Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Te lo
cuentan y te tienes que enfadar porque ocurre aquí, a tu alrededor; no lejos,
donde no puedes hacer nada, sino aquí mismo, en tus calles. Y al final tienes
que dar un consejo: no hables árabe por
el móvil en la calle. Y no es un problema de islamofobia, sino al contrario.
Cada
vez ocurre con más frecuencia y es siempre la misma historia: "—estaba
hablando por el móvil con mi familia y al terminar se me acercó un hombre y me
dijo "oye, tú eres árabe, ¿no? Tú eres musulmana." Esta vez había
sido un hombre que llevaba colgado el cartel de un restaurante cercano. La
había escuchado al pasar mientras hablaba. Ella no contestó y él siguió: ¿por qué vas vestida así, sin velo? En tú
país vas con velo y ¿aquí no lo llevas? Ella cometió el error de
defenderse, de contestarle en árabe —¡nunca lo hagas!, le dices, temiendo lo que
pueda ocurrir un día—, de decirle al hombre del cartel que no
era asunto suyo. Y él siguió, aumentando el tono, más agresivo, desvariando,
irritado porque ella le desafiara. Llegó a decirle que no se le ocurriera
entrar en el restaurante cuyo cartel llevaba colgado porque era
"haram", que se servían comidas que no eran para ella y se vendía
alcohol. Ella no debía entrar allí. "Y si el restaurante es tan malo, ¿por qué tú, que dices ser tan "buen
musulmán", trabajas ahí? —contraataca ella—. Eso también está
prohibido." Él se irrita más y ella se aleja. Todo ha ocurrido en plena
Puerta del Sol, delante de decenas de personas que han pasado junto a ellos sin
saber de qué iba aquella conversación, pensando probablemente que se trataba de
pedir información sobre el restaurante o de un simple encuentro entre dos
personas árabes.
Y tú
respiras aliviado; el incidente, esta vez, no ha ido a más. Ya me había contado
un incidente similar, menos agresivo, en la pequeña ciudad del norte en la que
está viviendo. Estaba hablando por teléfono en la calle, parada en un semáforo,
atendiendo una llamada que la pilló fuera de casa. Esta vez solo sirvió para "identificarla".
Los vigilantes proliferan y son cada vez más osados.
Le
vuelvo a repetir que trate de evitar hablar árabe en la calle. Es triste que no
puedas hablar tu idioma con tranquilidad porque cualquiera que lo escuche y te
identifique se considere con el derecho a decirte cómo debes vestir, qué debes
comer, dónde puedes ir. La lengua actúa como un arma de doble filo: te permite
hablar con los tuyos, pero trae con ella todos los prejuicios y opresiones de
los que vienes huyendo y esperas poder aparcar mientras estás lejos. ¡Terrible
ilusión, ingenuidad peligrosa! Para ellos
no existen fronteras en las que puedas sentirte segura; estás marcada y cualquiera se siente con el
derecho de recordarte quién "eres", algo en lo que tú no puedes
decidir porque una de las premisas básicas es que cualquier de ellos, da igual
de qué país sea, tiene incluso la obligación de hacerte ver que eres
"mala", "mala mujer" y "mala musulmana". Ven su
vigilancia como una labor piadosa cuya función es reprocharte tu mal
comportamiento en medio de una sociedad despreciable que te está pervirtiendo,
haciéndote alejar de la "verdad" y las "buenas costumbres".
Y no hay otras aceptables.
Llamó a
su casa y lo contó, me dijo. Y quedaron sumidos en una discusión en donde las
mujeres la defendían y los hombres le daban la razón al vigilante, que no era
más que una prolongación de la autoridad paterna, que se extiende como derecho
y obligación por todo el mundo. ¿Creen las mujeres que pueden hacer lo que quieran solo porque están lejos
de su casa, lejos de sus familia, padres, hermanos, primos? No hay distanciamiento
posible, admisible, de la "verdad", que te persigue y hostiga, que se
manifiesta en cualquier calle, en cualquier esquina, materializada en un vigilante.
La
llamó una antigua amiga desde Arabia Saudí: «—¿Cómo
te va en ese país de ateos?», fue su saludo. «España no es un país de ateos.
