Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hay un
poema de Pedro Salinas cuyo comienzo me atrapa pasar las hojas:
¿Qué hubiera sido de nosotros, di,
si no existieran los puentes?
Pero hay puentes, hay puentes. ¿Los
recuerdas? ("Los puentes", de Largo
lamento)
Es un
hermoso comienzo para un poema, a sabiendas de que el poema mismo —toda
escritura— es un puente entre dos, quien escribe y el que lee, construido con
palabras, largo o corto, sólido o frágil, duradero o efímero. Nada hay más humano
que un puente, mano tendida hacia lo otro, ser o lugar. En la guerra se
destruyen los puentes; la amistad los construye e incluso los reconstruye si es
necesario.
Hoy,
para mí, los puentes son mis alumnos extranjeros —chinos y egipcios básicamente—
llenos de ilusiones, tendidos a través de la lengua y la cultura hasta
nosotros. Y de sus ilusiones te contagias, te ilusionas tú mismo, rodeado como
estás de un mundo que ha enterrado ilusiones, cada día más mezquino, en el que
la educación es mercadeo de créditos, puntos, quinquenios, sexenios y demás
zarandajas contables.
Sobrevives
en el último reducto que le queda a la enseñanza —no por mucho tiempo, pues el
gris corrosivo ya lo invade todo— que son los doctorados en los que puedes
realizar la tarea vocacional de intentar despertar el interés por las preguntas
inquietantes y los procesos sin más beneficio que la satisfacción del conocer
lo que antes se ignoraba. Puedes dedicar tiempo y esfuerzo a la aventura de
construir edificios con ideas, a dialogar sobre pros y contras, a recordar
lecturas adecuadas y a descubrir otras nuevas con las que seguir un camino
acompañado y acompañando.
Hasta
hace poco los puentes —según las ramas— se tendían mayoritariamente hacia
América. Recuerdo con mucho cariño a mis —hoy doctores y buenos profesores— doctorandos
mexicanos. El encuentro se veía favorecido por el idioma común y por un
equipaje intelectual de lecturas e influencias muy similares, próximos. Eso
favorecía un encuentro que nunca se percibía como un gran salto.
Hoy en
cambio sí tienes esa sensación de que el puente es más largo al encontrarte con
orillas más alejadas, las de culturas que se diferencian en tradiciones y
fondos, en lecturas diferentes, raíces distintas. El diálogo aquí es otro muy
distinto, también enriquecedor.
Estos
estudiantes vienen por la Cultura —por esa lengua que pisoteamos, esas obras
que apenas leemos, por los paisajes que no miramos—, además de por las materias
que sean de su interés. Les atrae el idioma y una España o América Hispana imaginadas
que se han construido, como es inevitable, a través de caminos sorprendentes. Ellos
se han lanzado a aprender español eligiéndolo por motivos que muchas veces se
nos escapan, pero que son para ellos una gran motivación. Han hecho el tremendo
esfuerzo de aprender un idioma —mejor o peor, pero siempre con ilusión—, de subirse
a un avión y separarse de familia y comida (las dos cosas se echan de menos), de
cambiar de costumbres y llegar aquí a un mundo que los ve como parte de un
paquete indiferenciado. Podían haber elegido otro idioma, pero eligieron el
nuestro; podían estar en otro sitio, pero están aquí. Aquí, sí, con nosotros.
Me
alegro mucho cuando los veo en las fotos de grupo en Facebook, celebrando con
amigos españoles y de otros países nuestras fiestas y las de ellos, organizando
cenas en pisos en los que apenas caben todos, apiñados pero contentos.
Me
emociona ver a los estudiantes egipcios de español en la Universidad de El Cairo
con sus pegatinas, camisetas y banderas españolas, con sus "I love
Spain", algo que casi ya no nos podemos permitir nosotros.
He
visto a alumnos chinos temblarles la voz ante el tribunal de su máster al decir
que ha sido el año más feliz de su vida el que han pasado entre nosotros. Para
muchos es el cumplimiento de un sueño que ha costado mucho esfuerzo y
sacrificio alcanzar.
Quizá
tratas de recuperar, tomándola prestada, un poco de esa ilusión que el día a
día te va quitando y que gracias a estas inyecciones vitamínicas —y a algún gen
descolocado— puedes sobrellevar tanta desgana y desdén educativo como el que
ves.
Recuerdo
una conversación con alumnos egipcios de español en los jardines cairotas del Instituto
Cervantes. Habían quedado todos allí para hacerse la fotografía de fin de curso
del grupo. Mientras esperaban para hacerla, charlamos un rato y manifestaron sus
inquietudes respecto al futuro que les aguardaba tras sus estudios. Les dije que
ellos eran "puentes", que conocían dos idiomas y que aspiraran a algo
mejor que a recoger turistas malhumorados y gritones en el aeropuerto o en los
hoteles; ellos serían traductores,
mediadores entre dos culturas, exploradores de diferencias y similitudes. Su
responsabilidad al hablar dos lenguas era transmitir a una parte lo mejor que encontraran
en la otra; que lo que les gustara en español lo contarán en árabe y que lo más
valioso que encontraran en su lengua lo vertieran al español. A algunos se les
iluminó la cara; veían un destino posible algo mejor, alejado de los operadores
telefónicos y de los guías turísticos. No es un destino fácil, pero hay que
tener esperanzas porque son necesarias las personas que amen las culturas y no
solo que se sirvan de ellas.
En
estos puentes se circula en dos direcciones, aprenden y aprendes. Acabas descubriendo
poco a poco que las distancias culturales son también una invitación, una
ocasión para explorarte a ti mismo, para comprender cuánto de artificial hay en lo natural, cuánto de dogma en nuestras
verdades. Y cuánta soberbia y prepotencia hay suelta por el mundo, cuánta
ignorancia disfrazada de orgullo mal entendido. No hay mejor test para conocernos que nuestra actitud ante el otro. Nos basta ver como trata al que llega para saber cómo es una persona.
Ayer me
alegró el día una postal llegada desde Shanghái. Era el primer día de
reincorporación a su trabajo de una brillantísima alumna —obtuvo la más alta
calificación por su trabajo final— que dejó su estupendo empleo en un
importante grupo empresarial —sus jefes le dijeron que la apoyaban en su
formación— durante un año para cumplir su sueño de realizar un máster en
España. En su primer día me había escrito esa postal diciendo que nos echaba
mucho de menos y me contaba cómo la empresa la había asignado a proyectos en
Europa y especialmente con España. Iba a poder poner en práctica lo que había
aprendido y eso la llenaba de satisfacción.
Curiosamente,
la postal es una fotografía de unas preciosas casas construidas sobre pilares
en el agua, a las que se llega por un puente en zigzag; son casas-puentes de un lugar llamado "Yu Yuan", Jardín de
la Felicidad. Es un recinto que se encuentra al norte de Shanghái, construido
en el siglo XVI, durante la dinastía Ming. Fue creado por Pan Yunduan a
imitación de los jardines flotantes imperiales. Sus padres, ya ancianos —nos
cuentan— , no podían viajar a ver los jardines originales y él los recreó para
ellos. La postal recibida cumple la misma función, nos une; me trae imagen, palabras y
recuerdos.
Tiene
razón Salinas: "hay puentes... " Solo hay que recordarlo. Si no, como
dice, ¿qué hubiera sido de nosotros?
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