pantera, pensamos, podía dejar de ser
pantera, tal como el "artista del hambre" tampoco podía encontrar
nada que le gustara comer. La exhibición de su hambre estaba tan condicionada
como la voracidad de la pantera.
El compromiso de Mo Yan no es con su propia hambre
—su "musa" junto con la soledad— sino con el sentimiento que le
provoca el que siga existiendo la injusticia que la permite. Las penurias
pasadas solo fueron la motivación para escribir, para escapar del hambre.
Escapar de la miseria no es olvidar. Como él mismo nos dice, escribir sobre las
penas del mundo interior "no elimina mi preocupación por la agonía física
que conlleva el hambre".
Mo Yan manifiesta su duda sobre si decir esto "constituye
mi fortaleza o mi debilidad como escritor". Para nosotros, indudablemente,
es una fortaleza. El mismo público que celebraba el hambre del
"artista", se extasiaba ante el espectáculo de la pantera
alimentándose con voracidad. Si el artista no mantiene un compromiso consigo
mismo y con el mundo que le rodea no deja de ser un bufón, un espectáculo para
el entretenimiento ajeno. Podrá ser celebrado por todos, vivir del éxito, pero su
compromiso está con esas dos musas que le recuerdan las penurias físicas y
espirituales: hambre y soledad. Es la diferencia existente entre el arte y el entretenimiento; el primero nos recuerda nuestra condición, el segundo nos sustrae de ella mediante la distracción. El arte no distrae; nos hace fijarnos.
La "autenticidad" del arte no es su
realismo, sino la capacidad de hacernos sentir durante unos instantes, en un
destello, un sentido en el sinsentido de la vida: el
del dolor o el de la alegría, el de la injusticia o el del amor. El arte no acaba con el hambre ni con la soledad, pero impide que apartemos la mirada de ellas.
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