Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hay veces
en las que uno lamenta que el tiempo no sea reversible, hacer que la flecha del
tiempo vuelva al arco del que salió. Es la sensación de haber escuchado algo
que nunca debió escucharse pero que se escuchó. Son cosas que llamamos los peligros del directo, improvisación, etc., pero que hay que
tener cuidado dónde y cuándo se dice; no es lo mismo desafinar en la ducha que
en la Scala, ante unos miles de
aficionados que sufren viendo cómo se pisotea su aria favorita.
Ha
ocurrido durante uno de los desayunos de Radiotelevisión Española. Hay días en
los que los "desayunantes" deberían tener más cuidado con lo que
dicen. El momento no podía ser más desafortunado ni menos adecuado, pues se
trataba de comentar algo tan sencillo, tan elemental, tan sin complicaciones, tan
festivo, tan fácil de estar todos de acuerdo, como era la entrega del Premio Sajárov
a Malala Yousazfai. Algo tan sencillo, insisto, como alegrarse porque la
Lotería haya caído en Vinaroz, pongamos por caso, o en cualquier otro sitio, y
no al señor Fabra por enésima vez. Era una buena noticia.
Después
de escuchar a Malala, con el Paramento europeo puesto en pie, diciendo que lo
que ella pide no son juguetes, videoconsolas u otras cosas de ese estilo para
los niños, que solo pide "un libro y un lápiz", frase de sencillez
casi evangélica, había que dar la nota de alguna forma. Y le tocó el trombón a
don Casimiro García Abadillo, periodista habitualmente bien informado, soltar
la genialidad. Es cierto que el comentario se enfocó mal desde la primera
interviniente, que cometió el grave error de presentar a Malala como un triunfo de Occidente, algo que encantará
a los que la disparan, para criticar el integrismo religioso. Pakistán no está
en guerra con Occidente; es un conflictivo aliado de los Estados Unidos.
Pakistán no es Irak ni Afganistán. Los talibanes sí son iguales en cualquier
lado y ejercen la violencia porque se creen con derecho divino a ejercerla.
El
señor García Abadillo comenzó su intervención diciendo que él era bastante escéptico sobre lo que se puede conseguir en esos
países con una guerra. Tras citar la información de que Estados Unidos
había decido seguir en Afganistán hasta 2024, diez años más, sacó sus
conclusiones de esto: "Occidente está intentando, por medio de la guerra,
llevar unas reformas a los países musulmanes cuya mayoría no quiere esas
reformas, desgraciadamente." Cuando fue interrumpido —con buena intención
pero muy pobremente, todo hay que decirlo— por sus contertulias, García Abadillo
señaló compungido que él no tenía la fórmula,
que le encantaría tenerla, pero que "la
guerra no es la solución". "No creo que en Afganistán, o en Irak, o en
Pakistán, de donde es Malala, haya una mayoría
de gente que haya cambiado de opinión
respecto a sus costumbres después de doce
o trece años de guerra. No lo creo. ¿Vosotras creéis, de verdad, que ha
cambiado la forma de pensar en esos países?"*, preguntó para redondear
lo dicho.
Las
cursivas son nuestras, no por el énfasis en ninguna de sus palabras —más bien
lo dijo con cierto abandono, como el que tira la toalla, aburrido—, sino por
las cosas que contenían esas palabras dichas así, en ese momento en el que a
quien se estaba premiando no era a quien
hacía la guerra —el comentario parecería dar por buena la tesis talibán, que sostiene que Malala
es una agente occidental encubierta—, sino a quien recibía los tiros.
No voy
a cometer la tontería de pensar que el señor García Abadillo lo hizo con mala
intención. Fue un ejemplo de cómo algo mal enfocado desde el principio, desde
la primera intervención, se va torciendo hasta volverse contra la noticia que
lo genera.
Matar niñas por ir a la escuela es una costumbre. Costumbre es secuestrar
cooperantes y trocear a algunos. Costumbre
es también lapidar mujeres o que los padres y hermanos puedan matar a la
mujeres en nombre del honor familiar. Costumbre
es no permitir vacunaciones por si te envenenan, porque las ONG son agentes
occidentales que quieren quitarles influencia en las zonas ganando prestigio al
demostrar que es mejor una vacuna que ponerse en las manos de dios. Costumbre es celebrar matrimonios con
niñas de ocho o diez años. Costumbre
nuestra, en fin, fue gritar también "¡vivan las cadenas!" y así nos
va.
No es
lo mismo Afganistán que Irak y Pakistán, con situaciones muy diferentes.
Afganistán es una reliquia del pasado en la que las "costumbres" las
marcan a sangre y fuego los talibanes, los estudiantes de teología. Recordará
el desayunante aquello de que una
mentira repetida muchas veces acaba siendo una verdad; pues con las costumbres
sucede lo mismo: una barbaridad repetida muchas veces se convierte en costumbre, pero en costumbre opresora, como ocurrió en aquellos países
a los que volvieron radicalizados los más radicales, disfrazados precisamente
de tradición.
