Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En
estos momentos estamos recibiendo dos mensajes institucionales distintos:
quédate en casa, sal a la calle. Términos como "desescalada",
"nueva normalidad", "confinamiento", "brotes" y "rebrotes",
etc. se han convertido en manos de los comunicadores en una cosa y en las
mentes de los receptores en otra. Los sentidos se han ido ajustando a diversas
formas de interpretación del sentido, que es una construcción finalmente del
que lo recibe. Yo digo, ellos interpretan. En esas interpretaciones, el
significado está abierto al deseo, a la expectativa.
Es muy
difícil controlar socialmente de forma unívoca los mensajes. Muchos más si ya
de por sí se juega con la ambigüedad y se nos dice que está en la
"responsabilidad" individual cómo actuar, como de hecho se nos está
diciendo continuamente. Decir "sed responsables" es dejar un amplio
margen de interpretación.
Pero ¿qué
podemos hacer cuando los gobiernos son tan hipócritas como para decidir rebajar
la "distancia social" de "dos metros" a "metro y
medio", como lo ha hecho el británico hace unos días? ¿Qué pensar sobre
este tipo de variables que solo fingen una falsa precisión para hacer creer que
hay racionalidad tras la medida?
El
mundo lleva suficiente tiempo con el coronavirus como para saber que las
decisiones que se están tomando en la mayoría de los países no son más que
brindis al sol para tratar de evitar el desastre económico social. Las noticias
de los rebrotes así lo demuestran. Sabemos más del coronavirus, pero parece que
hemos llegado a cierto tope de aprendizaje, nuestra curva se aplana y con más
información aprendemos menos e, incluso, parece haber cierta saturación que
induce al fatalismo de lo que tenga que
pasar que pase. Eso se percibe hasta en la calle, en la gente que ignora
las medidas elementales.
Leo
ahora en La Vanguardia la pregunta que hacen al experto:
¿Es peligroso
compartir unas bravas en un bar debido a la Covid-19? "
Axxxx Rxxxx
Lector
Lo más peligroso de compartir unas tapas es estar
cerca de otras personas. Vamos, que si una de las personas con las que estamos
comiendo está infectada hay muchas más probabilidades de que te transmita la
coronavirus vía aérea que no por pinchar del mismo plato. Obviamente, tenemos
que minimizar riesgos e intentar no compartir comida.
Justo el ejemplo que nos pones de las bravas
no es el más peligroso, dado que las personas pinchamos las diferentes patatas
que nos vamos a tomar cada una. Aquí habría que prestar especial atención a las
salsas, un típico foco de transmisión de microorganismos cuando comemos con
otra gente.
Pero insisto, mucho más cuidado y precaución
con la transmisión vía aérea, respetad del uso de la mascarilla y la distancia
entre personas.*
El
hecho de producirse la pregunta es ya desconcertante. El sentido común
de la respuesta no oculta que la pregunta busca una confirmación del acto en
sí. ¿Cómo lo ha interpretado la respuesta el lector en este caso? La información
institucional se preocuparía por el total del aforo y el porcentaje permitido,
la distancia social con las otras mesas, si los que comparten el plato son de
la misma unidad familiar, de si se ha desinfectado la cocina adecuadamente, etc.
Pero el hecho cierto es que compartir un plato (de patatas bravas) depende solo
de si alguno de los que están cerca está infectado. Y eso, desgraciadamente, no
se sabe a primera vista.
Ahora
se nos dice —increíblemente— que la toma de temperatura no detecta todos los
casos y que, además, da muchos falsos positivos. Esto se nos dice para
justificar que no se moleste a los turistas, que son tan necesarios, y se coman
las bravas, las gambas y las lonchitas de jamón, que bailen y beban, se abracen
cuanto quieran y se bañen con tranquilidad.
