Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En
estos días se acumulan las reflexiones sobre la libertad de expresión y sus
límites. Se hace desde perspectivas muy diferentes y en contextos que
difícilmente pueden ser equiparables, por lo que se parece mucho a un diálogo
de sordos. Los hechos parecen demostrarnos cada día un problema de fondo: lo
que antes eran esferas separadas, mundos paralelos, son ahora un escenario
común en el que se representan distintas obras. Todos estamos sobre las mismas
tablas, con libretos diferentes. El resultado es esta cacofonía sangrienta,
este estado de máxima irritabilidad donde lo que escuchamos de los otros no nos
gusta.
Esta
nueva pequeñez del mundo tiene su primer efecto en lo que llamaremos el problema del tabique fino, es decir, la
vecindad obligada por nuestra proximidad y la intensidad de las relaciones
internacionales. El mundo se ha hecho pequeño por las comunicaciones nos
convierten a todos en miembros de un mismo auditorio y se ha hecho también
pequeño por las facilidades de movimiento que hacen que cada país contenga en
su interior parte de otras comunidades culturales. Comunicación, migración y
transporte fácil crean en su conjunto una situación de vecindad permanente que
es difícil de obviar cuando se producen conflictos.
La
rapidez con la que viajan las comunicaciones no es la velocidad con la que se
transforman las mentalidades, que lejos de hacerse convergentes en el diálogo
se pueden radicalizar en las fricciones. El diálogo
es menos intenso que la discusión,
por decirlo así. O al menos las discusiones se realiza en un tono más alto y
estridente.
Para
muchos, este contacto de las culturas es un problema en sí mismo. La
universalidad que hemos otorgado a los Derechos Humanos está lejos de ser
verdaderamente "universal". Surgen y sirven para defender unos
ideales en un contexto determinado. Y surgen, evidentemente, porque son necesarios, por la existencia de un
déficit.
Es de
nuevo evidente que no se aplican los mismos parámetros para medir los efectos
de las mismas acciones. Cuando el mundo era grande,
esto carecía de importancia porque las distancias físicas y comunicativas
atenuaban las reacciones. En el mundo era posible lo exótico y no se pensaba que las diferencias culturales fueran
trascendentales, sino lógicas diferencias producto de la distancia y de las
diferentes velocidades de la Historia. Hasta hace poco, muchos viajaban
buscando las diferencias y los que los acogían los veían las más de las veces
como curiosidades. No se percibía como una agresión
la diferencia, sino como una producción de la Historia.
Ejemplo de mala titulación "totalitaria" |
Pero
nuestra percepción ha cambiado y hoy consideramos que la globalización
comunicativa y móvil nos encamina hacia una convergencia igualitaria. Han aumentado
los contactos de todo tipo (económicos, culturales, militares, etc.) y la gente
ya no vive en sistemas cerrados a menos que se intenten bloquear, como ya hacen
algunos países, que no están dispuestos a ser contaminados desde el exterior. Los organismos internacionales
plantean exigencias a los países de respetos de los estándares internacionales,
como los Derechos Humanos. La movilidad y la comunicación permiten las comparaciones y las percepciones de las
diferencias existentes entre los sistemas políticos y culturales. Y eso ha
abierto brechas internas y provocado fricciones externas.
Las
personas que se manifiestan violentamente, quemando banderas y demandando
venganza por la publicación de unas caricaturas, enjuician el mundo desde una
perspectiva específica. Los que realizan las caricaturas no tienen en mente que
sus destinatarios sean esas personas que no comparten sus criterios sobre el
humor y los temas sobre los que se ejerce.
El
debate sobre los límites de la libertad de expresión no tiene demasiado sentido
en este contexto de distancias perceptivas y diferencias de valores. Se ha
conseguido que una publicación de 60.000 ejemplares salga a la calle con cinco
millones no porque haya un interés específico en la representación burlesca de
Mahoma, algo que no importa al 99% de sus lectores, sino porque se ha sentido
que una parte del mundo trata de imponer a la otra su forma de pensar y sus
límites. Al no haber concordancia en los límites, se produce una
retroalimentación, con lo que se llega a una espiral. La publicación se reafirma en su libertad y el otro lo
percibe como una insistencia en la ofensa.
Lo que
los millones de personas han salido a defender a la calle no es la gracia mayor o menor de unos chistes
determinados. Mucha gente no comparte ese sentido del humor, por eso la revista
tenía 60.000 ejemplares de tirada y no cinco millones, como ahora. La gente que
ha hecho cola para conseguirla estaba mostrando su apoyo a su propio sistema de
libertad y, especialmente creo, a la forma de resolver conflictos.
