Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
drama constante de los refugiados y la emigración llegados desde los lugares en los que ya es imposible
vivir, nos está dejando una estampa distinta en las últimas semanas con el
inclasificable espectáculo de las mafias de traficantes. Si la guerra es un
negocio, el tráfico de personas no lo es menos. Las noticias que nos llegan
cada día son una muestra de hasta dónde somos capaces de llegar en nuestra
codicia.
Las
mafias son una muestra de capitalismo salvaje. Resuenan esas palabras que se repite a los que se apuntan a cualquier cursillo de emprendedores: las crisis son oportunidades. Vamos
descubriendo hasta qué punto es cierto. Lo que no nos dicen es la corrupción que genera aprovechar ciertas crisis en vez de intentar solucionarlas.
Teníamos
las referencias claras de lo que era el paso desde el sur hacia los Estados Unidos y el gran
negocio que se había formado con la emigración además de con las drogas, marcando la vida de la zona. Se nos
decía que el mayor control del tráfico de drogas había hecho cambiar de negocio
a los mafiosos y que ahora se dedicaban al tráfico y al secuestro de personas
en su tránsito hacia los Estados Unidos. Una economía flexible y adaptada.
La
economía de estas zonas comienza a cambiar y va girando hacia la emigración, a
sacar provecho de la situación de los que llegan. Es un principio económico
simple: se invierte en lo que resulta más rentable. Y estos "emprendedores
de sangre" comienzan a hacer sus fortunas con los que necesitan desesperadamente
ayuda.
El espectáculo
que estamos viendo en lo que hasta ahora llamábamos el "Mediterráneo"
se está modificando con lo que nos decían: por mar solo va una pequeña parte;
la mayoría escoge la ruta terrestre, la que pasa por Turquía y sigue por los Balcanes
hasta llegar a una frontera comunitaria. Estas mafias llevan mucho tiempo
trabajando y han pasado a primer plano por el aumento del flujo de personas.
Pero han trabajado en silencio, beneficiándose de la desgracia ajena durante mucho tiempo.
A
diferencia del tráfico marítimo, del que solo se nos daban imágenes de los que
llegaban o de los que morían, la ruta de tierra ha permitido seguir el camino,
ver el espectáculo dramático de ver a las familias cargando con los niños en
brazos, destrozados caminando por las vías, pasando vallas y alambradas,
luchando por hacinarse en el interior de viejos trenes. Permite escucharles en lo
que nos cuentan del horror del que vienen, pero sobre todo permite ver la normalidad del proceso, su horror
cotidiano de miles de kilómetros recorridos.
La
muerte horrible de 71 personas encerradas en un camión abandonado en la
carretera en Austria nos ha acercado mucho el horror. Y nos ha desvelado el
negocio del tráfico en toda su crudeza dejando al descubierto esta vieja forma
de economía internacional con la que parece que no es posible acabar. Ya no se
trata de los botes hinchables que salen por mar o de los destartalado barcos en
los que se asfixian en las bodegas o en las salas de máquinas; ya no se trata
de las pateras. Son caminantes que se suben a trenes, a camiones, a furgonetas,
a todo lo que les acerque hacia un destino idealizado que siempre les parecerá
mejor que el infierno del que salen.
El
gobierno norteamericano, que tiene por costumbre estar diciendo a Europa lo que
debe hacer, hablaba del "control de las mafias". No sé si es el más
adecuado para dar ejemplo sobre a quién hay que "controlar" cuando
aparecen constantemente fosas comunes en las que han acabado sus inmigrantes a los que se les cobra y
se les mata por el camino, que resulta un negocio mucho más productivo. No sé
si es el más adecuado para hablar cuando no ha logrado acabar con los "vigilantes"
de la frontera, con Steven Seagal en plan estrella de un "reality"
incluido (ver "Apatrullando Texas") y tiene vociferando a un Donald
Trump ganando adeptos a golpe de racismo y xenofobia, de expulsión y muros
fronterizos.