Hay ateos, sí, pero hay muchos cristianos, que creen en Dios y...», explica
ella. «¡Son ateos que no creen que haya un Dios y Mahoma sea su profeta!». Tuvo
que decirle que no era cuestión de discutir, que tampoco era asunto suyo. Pero
ella entendía que sí lo era, que el
hecho de que su amiga estuviera alejándose de la "verdad" y la
"comunidad" también era asunto suyo. «¡Me ha quitado de Facebook! —me dice—. ¿Te lo puedes
creer?» Y claro que me lo creo porque no es el único caso de esa nueva forma de
repudio social virtual que me ha contado. Entre los que le dan de baja a ella y
a los que ella da de baja, se va reduciendo su esfera de amistades y familiares
en las redes. La simples fotos con las amigas de la universidad ya le causaban
problemas y comentarios agrios. Es muy triste no poder compartir con otros esos
momentos en los que ha salido con sus amigas de otros países. ¿Por qué no está
con los suyos? Son los que actúan como
garantes de la respetabilidad, la ortodoxia, se mantiene fuera para poder
volver inmaculados, como si no hubieran estado fuera, sin contaminar. Unos vigilan
a los otros, notarios de la legalidad de la vida llevada en medio de un país de ateos, de una cultura
degenerada. Está sufriendo, en términos de submarinismo, una descompresión
acelerada, una subida rápida a la superficie para respirar que presenta todos
estos efectos secundarios.
¡No
hables por teléfono en la calle! —le repito, temeroso por ella—. Y entonces me
lo dice, que a una amiga suya le dieron una bofetada en Granada. Fue otro
vigilante, otro guardián de la ortodoxia de importación, que se creyó con el
santo derecho de cruzarle la cara porque ella no se comportaba como debía. Ella
lo denunció, pero el juez, me cuenta, no pudo hacer nada porque él se presentó
con todos sus amigos —otro puñado de buenas personas, de buenos fieles— como
testigos para decir que ella mentía, que aquel juicio sumarísimo callejero no
había ocurrido, que era una fantasía de aquella mujer. Así tuvieron dos motivos
de satisfacción, ejercer su justicia
en plena calle y reírse de la degenerada justicia española que pretendía
sancionar una buena práctica.
¡Ten
cuidado!, insisto una y otra vez. Los vigilantes son cada vez más osados y
tratan de evitar lo que está ocurriendo: la movilidad de las mujeres, que
puedan escaparse de esta escandalosa dominación que ellos ejercen. Lo hemos
dicho muchas veces y cada día estoy más convencido de ello: la verdadera
revolución allí comienza en la mujer porque es el centro de todo el sistema
social de desigualdad, ignorancia y represión. Sobre todas las demás cuestiones
pueden discutir, pero esta es precisamente la que no se discute, la que está revestida,
investida, con los ropajes de la
"verdad" y la tradición, la que todos ven aceptable porque "está
escrito". Por eso es peligroso que salgan de su país y vean otras formas
de vida, que saboreen algo de la libertad que ellos les dibujan como
degeneración peligrosa. Por eso te persiguen en forma de vigilantes, brazos armados de la represión social, garante de la
vigilancia social en la diáspora. Temen el regreso
de la mujer, cargada de razones, que les cuestione a ellos y a su autoridad,
porque lo que se discute aquí no son las ideas, sino el previo derecho a
discutir. Discutir implica reconocer
una igualdad que se niega por principio.
Sientes
una gran tristeza cuando escuchas estas cosas. Lamentas que la alegría que una
persona pueda sentir por cumplir su sueño de salir al extranjero y distanciarse
de situaciones que le resultan opresivas en su propio espacio —el acoso, la
vigilancia, el control sociales—, se convierta en miedo a hablar por la calle
en tu propio idioma, porque los vigilantes ronden a la caza de descarriados que
creen que la distancia física implica impunidad.