En
estos siglos insufriblemente largos que vivimos, hubo un tiempo terrible en el
que se nos decía que no era necesario llevar mascarilla. Las mascarillas las compraban
los ciudadanos chinos residentes en España siguiendo las indicaciones que les
llegaban desde su país para que no se las quitaran al ver el comportamiento
escandaloso de los españoles en las imágenes de televisión que les
llegaban. Como los fotógrafos
necesitaban imágenes claras de la pandemia, fotografiaban a quienes las
llevaban, que eran siempre —¡qué casualidad!— asiáticos, fueran las imágenes
tomadas en Londres o en Valencia. Los demás, siguiendo las instrucciones de sus
expertos nacionales, no las llevábamos por inútiles
o porque, como dijo el ministro Illa, no se puede exigir lo que no hay. El
argumento para no llevar mascarilla, finalmente, es que las pocas que había las
necesitaban los sanitarios. Aun así, España es el país con más personal
sanitario infectado. Los hemos visto haciendo trajes con bolsas de basura como
protección.
Ahora,
en cambio, la mascarilla es imprescindible porque se nos pide que salgamos a la
calle, vayamos a trabajar, empiecen las escuelas, vayamos a la iglesia, al
fútbol, al teatro, a los gimnasios..., que, en fin, vayamos a la "nueva
normalidad", que se parece mucho a la normalidad de siempre, a la vieja.
Se nos dan normas para encubrir una realidad dura: el coronavirus sigue ahí. En
vez de prometer "sangre, sudor y lágrimas", como Churchill, nos
prometen una normalidad que se agota a los primeros síntomas de la enfermada,
con cierre de negocios, escuelas, torneos. ¿Cuál era la "nueva normalidad"
de Djokovic y sus amigos?
Volvamos
a la pregunta inicial, ¿está funcionando la comunicación; son útiles los
mensajes que se nos dan destinados sobre todo a vender una imagen de seguridad
hacia el exterior, a recuperar la actividad social interior? Mucho me temo que
no.
El "quédate
en casa" está ya socialmente en el olvido. Solo aquellos que pueden
mantenerse en casa por su tipo de trabajo, su falta de trabajo o el final de su
vida laboral pueden hacerlo. A los demás se les dice que vayan a la calle, a
sus trabajos, a sus lugares de ocio... con cuidado. Mientras no haya vacuna,
hay poco más que hacer que estar vigilantes y ser responsables.
Si solo
fuera así, sería sencillo. Pero se trata de una epidemia. El problema no son
las "bravas", sino con quién te las comes. Y en esto el virus lleva
las de ganar. La naturaleza le ha dotado de herramientas poderosas: puede
entrar en un organismo y contagiar antes de mostrar síntomas que lo hicieran
detectable o puede ser transportado por los asintomáticos. Si todos nos
pusiéramos azules treinta segundos después de ser contagiados, todo sería
sencillo. Pero no es así.
En
estos términos y a la espera de una vacuna (no de un tratamiento), todos somos
potencialmente peligrosos para los demás. Sabiéndolo o sin saberlo, somos el vehículo
del coronavirus. Lo duro es entender que esa figura amigable y querida —un
padre, una madre, unos hijos, unos nietos, amigos...— tienen en su interior el
coronavirus a la espera de un abrazo, un beso, un apretón de manos... unas
bravas.
Amor,
afecto, deseo... son fuerzas poderosas que nos atraen desde la naturaleza
propia. Son más fuertes a través de las emociones que el pensamiento racional,
como nos apuntan desde hace algún tiempo los neurocientíficos y desde hace
mucho los filósofos.
El
coronavirus ha aprovechado un animal sociable y confiado, al que le cuesta pensar
en lo que no ve o lo transforma en mito; un animal tan inteligente que ha
inventado en su evolución el autoengaño y la imaginación para no privarse de lo
que le gusta, ocultar lo que no le gusta y olvidarse de todo lo demás. El
coronavirus eligió bien, la mejor opción disponible sobre el planeta: un animal
sociable y rápido, vanidoso por el conocimiento y confiado.
Hay que
cambiar de nuevo los argumentos, la comunicación, las estrategias, las medidas.
Los rebrotes en cuanto se ha relajado el confinamiento así lo aconsejan. Nuestras
bizantinas y grotescas discusiones sobre la casuística, como las bravas, muestran
que pese a todo lo dicho, solo retenemos lo que nos interesa y aprendemos lo
que nos gusta.