El
debate sobre la libertad de expresión y sus límites es claro. Sobre todo lo es
en su forma de resolver los inevitables conflictos que se plantean con
frecuencia. Toda libertad tendrá sus límites, pero tiene sobre todo su forma de establecerlos. Nuestro sistema no depende de
las iras populares, sino de los
jueces, que es ante quienes se debe reclamar si alguien se considera injuriado
y quienes deben establecer las acciones que se han de tomar. Pero esas "iras
populares", a su vez, van encabezadas muchas por clérigos que ejercen en
su sistema el papel de jueces y a quienes se sigue en sus fatwas. Nos es ajeno ya el sistema de lanzar proclamas pidiendo venganza y prometiendo el paraíso a los
que maten a los blasfemos. Lo abandonamos hace ya algunos siglos y no es
compatible con nuestro sistema de pensamiento actual. Consideramos un peligro a
las personas fanáticas que quieren hacerlo y las llevamos ante los tribunales
para que los jueces dictaminen.
He
leído muchos artículos publicados en medios árabes conteniendo razones
genéricas sobre la libertad de expresión. La mayoría condena los ataques, pero algunos
contienen justificaciones implícitas por
las ofensas a Mahoma y a la religión,
algo que —dicen— les hace sentirse ofendidos
como musulmanes. "El profeta", señalan, "es una línea
roja". No entienden el sistema
retórico que lleva a personalizar
en Mahoma lo que muchos de ellos, en cambio, consideran que es una perversión radical
de sus doctrinas. No entienden que "Mahoma" sea representado,
primero, y mal interpretado, después. "Occidente", dicen, identifica
a "Mahoma" con los "integristas" y los "terroristas",
algo que no entienden y les parece un gran error perceptivo y un insulto
indiscriminado, que afecta al musulmán que no se mete con nadie.
Además,
piensan muchos, eso da alas a los más radicales, que les ponen entre la espada
y la pared acusándolos de "malos musulmanes" si no protestan también.
El caso, piensan, ayuda realmente a que los más radicalizados se pongan al
frente de cada vez más gente, a las que les resulta más fácil enganchar y
manipular. Eso no ocurre solo en lugares atrasados, en montañas y valles
perdidos, en lugares remotos, sino en gente formada en escuelas de Francia o
Inglaterra, de Bélgica o Alemania. Esto último nos resulta incomprensible y
todavía se está procesando para tratar de asimilarlo.
Pero
esto es solo una parte del problema. Podría tratarse solo de la cuestión de la
"representación gráfica del profeta", pero no es así. La
radicalización de una parte del mundo islámico es evidente —Al Qaeda y el
Estado Islámico, Boko Haram, etc. no son invenciones—y la padecen ellos los
primeros. Por cada occidental muerto hay miles de musulmanes que han caído en
sus propias tierras víctimas de la intransigencia radical. A muchos de esos
muertos tampoco les hacía gracia la cuestión de las caricaturas, que no es un
indicador de radicalismo, sino una
tradición cultural propia.
Tampoco
es cierto que "el profeta sea una línea roja". Aquí mismo traemos con
frecuencia las detenciones y condenas a largas penas de "ateos", que
no se han metido con "Mahoma" sino que sencillamente no tienen
ninguna creencia y sostienen su derecho a seguir así. Aquí no hay ofensa a
nadie, sino un derecho a la libertad de conciencia. Pero eso también parece ser
otra "línea roja".
De la
misma forma que lo hemos criticado, hemos sido rotundos con los que han usado los
ataques a las religiones como mera provocación, como el caso del reverendo Jones,
un tarado con ganas de notoriedad que hizo un
juicio al Corán y quemó ejemplares. Hace ya algunos años escribimos una
entrada del blog titulada "Sobre el respeto y la burla". Recogía las
palabras de una antigua alumna que pedía simplemente que no se burlaran de su
religión. Me parece razonable distinguir entre el humor y la crítica y la burla, que lleva una intención diferente,
por un lado, y más si se hace extensiva a un conjunto de personas que no son
responsables de lo que hacen otros. Decía —y lo sigo pensando— que se pueden
ejercer todas las críticas a lo que consideramos negativo sin llegar a la burla, que afecta a personas que no se
sienten responsables de los motivos que se alegan para realizarla. Piden que no
se identifique sus creencias con otras que ellos mismos consideran aberrantes.
Unos
días antes de la matanza de la revista francesa publicamos un texto señalando
que "el humor viaja mal", tratando de señalar las grandes diferencias
culturales que se dan en su interpretación y valoración. Lo hicimos igualmente
cuando apareció la nueva portada de Charlie Hebdo, señalando que era
"incomprensible" en términos interculturales. Que lo que a muchos les
parecía un gesto de "paz" que intentaba distanciar a Mahoma de los
extremistas, sería malinterpretado como una nueva ofensa. Así ha sido.
La
petición de la Universidad de Al-Azhar de que se "ignoraran" las
nuevas caricaturas no ha sido la tónica general, sino que se ha utilizado por
algunos para echar gasolina al fuego antioccidental para rentabilizar la
irritación.
Volvemos
de nuevo a la idea de diálogo imposible del principio. ¿Es imposible el
diálogo? Lo primero es que "diálogo" es solo una metáfora; nadie está
"dialogando". Solo se está usando la "imagen estereotípica"
del otro para reafirmar las ideas propias. El radicalismo islámico está
encantado con que sigan saliendo este tipo de caricaturas, cuantas más mejor.
