Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En Euronews
entrevistan a un ciudadano francés que vive enfrente de donde se ha producido la
toma de los rehenes del supermercado de comida judía. Ha asistido desde allí al
asalto por la Policía, al descubrimiento de cuatro cadáveres entre los
retenidos y a la muerte del terrorista abalanzándose contra las fuerzas de
seguridad. El hombre ha visto todo esto desde su ventana. La cámara le muestra
mirando por esa inesperada atalaya desde la que ha sido testigo horrorizado de
lo ocurrido. Es un hombre mayor, probablemente un jubilado que habrá tenido una
vida tranquila durante décadas, salpicada quizás —como todas las vidas— por sus
propias disonancias, menudencias probablemente ante lo que acaba de ocurrir
ante sus ojos.
Ya
sentado en su sofá, terminados los sucesos trágicos, se hace la pregunta que
otros se hacen: "¿cómo es posible que una personas nacidas en Francia,
criadas en Francia hayan acumulado tanto odio contra Francia?". No pretende
ninguna contestación; es más bien una reflexión en voz alta, un eco colectivo
que ha resonado y resonará en las mentes de muchos ciudadanos franceses. A
través de él simplemente se hace manifiesta la pregunta. Él, desfondado, no
aspira a responderla. Es una pregunta "límite"; abre un territorio
insondable.
Es
también la pregunta que se hicieron y hacen los británicos ante casos similares
o los norteamericanos, alemanes, holandeses o nosotros cuando vemos a esos
degolladores que se nos dice han sido criados en nuestras ciudades, en nuestras
escuelas, atendidos en nuestros hospitales, transitado en nuestros medios
públicos, bailado en las discotecas, visto los mismos programas de televisión, sentado
en los mismos parques, etc.
Tampoco
ellos han sido capaces de responderla. Nadie lo ha hecho ni nadie lo hará.
Usamos términos metafóricos tomados de la medicina, como el
"contagio", o de otros campos para verbalizarlo, pero somos
conscientes de que no explican nada. Nos quejábamos aquí, cuando se produjo el
caso de Sidney y algún otro posterior, del uso del término
"perturbado" o "desequilibrado" para referirse a los
terroristas. Preferimos recurrir a la metáfora del "enfermo" porque
no logramos entender que quienes viven "entre nosotros" se vuelvan
como "ellos", lo que nos lleva de nuevo a la pregunta inicial sin
respuesta.
No, no
tenemos un respuesta "clara y distinta", como la que quisiera un
Descartes, cualquier espíritu racionalista y metódico, porque aquí no se trata
de análisis, de separaciones de elementos, sino de complejidades caóticas, de
interacciones, de acciones y reacciones que se canalizan en un momento de la
vida, como los arroyos que bajan de las montañas acaban juntándose en algún
momento dando lugar a la nítida y poderosa corriente. Cuando la pregunta se hace es porque ya es demasiado tarde.
Se
intenta el "retrato del terrorista adolescente" como si se tratara de
explorar la génesis del artista joyceano. Pero eso necesita de unas memorias
explicativas que la muerte nos sustrae. Estamos huérfanos de autobiografías de
terroristas, un género peligroso y contaminante que nadie está dispuesto a
promocionar. De poco valen las biografías exteriores, llenas de testimonios de
personas que dicen que era un buen chico
hasta que empezó a frecuentar malas compañías. Todo forma parte de una
cadena que se pierde en lugares "exóticos", como ahora Yemen,
espacios en los que todo es posible, lugares alquímicos en los que se produce
la transformación mágica, la venta del alma al diablo desde nuestra perspectiva
o su recuperación desde la del futuro criminal.
Si
leyéramos las primeras palabras del Look
homeward, Angel, de Thomas Wolfe, sabríamos que todo se remonta más allá de
nuestra comprensión, que no hay itinerarios en la vida que se puedan seguir con
el dedo sobre un plano, que muchas veces no son explicables ni para el propio
sujeto de la transformación, que comienza a ver su propia vida pasada, la que
puede que viviera satisfecho, como absurda.
