Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Se
celebró ayer el Día de la Poesía, día equinoccial, de renovación de la
primavera. Son días de entremezclados sentimientos entre la barbarie comercial
y la modesta proposición de dedicar un día a algo tan peculiar como la Poesía.
Para algunos es despropósito comercial, para otros ocasión de reunirse y
recordar la memoria de los poetas olvidados al abrigo de cafés, tertulias y
lecturas públicas de versos; finalmente para otros puro despilfarro, porque
¿para qué sirve la Poesía?
Siempre
es bueno hablar de la Poesía en una sociedad que la arrincona en los estantes
menos accesibles de sus librerías, huyendo ante la invasión bárbara de la
autoayuda. No es varita mágica, pero sí ancla de confusión y desasosiego. Quizá si se leyera más poesía estaríamos curados de algunos males,
pues hay males que tienen su origen en la deshumanización misma. Y nada hay más
humano que la Poesía, arte que se encarna y usa aquello que nos es más propio,
el Lenguaje. Habla de nosotros y de los otros, de nuestra experiencia del mundo
y de nuestra propia exploración. La Poesía solo "habla", pero sobre
la palabra gira nuestra misma humanidad.
Escribió
Octavio Paz en uno de los artículo —"Poesía de soledad, poesía de
comunión" (1942)— que se integran
en Las peras del olmo (1957):
La poesía es la revelación de la inocencia
que alienta en cada hombre y en cada mujer y que todos podemos recobrar apenas
el amor ilumina nuestros ojos y nos devuelve el asombro y la fertilidad. Su
testimonio es la revelación de una experiencia en la que participan todos los
hombres, oculta por la rutina y la diaria amargura. Los poetas han sido los
primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de
nuestros sentidos sino en ellos mismos. Esta eternidad y esta reconciliación
con el mundo se producen en el tiempo y dentro del tiempo, en nuestra vida
mortal, porque el amor y la poesía no
nos ofrecen la inmortalidad ni la salvación. Nietzsche decía: «No la vida eterna, sino la eterna vivacidad: eso es lo que importa.»
Una sociedad como la nuestra, que cuenta entre sus víctimas a nuestros mejores
poetas; una sociedad que solo quiere conservarse y durar; una sociedad, en fin,
para la que la conservación y el ahorro son las únicas leyes y que prefiere
renunciar a la vida antes que exponerse al cambio, tiene que condenar a la
poesía, ese despilfarro vital, cuando no puede domesticarla con toda clase de
hipócritas alabanzas. Y la condena, no en nombre de la vida, que es aventura y
cambio, sino en nombre de la máscara de la vida: en nombre del instinto de
conservación. (101)*
Para Octavio Paz, el poeta revela la inocencia
innata del hombre (99) y lo hace en el orden del lenguaje, en el orden
específico, legalizado, sometido a
sus propias reglas, que supone el poema. No es la "palabra", sino el "poema".
Dice Paz, la poesía habla de la inocencia; la religión de la pérdida de la
inocencia.
