domingo, 5 de septiembre de 2021

La indiferencia

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)



En RTVE nos dicen que nos estamos insensibilizando ante las muertes por la pandemia del Coronavirus. Se reduce el número de contagios y también caen las cifras de la incidencia acumulada, pero no decae la de muertos. Les preguntan a expertos, sociólogos y personas especializadas en las emociones. Dicen que a lo mejor los medios no nos han dado muchas imágenes del duelo. Según esto, necesitamos estar más cerca y más intensamente para resolver nuestro problema de anestesia social.

Está bien que alguien se preocupe por los muertos y las muertes, que son casos reales, con nombres y apellidos, con historias detrás y dolor repartido entre los que quedan, los que les sobreviven.

Por un lado, hay una especie de discurso triunfalista que nos indica cada día cómo se reducen las cifras, pero las que no se reducen se barren debajo de la alfombra. Pronto nos serán tan indiferentes, como los accidentes de los fines de semana, un datos que se repite porque hay "fines de semana" y no se pueden evitar. Mediante una operación retórica, el muerto se sustituye por el amasijo en que quedan convertidos los coches. El resto lo debe poner nuestra imaginación hasta que, falta de ideas o saturada, deja de hacerlo.

Pero las muertes del COVID son distintas en muchos sentidos. Los accidentes de fin de semana suelen ser jóvenes que pagan así excesos de eso que seguimos llamando "ocio", en sus diversas variantes, regladas y no regladas. No deja de ser interesante, por no decir otra cosa, la rivalidad establecida entre el ocio informal y formal, donde este último argumenta en dos líneas, la primera es la del agravio comparativo (ellos están cerrados, mientras los botellones no se limitan o se hace menos; las disoluciones, nos dicen, son sobre las 2 de la mañana); la segunda línea, por el contrario, es la paternalista: ellos van a cuidar mejor que se cumplan las reglas, cosa que los botellones, desestructurados, no hacen. Estas formas de discusión dicen mucho de nuestra forma de vida, de vivirla y de entenderla, de valorarla.



Creo que he mencionado en alguna ocasión el término "nihilismo" para referirme a una forma de vida, a una enfermedad moral que nos acecha periódicamente. Es una suerte de indiferencia ante la muerte porque se es también indiferente ante la vida. Toda esta vaciedad rentabilizada que discurre frente a nosotros es el resultado de sustituir la vida interior por la exterior, el pensamiento por el ruido y la alegría de vivir por el jolgorio.

Esto se intensifica más cuando la muerte deja de ser existencial y se convierte es espectáculo, en cifras estadísticas, etc., que son las formas de reescribirlas para hacerlas asimilables o, si se prefiere, olvidables.

Vivimos en una sociedad quebrada, en la que una parte es consciente de las cosas y la otra, por el contrario, prefiere no serlo, dejarse llevar y no pensarla, quizá porque esta ya no tiene mucho que ofrecer.  Más que una ceguera es quizá una transformación, una reescritura que permite vivir al margen.

¿Quién puede desconocer los muertos que producen la pandemia o el tráfico? Pero sí es posible reescribir estos fenómenos y hacerlo mediante la combinación y control de diversas  reacciones emocionales. Me extrañó inicialmente que se consultara a un especialista en emociones en el reportaje de RTVE sobre cómo ignoramos a los muertos. Muchas sociedades han tenido que ocultar su dolor para poder seguir viviendo, pero esto es otra cosa, ya que es la esencia misma de los que es vivir lo que se ha modificado.

Es un mundo vacío en el que puedes arriesgar tu vida y la de los demás en una curva o contagiando a otros en una residencia o un hospital y bailando en un local o en un botellón a plena calle.



Las muertes son lo más destructivo de esta pandemia, sí, pero, desde el punto de visto moral, la destrucción mayor es precisamente el desprecio a la muerte del otro, al sufrimiento causado.

En este sentido, son significativas las declaraciones de los antivacunas que descubren que van a morir en un hospital después de haber arriesgado la vida de otros o contagiado a demás gente. ¿Cómo se puede vivir con una responsabilidad de este tipo? Intentan lavar su conciencia o son sus propios familiares los que lo intentan tratando de paliar el dolor y buscando algo de compasión. 

Recuerdo, el año pasado una conversación con una persona que, antes que se cerrara todo en marzo, decidió salir al extranjero a ver a su pareja que hacía varios meses que no veía. Cuando regresó, me dijo que tendría que vivir con la responsabilidad de haber contagiado, sin saberlo, a varias personas. Me acuerdo muchas veces del caso. Otros habrán contagiado a familiares o amigos, quizá con muertes de por medio.

Creo que se ha establecido un nuevo pacto social tácito entre este grupo de negacionistas del sentido: Yo te puedo contagiar y tú me puedes contagiar, pero no vamos a reprocharnos nada porque es preferible asumir el riesgo que dejar esta vida que llevamos. Solo eso significa ese control colectivo del miedo a través del agrupamiento.

Me sigue produciendo una enorme tristeza, un sentido de fracaso social, ver este mundo trivial que hemos hecho en el que muchos sacrifican su vida antes que dejar de ir a cualquier evento social, a cualquier fiesta intranscendente. Me resulta increíble que el maquillaje sea excusa para no ponerse una mascarilla o cualquier otra circunstancia similar. Sencillamente, no lo entiendo.

Sé que fenómenos de este tipo —esta forma de relativismo moral irresponsable— se han producido en determinados momentos de la historia. Son instantes de egoísmo en los que el mundo gira a mi alrededor, como un espectáculo percibido desde un tiovivo que gira cada vez a más velocidad. Solo soy consciente del giro y del desplazamiento del peso de mi cuerpo, que parece alejarse de mí.



¿Nos hemos acostumbrado a la muerte, a los muertos?, se preguntan los expertos en el reportaje. Puede que valoremos tan poco nuestras propias vidas, que las de los demás nos parezcan meros figurantes del mundo, figuras de relleno en nuestra película vital, puestos ahí para nuestra diversión.

Creo que esta pandemia está dividiendo el mundo en dos, más allá de las divisiones tradicionales y que se revelan insuficientes. Quizá ya todo estaba ahí, esa diferencia, pero había algo que nos la ocultaba. Ahora, en cambio, se nos muestra en toda su crueldad. Es la marca de la indiferencia.

Hay muchos tipos de indiferencia, no solo la de los festejos irresponsables. También está esa otra indiferencia que consiste en tratar de ganar dinero aprovechándose de la necesidad, algo que va de la luz a que se vayan a comprar mascarillas o test a Portugal, donde los precios son hasta diez veces menores, porque aquí alguien ha visto oportunidad de negocios en ello. Sí, se puede ser indiferente de muchas formas, algunas incluso con supuesto prestigio. 

Veo que son muchos los que han percibido esta indiferencia y lo han ido manifestando en este tiempo, un tiempo crucial, revelador de nuestros límites, de lo mejor y lo peor ante nuestros propios ojos. No hay nada más destructivo que la indiferencia; la sensación que produce no es tranquilidad, sino abandono de uno mismo y de los demás. Es un separarse en una aparente continuidad, creando una falsa comunidad de personas solas interesadas solo en impedir que se note.




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