Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En RTVE
nos dicen que nos estamos insensibilizando ante las muertes por la pandemia del
Coronavirus. Se reduce el número de contagios y también caen las cifras de la
incidencia acumulada, pero no decae la de muertos. Les preguntan a expertos,
sociólogos y personas especializadas en las emociones. Dicen que a lo mejor los
medios no nos han dado muchas imágenes del duelo. Según esto, necesitamos estar
más cerca y más intensamente para resolver nuestro problema de anestesia
social.
Está
bien que alguien se preocupe por los muertos y las muertes, que son casos
reales, con nombres y apellidos, con historias detrás y dolor repartido entre
los que quedan, los que les sobreviven.
Por un
lado, hay una especie de discurso triunfalista que nos indica cada día cómo se
reducen las cifras, pero las que no se reducen se barren debajo de la alfombra.
Pronto nos serán tan indiferentes, como los accidentes de los fines de semana,
un datos que se repite porque hay "fines de semana" y no se pueden
evitar. Mediante una operación retórica, el muerto se sustituye por el amasijo
en que quedan convertidos los coches. El resto lo debe poner nuestra
imaginación hasta que, falta de ideas o saturada, deja de hacerlo.
Pero
las muertes del COVID son distintas en muchos sentidos. Los accidentes de fin
de semana suelen ser jóvenes que pagan así excesos de eso que seguimos llamando
"ocio", en sus diversas variantes, regladas y no regladas. No deja de
ser interesante, por no decir otra cosa, la rivalidad establecida entre el ocio
informal y formal, donde este último argumenta en dos líneas, la primera es la
del agravio comparativo (ellos están cerrados, mientras los botellones no se
limitan o se hace menos; las disoluciones, nos dicen, son sobre las 2 de la
mañana); la segunda línea, por el contrario, es la paternalista: ellos van a
cuidar mejor que se cumplan las reglas, cosa que los botellones, desestructurados,
no hacen. Estas formas de discusión dicen mucho de nuestra forma de vida, de
vivirla y de entenderla, de valorarla.
Creo
que he mencionado en alguna ocasión el término "nihilismo" para
referirme a una forma de vida, a una enfermedad moral que nos acecha
periódicamente. Es una suerte de indiferencia ante la muerte porque se es
también indiferente ante la vida. Toda esta vaciedad rentabilizada que discurre
frente a nosotros es el resultado de sustituir la vida interior por la
exterior, el pensamiento por el ruido y la alegría de vivir por el jolgorio.
Esto se
intensifica más cuando la muerte deja de ser existencial y se convierte es espectáculo,
en cifras estadísticas, etc., que son las formas de reescribirlas para hacerlas
asimilables o, si se prefiere, olvidables.
Vivimos
en una sociedad quebrada, en la que una parte es consciente de las cosas y la
otra, por el contrario, prefiere no
serlo, dejarse llevar y no pensarla, quizá porque esta ya no tiene mucho que
ofrecer. Más que una ceguera es quizá
una transformación, una reescritura que permite vivir al margen.
¿Quién
puede desconocer los muertos que producen la pandemia o el tráfico? Pero sí es
posible reescribir estos fenómenos y hacerlo mediante la combinación y control
de diversas reacciones emocionales. Me
extrañó inicialmente que se consultara a un especialista en emociones en el
reportaje de RTVE sobre cómo ignoramos a los muertos. Muchas sociedades han
tenido que ocultar su dolor para poder seguir viviendo, pero esto es otra cosa,
ya que es la esencia misma de los que es vivir lo que se ha modificado.
Es un mundo vacío en el que puedes arriesgar tu vida y la de los demás en una curva o contagiando a otros en una residencia o un hospital y bailando en un local o en un botellón a plena calle.
Las
muertes son lo más destructivo de esta pandemia, sí, pero, desde el punto de visto
moral, la destrucción mayor es precisamente el desprecio a la muerte del
otro, al sufrimiento causado.
En este
sentido, son significativas las declaraciones de los antivacunas que descubren
que van a morir en un hospital después de haber arriesgado la vida de otros o
contagiado a demás gente. ¿Cómo se puede vivir con una responsabilidad de este
tipo? Intentan lavar su conciencia o son sus propios familiares los que lo intentan tratando de paliar el dolor y buscando algo de compasión.
Recuerdo,
el año pasado una conversación con una persona que, antes que se cerrara todo en
marzo, decidió salir al extranjero a ver a su pareja que hacía varios meses que
no veía. Cuando regresó, me dijo que tendría que vivir con la responsabilidad
de haber contagiado, sin saberlo, a varias personas. Me acuerdo muchas veces
del caso. Otros habrán contagiado a familiares o amigos, quizá con muertes de
por medio.
Creo
que se ha establecido un nuevo pacto social tácito entre este grupo de
negacionistas del sentido: Yo te puedo contagiar y tú me puedes contagiar, pero
no vamos a reprocharnos nada porque es preferible asumir el riesgo que dejar
esta vida que llevamos. Solo eso significa ese control colectivo del miedo a través del agrupamiento.
Me
sigue produciendo una enorme tristeza, un sentido de fracaso social, ver este
mundo trivial que hemos hecho en el que muchos sacrifican su vida antes que
dejar de ir a cualquier evento social, a cualquier fiesta intranscendente. Me resulta increíble
que el maquillaje sea excusa para no ponerse una mascarilla o cualquier otra
circunstancia similar. Sencillamente, no lo entiendo.
Sé que
fenómenos de este tipo —esta forma de relativismo moral irresponsable— se han
producido en determinados momentos de la historia. Son instantes de egoísmo en los que el mundo
gira a mi alrededor, como un espectáculo percibido desde un tiovivo que gira
cada vez a más velocidad. Solo soy consciente del giro y del desplazamiento del peso de mi cuerpo, que parece alejarse de mí.
Creo que esta pandemia está dividiendo el mundo en dos, más allá de las divisiones tradicionales y que se revelan insuficientes. Quizá ya todo estaba ahí, esa diferencia, pero había algo que nos la ocultaba. Ahora, en cambio, se nos muestra en toda su crueldad. Es la marca de la indiferencia.
Hay muchos tipos de indiferencia, no solo la de los festejos irresponsables. También está esa otra indiferencia que consiste en tratar de ganar dinero aprovechándose de la necesidad, algo que va de la luz a que se vayan a comprar mascarillas o test a Portugal, donde los precios son hasta diez veces menores, porque aquí alguien ha visto oportunidad de negocios en ello. Sí, se puede ser indiferente de muchas formas, algunas incluso con supuesto prestigio.
Veo que son muchos los que han percibido esta indiferencia y lo han ido manifestando en este tiempo, un tiempo crucial, revelador de nuestros límites, de lo mejor y lo peor ante nuestros propios ojos. No hay nada más destructivo que la indiferencia; la sensación que produce no es tranquilidad, sino abandono de uno mismo y de los demás. Es un separarse en una aparente continuidad, creando una falsa comunidad de personas solas interesadas solo en impedir que se note.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.