El personaje de la "coplera" de la
extraordinaria obra de Georg Büchner (1813-1837), Woyzeck, publicada casi cuarenta años después de su muerte, nos dice
lo siguiente desde lo alto de un escenario:
Coplera:
Os voy a contar un cuento. El cuento más viejo que se conoce: el viejo cuento
de la soledad del hombre. Sentaos. «Había una vez..., había una vez un niño
pobre y no tenía padre ni madre. Estaban muertos los dos y no había nadie más
en el mundo. Todo estaba muerto. Y el niño se puso en camino y buscó día y
noche. Y como no había nadie sobre la Tierra, quiso ir al Cielo. Y la Luna lo
miraba con mucho amor. Y cuando después de mucho andar el niño llegó a la Luna,
ésta no era más que un pedazo de madera podrida. Y él entonces fue al Sol. Y
cuando llegó al Sol, éste no era más que un girasol marchito. Y el niño
entonces quiso ir a las estrellas. Y cuando llegó a las estrellas, éstas no
eran más que pequeñas moscas doradas. Y el niño, muy triste, no sabía ya adónde
ir. Y cuando quiso volver a la Tierra, la Tierra era un campo destruido. Y el
niño estaba completamente solo, y se sentó y lloró, y todavía continúa sentado allí,
completamente solo.» (71-72)
Büchner
nos habla del desmoronamiento de los sueños y de la soledad en que queda el
hombre cuando se desvanecen. Paz, por el contrario, nos habla de la necesidad
de encarnar los sueños en la vida. «La poesía sigue siendo la fuerza
capaz de revelar al hombre sus sueños y de invitarlo a vivirlos en pleno día»
(105), nos dice Paz. Vivir los sueños no es distanciarse del mundo, negarlo,
sino, por el contrario, encarnarlo —desde la conciencia— en el poema: «La
poesía, al expresar estos sueños, nos invita a la rebelión, a vivir despiertos
nuestros sueños: a ser no ya los soñadores sino el sueño mismo.»
Georg Büchner |
El cuento de la Coplera, la terrible historia de
cómo se van disolviendo las ilusiones —ópticas y simbólicas— del niño cuando se
acerca, atraído por la promesa de mitigar su soledad, hacia las cosas que ama y
piensa que le aman, tiene una continuación en la escritura, en el hecho mismo
de que podamos escucharlo en nuestra común soledad. Ese niño es todo hombre y,
a la vez, el punto de comienzo de la Poesía. La soledad tomó la forma de
cuento, la forma poética, para volverse sobre sí misma.
Hay poetas que son como ese niño, pero se quedan en
la distancia del mundo —prefieren mantener el amor del Sol— y lo expresan como
ilusión. Otros en cambio, los que fueron más allá, regresaron da la desilusión
y, tras el llanto, dieron forma a su desencanto mediante una poesía que nos
acoge. Unos y otros responden a las necesarias formas de ver el mundo, incluso
a nuestros estados de ánimo cambiantes, movidos por las circunstancias de la
vida. A veces necesitamos consuelo por nacer, como escribió Leopardi, otras
exaltarnos con los gozos del vino o la danza; en otros momentos que nos
recuerden los colores del mundo y en otros que nos silencien los ruidos que lo
empobrecen. Hay Poesía distinta porque somos distintos entre nosotros y dentro
de nosotros mismos.
En estos últimos días he recibido tres libros de
poesía, de tres amigas poetas. Magníficas poetas las tres. Son distintas, como
son distintos su poemas. Me envían en el mundo en el que sueñan y en el que
viven a través de la palabra para que pueda compartirlo. Las tres tienen en
común, como los verdaderos poetas, que, tras el llanto del ser humano ante lo
que le rodea, se levantaron para darle forma y recordarnos que lo que tenemos
ante nosotros es el mundo, que formamos parte de él. Nada más mundano que la
poesía. La poesía es la intersección entre nosotros y el mundo.
Las palabras son lo único que aportamos realmente al
mundo; solo las palabras no se pueden extraer de las montañas o de los mares;
no son los mármoles ni el bronce de las estatuas, ni los pigmentos de nuestros
cuadros. La palabra no se extrae de la tierra, pero queda en ella. Es un recurso inagotable; inteligencia sostenible.
* Octavio
Paz (1983): Las peras del olmo
[1957]. RBA- Seix Barral, Barcelona.
“La palabra no se extrae de la tierra, pero queda en ella. Es un recurso inagotable, inteligencia sostenible… El Creador se hace tal en la Palabra. El Lector se hace Creador en la Palabra. Y la Palabra hace creadores a ambos en la explosión de la Belleza-Verdad.” (Joaquín Mª Aguirre). Habrá de haber lugar para la Poesía si no quieren pueblos y hombres sucumbir.
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