Malala
no tienen nada que ver con la guerra de Occidente, sino con el intento de sacar
a su pueblo de la ignorancia. No debe confundirse costumbre e ignorancia,
aunque muchas veces las costumbres sean ignorantes pues vienen de tiempos en
los que menos se sabía. La costumbre es antinatural si supone un freno al
desarrollo, si solo se puede mantener mediante la violencia irracional. Para
los intereses de muchos, la mejor costumbre es no pensar para que nada cambie.
Hay
otro error también grave: confundir a Occidente con la guerra. Eso que lo hagan
los talibanes está bien, pero que lo haga él no. No todo lo que sale de
Occidente —que son también muchas cosas— es la guerra. También salen muchas
cosas que apreciamos todos. Esa idea de que "Occidente" echa sus
migajas a pueblos desagradecidos que las rechazan es nefasta no solo por falsa
sino por el daño que hace a los que la aprovechan para sus fines. Hay muchos
intercambios valiosos más allá de los tópicos. Hay intereses aislacionistas,
suicidas, que apuntan a que con cerrar las fronteras es suficiente. No solo
salen bombas de Occidente; salen médicos y maestros. Los talibanes no quieren
ni a unos ni a otros.
Muchos
de los males que se padecen en los países islámicos es haber confundido
interesadamente tradición con inmovilismo. En eso coincidieron precisamente
con el colonialismo explotador, que se llevaba sin apenas transformar dejándolos en el atraso. Y es ese uso de la costumbre
ascendida a ley inmutable lo que hace sufrir a muchos cada día. Han cerrado la
posibilidad de encontrar nuevos caminos porque lo que niegan es la existencia
misma de caminos. La primera víctima es siempre el reformista.
Malala
lucha por el derecho a ir a la escuela cada día, para ella y para todos los
niños y niñas de su país y de todo el mundo. No hace manifestaciones para que
les invada nadie. Son los que sienten
que la educación va a reducir su poder de control social los que se ven
amenazados.
Otro
gran error es pensar que la idea de democracia
es privativa de Occidente e ignorar que en esos países hay muchos musulmanes
—como Malala, que lo es— que quieren destinos mejores para sus pueblos y que
creen que pueden encontrarlos si logran sacudirse la idea de que todo está dicho y que es enemigo el que no lo cree así.
Los
talibanes son una abominación, como lo es Al-Qaeda y similares, dentro de su
propia cultura; una facción violenta que reclama, como todos los fascistas
visionarios, la exclusividad y la ortodoxia. Es muy peligroso considerar a los
más violentos como los defensores de las costumbres.
Malala
Yousazfai no ha renegado del mundo al que pertenece y ella no es
"Occidente" ni está en guerra
más que con la ignorancia que condena a la mitad de la población a no saber, a
la incultura por la imposición de una minoría ruidosa y brutal. Si había un
momento inoportuno para hacer ese comentario era el momento de la entrega del
Premio Sajárov a la Libertad de Conciencia, un premio a la defensa de los
Derechos Humanos, no de los derechos de Occidente, como reconocimiento de su
valor.
Malala —y
con ella muchos millones de personas en todo el mundo— también tienen derecho a
elegir sus "costumbres" y a cambiar para salir de la ignorancia y la
pobreza, que es lo único que ha conseguido ese radicalismo de las costumbres,
un mundo para el que conceptualmente no existe la idea de "progreso".
A lo mejor "Occidente" tiene la mala
costumbre de hacer guerras donde no debe, algo que no le niego al desayunante en absoluto; pero algunos
"occidentales" no deberían tener
la costumbre de encogerse de hombros ante crímenes horrendos llamándolos
"costumbres" y diciendo que la "mayoría no quiere reformas". La mayoría en Pakistán
eligió a Benazir Bhutto y fue asesinada por los mismos o similares que intentaron
matar a Malala. La mentalidad es la misma. Malala recibió el Premio de la Paz en su país, de manos de las autoridades pakistaníes, no de Barack Obama. Celebraron algo que esa mayoría del pueblo quería: que las niñas se educaran frente a la intolerancia de los fanáticos que controlan zonas del país.
Pakistán
necesita a Malala. Y no solo Pakistán. La necesitamos todos: es la cara del futuro posible para su país y muchos otros, la esperanza de un diálogo transformador dentro y fuera.
Malala
no son las bombas; es la educación, el arma más peligrosa y a la que más temen,
encarnada en una mujer. Es el cambio, precisamente, desde dentro y por eso tienen
miedo de una niña que les desafía. No es cuestión de costumbres, no. Un libro y
un bolígrafo —lo que pide Malala para los niños— no son malas costumbres. Son
el futuro que no se permite, prohibido.
Que
Occidente, como dice el contertulio, haga mal muchas cosas no significa que se
deba abandonar o ignorar a las personas que quieren cambios en sus propios
países, salir del atraso esclavizador. Ni aislacionismo ni fatalismo;
cooperación y honestidad. No nos confundamos ni confundamos a los demás.
Espero
que en Pakistán no vean Los desayunos,
al menos ayer.
* Los desayunos de RTVE 21/11/2013 http://www.rtve.es/alacarta/videos/los-desayunos-de-tve/
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