Podemos
firmar acuerdos con otros países para no hacer cuarentena con los llegados de
otros países. Todo es papel mojado desde el punto de vista sanitario. Lo
veremos en poco tiempo, como se está viendo ahora con otros sectores que
necesitamos y que ayudan a la transmisión. Seguiremos confinando pueblos o
barrios, fábricas o albergues, aulas o teatros. Es cuestión de tiempo. De poco
tiempo si no se toman las medidas preventivas o ni no se las toma en serio.
Los
datos globales nos dan un rápido crecimiento de la pandemia en el mundo. El
tiempo que tarda en haber un millón de contagios es mucho menor que hace unos
meses. Antes se trataba de que no se colapsaran las UCI; ahora de que no se
pare la vida económica. Los expertos de cada vez más áreas dan su visión. Si se
prohíben las visitas a la residencias —la mayor fuente de los nuevos contagios
en estos centros—, nos sale un experto a avisarnos que si no reciben visitas se
deprimen. De acuerdo, elija: ¿muerto o deprimido? De nuevo el recordatorio de
que esto no es una decisión individual, que la irresponsabilidad la pagan
otros, por más que sea la irresponsabilidad cariñosa de un beso o un abrazo.
Los
medios parecen gustar de los reencuentros emotivos. Besos, abrazos, llantos por
el reencuentro. ¡Muy bonito, pero peligroso, poco ejemplar! La realidad del
dolor infinito, lo que no se nos muestra, de saber que has sido tú quien ha
contagiado a tu padre, a tu hijo, a tu esposa, a tus amigos. Algunos
testimonios me han llegado: é que he contagiado a tres personas y ahora tengo
que vivir con ello.
Como
país social y que vive de ello, España es más proclive a la transmisión, como
ocurría con Italia. La forma de vida, la intensidad de la socialización del
ocio, el gusto por la diversión en grupo, etc. son factores esenciales. Nuestra
estructura económica está basada en eso, en tener más bares que toda Europa
junta, las playas abarrotadas, tomatinas,
fallas y sanfermines... son nuestro trabajo. No tomarse esas bravas tiene algo
de huelga.
Los
expertos se quejan de que seremos los más perjudicados, pero no nos explican (o
no quieren explicar) el por qué. No tiene mucho problema entenderlo si vemos
que el mundo se va a mover menos, del turismo a las universidades. Se moverá
menos por seguridad, por inseguridad y por empobrecimiento general por las
pérdidas de empleo y reducción de las ganancias. Necesitamos mucho dinero para sostener
el ocio, tanto chiringuito, un modelo barato e inexportable.
Se
escuchan muchas quejas sobre lo mal que salimos de la crisis económica anterior
y cómo nos afecta esta. Mientras no equilibremos y dependamos tanto del
exterior, seguirá ocurriendo. Pero nadie le dice a los españolitos que el
camino más fácil es el más peligroso cuando se modifica la situación y aumenta
el riesgo. Las compañías aéreas lo están pagando, los hoteles lo están pagando.
Ahora
se han puesto de moda los artículos sobre los efectos estresantes de las plataformas de videoconferencia. ¡Qué
casualidad! Pero otros nos cantan sus bondades para la enseñanza ante el temor
de lo que llega. De nuevo, ¡qué casualidad!
Al igual
que cuando no había mascarillas no eran importantes, los metros de separación
se transforma no sobre la distancia sobre la rentabilidad o no de mantenerla.
Igual ocurre con los aforos, etc. La idea engañosa es que esas medidas, esas
distancias, esos porcentajes realmente son útiles para la salud. Esto tarda más
de la cuenta y las vacunas no llegan; por más que escuchemos los redobles de
tambor que anuncian su llegada, no salta a la pista, bajo los focos.
Consejo:
coma la bravas, pero cuidado con quién las comparte. Tenía razón el experto
nutricionista. Aprendamos a ser celosos guardianes de nuestra seguridad, lo que
implica relacionarnos de otra manera y excluir rápidamente a los que creen que
esto no va con ellos.
* Aitor Sánchez"¿Es peligroso compartir
unas bravas en un bar debido a la Covid-19?" La Vanguardia 26/06/2020
https://www.lavanguardia.com/comer/tendencias/20200626/7237/peligroso-compartir-bravas-bar-covid-coronavirus.html
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