Las
afirmaciones de los emigrantes de que agentes de la policía serbia les dejan
pasar mediante pago nos vuelve a la realidad de lo que está ocurriendo.
Mientras no se tomen decisiones políticas reales y de inmediato cumplimiento,
esos inmigrantes serán explotados hasta la última moneda, hasta la última sangre.
Se han generado a su alrededor, a lo largo de todo el camino, unos productivos
negocios que las autoridades de algunos países no evitan con la esperanza de
que favorezca el tránsito quitándoles a ellos el problema de encima. Cuanto
menos tiempo estén en su territorio, mejor.
Pero el
problema ya no se puede dilatar más. Se ha hecho con la guerra de Siria, hasta
convertirlo en un conflicto horrendo que ha posibilitado la aparición y toma de
posesión de territorio del Estado Islámico. La incapacidad para alcanzar una
salida para Al-Assad en el momento en que se produjeron las revueltas de 2011
es lo que ha generado que la "primavera siria" pasara a ser un
infierno fundamentalista gracias a la llamada al yihadismo internacional
—incluido el llamamiento del entonces presidente de Egipto, Mohamed Morsi— para
ir a combatir allí, desplazando a los sirios que reclamaban más libertades
frente a la dictadura de Al-Assad.
El
miedo a perder un aliado hace responsable a Rusia también de lo que está
ocurriendo allí. Rusia se ha limitado a poner el veto a cualquier resolución o
acción en la zona y a suministrar armas a Al-Assad. Igualmente los países de la
zona (o de más lejos) que entendieron que la caída de Al-Assad representaría un
aumento de la influencia de Estados
Unidos en la zona son responsables de no haber puesto soluciones encima de la
mesa y de haber creado este caos imparable que ahora mismo es y se sigue
extendiendo más allá de las fronteras.
Hoy son
cientos de miles de personas de los dramas sin resolver de Libia y Siria
(además de los que vienen huyendo de Irak, Afganistán y de un África completamente
revuelta) los que sirven de materias primas para el enriquecimiento de estas
mafias que han aprendido durante años que los gobiernos no les ponen muchas
trabas cuando se trata de evitar que se queden en sus países creando un
"problema".
La
crisis a la que asistimos es de una enorme dimensión política, pero sobre todo
moral. Europa puede sobrevivir a muchas cosas, pero es difícil que se construya
sobre un fondo de inhumanidad e insolidaridad ante un problema de este calado. Lo
que hagamos ahora marcará nuestro futuro.
Los que
sufren las consecuencias de la inoperancia internacional son esos millones de
personas desplazadas y hacinadas, mal atendidas en campamentos desbordados y
lanzados a la aventura, con viejos a la espalda y niños en los brazos.
Vamos
aislando mentalmente la zona como si estuviera condenada a la inestabilidad,
como si fuera lógico y natural lo que allí pasa. Solo cuando llegan hasta
nuestras mismas puertas nos damos cuenta de que la distancia es pequeña, solo
enorme para los que no llegan.
Son el horror presente y la falta de futuro lo que impulsa a esos millones de personas a huir lejos de sus tierras. La experiencia en los países próximo es de solidaridad de algunos y abusos de otros. Los recursos son muy limitados y las agencias internacionales avisan de los problemas. Libia, Siria, Irak... son escenarios de muerte, la vida apenas vale. Los que tienen familias fuera, en Europa, tratan de reunirse con ellos; los que no, salen a la aventura, un camino de llegada que empieza a parecerse cada vez más al de salida.
No son
parásitos. Los parásitos son esas mafias que tratan de hacer fortuna con el
sufrimiento ajeno, llevándoles a la muerte sin el menor escrúpulo, ahogándolos
en el mar, en las bodegas de un barco, en el interior de un camión cementerio.
Parásitos son también todos aquellos que teniendo responsabilidades no dedican
su tiempo y esfuerzo para resolver este drama que nos avergüenza a todos. Parásitos
son los que buscan rentabilizar la situación para asegurarse sus propios objetivos, da igual del tipo que sean.
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