Es
evidente que el islamismo tradicionalista va extendiéndose como reacción
precisamente a los deseos de apertura de muchas personas que viven en las
sociedades islámicas, que consideran claustrofóbico el ambiente retrógrado en el
que se quiere hacer vivir a la gente, demonizando lo exterior, intentando
reducir su efecto para no perder el control social, que es el objetivo
primordial. No admiten que la religión sea algo perteneciente al ámbito privado
de la persona, algo en lo que cree o no cree, sino es una forma de
comportamiento al margen de la creencia. Al ser exterior, está sometido al
juicio y control de todos. Unos por miedo lo cumplen, otro por autoritarismo lo
imponen. El resultado es un clima asfixiante si cometes el imperdonable error
de creer que eres libre, ofensa
terrible, pecado de orgullo. Tú no eres tú; no eres más que una pequeña tesela
en el mosaico de la vida social, formas parte de un dibujo del que nadie tiene
porque preguntarte. Estas allí y basta.
Quien
más arriesga —y esto es la mayor hipocresía— es la mujer porque es sobre quien
más preceptos y prejuicios recaen. Aunque se diga que la religión es igual para
todos, en la realidad no es cierto porque son ellas las que padecen esa forma
de entender la religión que se traduce en conducta que afecta a toda la familia
y a esa otra familia más amplia que es la sociedad. De ahí que cualquiera se
sienta con derecho de intervenir sobre esa otra mitad de la sociedad, la
femenina; de ahí que la repuesta "¡tú no eres mi padre!", que se
suele dar al desconocido que nos para en mitad de la calle para reconvenirnos solo
sea verdad a medias. En el fondo, eso es parte del problema, que todos son tu padre, un padre carente de
amor, rígido, estricto, autoritario. Todos forman parte de una categoría
universal del que cada uno son la manifestación circunstancial, una figura con
múltiples caras.
Ese
camarero —en una conocida cadena de cafeterías madrileñas—, como me contaron en
otra ocasión, que ha insistido varias veces en que aquellas croquetas son de
jamón, aunque le digas que ya lo sabes a la primera, que no es necesario que te
lo explique ya que no se lo has preguntado, es también tu padre. "Es que, mira,
son de jamón". No tiene
inconveniente en servirlas a otros, son degenerados; pero a ti..., para ti reserva su desprecio.
Debemos
ser precavidos contra la "islamofobia", sí, pero también debemos ser
conscientes de esta forma de persecución y acoso, de opresión dentro de
nuestras fronteras, de que las libertades que disfrutamos no sean solo
nuestras, sino de todos los que viven entre nosotros. No es cosa de ellos; es cosa nuestra.
En
España podemos practicar cualquier fe o ninguna si es nuestra opción, pero no
podemos ni queremos obligar a nadie a practicarla y menos sancionarles por no
hacerlo. Debemos velar por ambas cosas, porque quien quiera practicarla voluntariamente la
practique, pero también porque no se obligue a nadie, limitando sus derechos, a
hacerlo. Los problemas surgen cuando todo
pasa a ser religión, en cuyo caso hay que ser especialmente vigilantes
porque al amparo de la libertad religiosa se reducen los derechos individuales.
No todos entienden la "religión" de la misma manera y tienden a
aplicar la "ley del embudo" —libertad religiosa es imponerla a otros—, por un lado, y la de la "propiedad de
las personas" por su origen, por otro. Nadie es propietario de la personas,
aunque haya nacido en otro país o dentro del ámbito de una religión. Hay que recordarlo y hacerlo recordar. No es admisible que los vigilantes sigan haciéndolo más allá de sus fronteras, que se crean con derecho de persecución y ocupación, pues sustituyen nuestras leyes por las que ellos aplican a los que consideran suyos.
Alguien
me contó otra historia, la de una chica árabe que hizo amistad con una mujer
española durante su estancia aquí. Pasado un tiempo, la mujer le dijo:
"—Tengo que confesarte un secreto. Soy magrebí, pero nadie lo sabe. Estoy
casada aquí y tengo dos hijos. No hablo nunca árabe; solo cuando regreso a mi
país de visita y alguien intenta engañarme en los precios pensando que soy de
fuera". Lo más triste de esta historia es que no ocultaba su origen a los
que la habían recibido, sino a los suyos, a los que tendría que dar
explicaciones sobre cómo vivía, comía o que hacía a cada hora. Había tenido que
renunciar a muchas cosas que seguramente amaba para poder vivir en paz, sin ser
juzgada por todos aquellos que se creían con derecho a ello. Ahora simplemente
era una buena mujer, una buena madre, una buena esposa. Pero eso para algunos
no era suficiente. Es más: eran los síntomas inequívocos, horribles, de su
error monstruoso.
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