Each of us is all the sums he has not counted:
subtract us into nakedness and night again, and you shall see begin in Crete
four thousand years ago the love that ended yesterday in Texas.
The seed of our destruction will blossom in the
desert, the alexin of our cure grows by a mountain rock, and our lives are
haunted by a Georgia slattern, because a London cut-purse went unhung. Each moment is the fruit of forty thousand
years. The minute-winning days, like
flies, buzz home to death, and every moment is a window on all time.
Venenos y antídotos pueden estar mal etiquetados en la vida real
y los que algunos corren a usar puede tener contraindicaciones, hacernos más mal que bien. La omnisciencia de los
narradores no es más que una ilusión con la que nos engañamos como lectores
para creer que hay una mente analítica capaz
de explicarlo todo, de entenderlo todo. Eso no existe; es una ficción, un mito
en una sociedad ciega que racionaliza sus propios miedos convirtiéndolos en
discursos tranquilizadores. "Francia respira aliviada por la muerte de los
yihadistas", proclaman los titulares. La pena de muerte lo arreglará,
clama Marine Le Pen con las banderas de la República detrás. Los aspirantes a
Dios sí existen.
Los
terroristas también tienen sus propias ficciones. Son las que viven cuando se
lanzan a una aventura con un final claro: la muerte. Ellos lo saben todo, son poseedores de una verdad que a los demás se nos escapa, incomprensible. Vivimos en un
universo de preguntas sin contestar, mientras que ellos viven en un universo de
respuestas desfasadas a preguntas inexistentes. Ellos, al contrario que el
ciudadano que quedó en el sofá, ya no se preguntan nada. El fanatismo proviene
de una férrea creencia en el destino.
En Euronews, de nuevo, una periodista se
enfrenta a un experto en contraterrorismo, según el rótulo de la pantalla. El
diálogo se muestra absurdo tras las primeras preguntas. El experto tiene respuestas para todo, justifica todos
los fallos en cadena: que estén en la calle, la posesión de las armas, los
viajes. Sus respuestas no son a por qué ocurren las cosas, sino a porqué no se
han impedido. La culpa la tienen, dice, los ciudadanos que quieren vivir
seguros y nos les gusta que les vigilen; la culpa es de los que no les dan más
dinero, más personal, más medios legales; la culpa es de los países corruptos europeos por los que pasan las armas con la connivencia de la policía. La periodista comprende pronto que las respuestsa del experto son extensibles hasta el infinito. Siempre que ocurra algo, se dirá
lo mismo, aunque les den más medios, más dinero, más instrumentos legales para
la vigilancia. Si había dos, harían falta cuatro; si había cuatro, seis. Por esa vía no se avanza mucho. El experto no tiene respuestas, solo quejas.
Europa
está inquieta. Lo está porque las preguntas que se hacen sobre las semillas de
la destrucción, por usar la expresión de Wolfe, no llevan a ninguna parte. Crecemos
entre ficciones tranquilizadoras y el día que descubrimos que la cuna del hombre se mece con cuentos,
comenzamos a angustiarnos. El mundo no es como nos gusta que sea, sino un
conjunto caótico de imperfecciones para el que no hay siempre respuestas.
La
verdadera cuestión no es tanto aquello que es demasiado tarde para saber o que
será distinto cada vez, sino que ocurre en
nuestra cabeza. Esa es la clave, no sea que por preguntarnos qué piensan ellos, dejemos de percibir que nosotros
también hemos dejado de pensar como debíamos y que alguien, en el futuro, se
tenga que preguntar por qué cambiamos, por qué dejamos de pensar como lo hacíamos, que alguien tenga que preguntarse dónde se sembraron las semillas de nuestra destrucción interior.
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