Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Bertrand
Russell, en su obra La educación y el
orden social (1932), como conclusión final del capítulo sexto, titulado
"Aristócratas, demócratas y burócratas", escribió:
La estrechez de la concepción tradicional de
la cultura tiene mucho que ver con el descrédito en que ha caído la cultura en
la opinión pública. La genuina cultura consiste en llegar a ser ciudadano del Universo,
no solo de uno o dos fragmentos arbitrarios del espacio y el tiempo. La
verdadera cultura ayuda al hombre a comprender la sociedad humana como un todo,
a determinar sabiamente los fines que la comunidad debe perseguir, y a considerar
el presente en relación con el pasado y el futuro, La auténtica cultura es por
ello tan valiosa para quienes han de ejercer el poder como la información
detallada. Para hacer que los hombres sean útiles hay que hacer que sean sabios
y parte esencial de la sabiduría es poseer una mentalidad amplia. (109-110)*
Russell
—quien fue un referente entonces y ahora para muchos— se enfrentaba a través de
lo expuesto a las formas reductoras con las se pretende moldear el espíritu
humano para hacerlo más dócil y rentable. La cultura es la vía de acceso a la
resolución de muchos de los problemas que padecemos, pues provienen de nuestra
incapacidad de evaluar las situaciones y, sobre todo, nos hacen más
manipulables. El ideal de Russell, como el de Kant, era el individuo autónomo,
capaz de tomar las decisiones desde su propia independencia de criterio.
La
triple vía de que abre la cultura —convertirnos en ciudadanos del mundo, establecer
metas adecuadas para el conjunto social y establecer el puente entre pasado y
futuro— no es sencilla, evidentemente, y se convierte en un deseo, en un ideal.
Pero es la calidad de nuestros ideales los que nos hacen mejores y prosperar. Comprendiendo
la amplitud y variedad de las culturas, su riqueza, se frenan los nacionalismos
castizos, origen de la mayor parte de los conflictos, raíz de nuestra
incapacidad de ponernos en la mente de los otros y entenderlos para superar los
conflictos. También esa cultura nos ayudará a fijar metas, a tener aspiraciones
amplias y no el simplismo egoísta que hoy padecemos como motivación o estímulo,
la mera competitividad, que es una forma de relativismo maquiavélico camuflado
de doctrinas económicas de eficiencia. Por último, es esencial la comprensión
de la relación entre el pasado y el presente para poder establecer un futuro
deseable, comprender nuestros aciertos y errores, establecer las líneas de
desarrollo hacia un mundo con objetivos de mejora social de todos.
Las ideas de Bertrand Russell nos pueden parecer pueriles, pero es un "ideal", un compromiso con nuestras acciones posibles. Uno de nuestros principales problemas de nuestras sociedades modernas es que han sustituido el ideal por el pragmatismo del presente. El "ideal" ha sido sustituido por el "objetivo". No se comprometen con ideales, sino que se fijan "objetivos". El equilibrio entre lo posible y lo deseable se acaba deshaciendo en favor de lo primero. Las metas se van haciendo más pequeñas para poderse cumplir y finalmente se hace el balance del cumplimiento.
El
papel de la Cultura no es venderse o convertirse en mero espectáculo, como
ocurre hoy en día. Basta con ver las secciones de los periódicos rotuladas como
"cultura" para comprender las inmensas distancias que separan las dos
mentalidades, la ilustrada —que ve en la cultura una forma de emancipación— y
la actual, que ve la cultura como una mercancía que genera beneficios o es
abandonada. Se ha pasado de una cultura beneficiosa a una cultura del
beneficio.
Nuestro
mismo sistema educativo no produce "cultura", ni tan siquiera
favorece su acceso a ella. Se limita a fijar esos objetivos que han de cumplir
los individuos que pasan por el sistema para certificar que los han cumplido.
No está el ideal de la sabiduría en nuestras escuelas o universidades, sino los
del ajuste de la persona a los requisitos que el sistema demanda. No se busca
la autonomía, sino la dependencia de la pieza respecto al conjunto. Nuestro
sistema es anti ilustrado, por eso acaba usando la cultura como mercancía y
como forma de fijación de distancias sociales.
Russell
no estaba en contra de la enseñanza "útil", práctica. Pero lo que
debe definir a la verdadera educación no es la "utilidad", que es
circunstancial, sino lo esencial, que es la persona. Por eso, la "sabiduría"
de la que habla no es la de los privilegiados, sino la saludable aspiración de
todo el que se acerca a la cultura para seguir su propia evolución. El ser
humano evoluciona descubriendo y descubriéndose. La curiosidad está repartida
por toda la Naturaleza, pero la curiosidad sobre nosotros mismos es privativa
de lo humano. Por eso indagar en la cultura es echar luz sobre nosotros, madurar, progresar como personas disolviendo barreras, eliminando prejuicios.
La
verdadera cultura, nos ha dicho Russell, consiste en llegar a ser "ciudadano
del universo"; es un proceso de maduración por integración, mediante el
cual lo confuso del mundo y de nosotros mismo en él va adquiriendo sentido,
como lo van tomando nuestras acciones por el mismo efecto. La verdadera cultura
—no el entretenimiento, el espectáculo o la mercancía— nos hace más responsables,
más conscientes, no más egoístas.
Mediante la cultura se va completando el rompecabezas que somos. Nunca llegaremos a completarlo y siempre seremos un misterio para nosotros mismos, abiertos a lo incierto que nos llega del mundo. Es la garantía contra los visionarios y los inútiles, especies que comparten su gusto por la simplificación. Ambas profundamente incultas, locales y estridentes.
Los pueblos cultos eligen mejor a sus dirigentes; los dirigentes cultos dirigen mejor a sus pueblos. Cuando ambos son cultos, eligen mejor sus metas.
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