Son la mejor propaganda para ellos; les permite convertirse en abanderados de
la religión, en defensores del profeta. Además tiene un efecto secundario: los
moderados se ven desbordados por las presiones que les llegan desde las
agitadas calles y se ven obligados a radicalizarse para evitar ser acusados de
cómplices de blasfemos o de apóstatas. Eso hace que quien realmente salga
fortalecido sean los radicales, que ganan terreno. Se le ha dado sentido a su cruzada y les ha quitado argumentos a
sus enemigos.
Un
elemento que se vive como un agravio surge de la pregunta de por qué en
Occidente se penaliza al que duda del holocausto judío y se condena el
antisemitismo y no se hace lo mismo con los que atacan la religión islámica. Es una buena pregunta, pero es una
pregunta mal formulada. Distinguimos las críticas de lo que es el
enaltecimiento del odio y la muerte. Por eso se ha sido firme en la condena de
la "islamofobia", que sería el equivalente al
"antisemitismo". Podemos criticar o ensalzar una religión, pero no
está permitido ensalzar una matanza
de millones de personas, ni se admite justificación alguna que siembre el odio
o niegue los hechos y trate de crear el contexto para que se repitan.
Recogimos
aquí hace tiempo, la reacción de las autoridades de las escuelas de la ONU en
Gaza cuando se intentaba manipular los libros escolares de historia negando el
holocausto judío. Los responsable de las escuelas reaccionaron inmediatamente
porque no estaban dispuestos a que en sus aulas se alentara el odio negando la
muerte de millones de personas.
La
misma manifestación de autoridades en París se ha percibido de forma diversa y
preocupada por muchos. La asistencia de figuras políticas —las califiqué como con poco pedigrí en la defensa de la
libertad de expresión para estar allí— como Recep Tayyip Erdogan y otros que encarcelan
periodistas se ha percibido como una burla siniestra por parte de los que
luchan en sus países para tener verdadera libertad de expresión. Verlos ahora
del brazo de otros líderes mundiales, recibiendo el aplauso del público al
pasar, ha debido sentar muy mal en algunas cárceles pobladas de periodistas y discrepantes.
También ese mensaje se ha enviado mal y François Hollande, como organizador, ha
pecado de ingenuo al llevar del brazo a dictadores con delirios de grandeza
democrática. Hay que tener cuidado con estas cosas porque el rendimiento que le
pueden sacar algunos es muy grande. Vivimos en un mundo de signos y todo
símbolo es manipulable.
En lo
que hay que trabajar es en evitar los malentendidos. Es sorprendente que en una
época de globalización, de informaciones que cubre la totalidad del globo en
segundos, sin embargo, se cometan los enormes errores que dificultan la
comunicación intercultural. Necesitamos comprender más las culturas de las que
hablamos con un desconocimiento profundo y una ligereza mayor.
Sabemos
distinguir un "nazi" de un "alemán" y eso ha permitido
reconstruir Europa y convivir. Cuando se representa a Angela Merkel, por
ejemplo, como un "nazi", como es frecuente en caricaturas y pancartas
callejeras, estamos retrocediendo en nuestra visión del mundo y estamos
insultado injustamente a muchos alemanes, a los que no le hará gracia la
comparación. A algunos les parecerá "gracioso"; a otros muchos no.
Estamos
empezando a distinguir "islam" de "islamismo". Estamos
obligados a evitar caer en los estereotipos, que funcionan en ambos sentidos.
Para los fundamentalistas islámicos, "Charlie Hebdo" es
"Occidente", porque así quieren que sea, como los inocentes clientes
franceses de un supermercado judío son "Israel" para ellos. Matar no
requiere más que esa ampliación del contenido de la metáfora, cambios en el
significado de las palabras. Podemos pasar del "nazi" a
"Alemania", del "terrorista fundamentalista" al
"árabe"; de "judío" al "sionista". Son
operaciones retóricas en las que incluimos más de la cuenta y cuyos resultados
son imprevisibles. O, desgraciadamente, demasiado previsibles. Llamar a las
cosas por su nombre y saber qué significan esos nombres es un primer paso. Los
radicalismos buscan, por el contrario, ampliar los sentidos para aplicarlos al
mayor número de personas y rentabilizar así sus odios y prejuicios.
La gran
mayoría de las personas apuestan por la convivencia y quieren vivir en paz.
Pero los intereses para que esta no se produzca son también grandes. Hay que tener mucho cuidado porque las primeras víctimas que van cayendo en los países árabes son aquellos que abogan por el diálogo y la convivencia. Ellos son el primero objetivo y el más indefenso.
Cada
oportunidad que se da a los radicales es un retroceso en la convivencia de
todos, pues todos pasamos a estar en esas "categorías", cada vez más
reduccionistas, con las que se representa al "otro" satanizándolo. En
este conflicto abierto hay muchas cosas que se pueden hacer porque nos afectan
a todos. No debemos renunciar a nuestras libertades, pero tampoco a nuestra
inteligencia.
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