Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
periodista del diario El País trata de atenuar con la mención al alcohol bebido
la rotundidad de la frase que, irónicamente, ha sido usada como titular, "“Sinceramente,
los muertos me dan igual”". La frase ha espantado a los propios compañeros
de juerga en la noche de botellón playero. “Ley de vida. Sé que es duro lo que
digo. Pero es lo que pienso”, dice terminando de arreglarlo. La explicación de
sus compañeros va por otras vías, menos indiferentes, menos frías, las de los
dependientes: “No pueden evitar que bebamos. Si no hiciéramos el botellón aquí
lo haríamos en un salón pequeño. ¿Qué es más peligroso?”. Y añaden: “Somos jóvenes, queremos socializar, tenemos
ganas de pasarlo bien…” Sí, toda una filosofía de la vida.
A
diferencia de los pueblos fatalistas que daban por supuesto la llegada de las
calamidades, nuestras sociedades modernas lo ven desde la naturalidad del
placer. Es la infancia prolongada, cargar con la infantilidad entendida como
irresponsabilidad placentera ante un mundo que les irá cargando con
responsabilidades, que se traducen en penas y penurias, en el cierre del placer
sin responsabilidad y en las exigencias de lo cotidiano, que se transforma
radicalmente. Fuera del paraíso, al dolor del mundo.
En un
interesante documental (Once were Brothers. Robbie Robertson and The Band, Daniel Roher 2019) ) sobre el grupo musical The Band, que tuve ocasión de ver
ayer, el que fuera líder del grupo Robbie Robertson, hacia desde nuestro tiempo
el análisis de lo que había llevado a la disolución del grupo y el hundimiento
y muerte de tres de sus cinco miembros. En sus orígenes se habían constituido en casi una familia en la que vivían felices en una cabaña estudio de grabación
en mitad de la zona boscosa de Woodstock.
En un
viaje a París, Robertson conoció a la que sería su esposa. Conforme crecía su
relación, se volvía más responsable. Se casó y pasó a tener hijos; era el único
que quedó componiendo porque era el único que mantenía la cabeza en su sitio. Sus
compañeros se hundían en las drogas y el alcohol, quedando incapaces de componer. De los cinco miembros, solo
quedan dos vivos. El resto truncaron sus vidas y se quedaron por el camino,
improductivos, estériles para la música y cada vez más complicadas sus
relaciones fuera del grupo. Es una historia que se repite en la época. La esposa de
Robertson, se nos dice al final de documental, se especializó es Psicología de
las Adicciones. Tuvo buen material.
La
lectura del artículo en El País me ha traído el recuerdo del documental y la
reflexión de Robbie Robertson sobre la incapacidad de madurar de sus compañeros
y su efecto destructivo. Me ha causado una profunda tristeza, una sensación de
frustración intensa. ¿Es un problema de madurez?, habría que preguntarse. Que
no te importen los muertos o que antepongas tu bebida como una necesidad a la
vida quizá lo sea. La madurez, como señalaba el cantante y líder de The Band,
era una cuestión de prioridades, de saber qué es más importante en la vida,
tener claro qué pones primero y qué dejas por el camino.
Filósofos,
psicólogos y sociólogos, entre otros, nos advierten de este efecto perverso, de
este complejo de Peter Pan masivo que nuestra sociedades modernas padecen y que
se ven sometidas a estas pruebas de contención o quizá habría que llamar de
continencia.
Nuestra
sociedad consumista se basa en ofrecernos lo que deseamos, ofrecérnoslo sin
límite. Si ese deseo implica adicción, del azúcar y el chocolate al sexo o la
violencia, mejor. Se crean necesidades fijas que permite mantener el mercado.
Te dejan elegir tu adicción.
Si el
budismo predicaba la renuncia como base de rechazar el sufrimiento y casi todas
las morales han predicado la contención, en nuestra sociedad de consumo, la
renuncia es un acto subversivo que corta los lazos con el conjunto, que nos
deja fuera. La claridad de la oposición "economía" vs
"salud" ha llevado al extremo el problema.
Nuestra
sociedad está sostenida sobre esa base de la demanda y del capricho, una forma
incentivada de darte el lujo o la satisfacción de no renunciar a lo que te
gusta bajo ninguna circunstancia. Es el anti budismo; solo la adicción aplaca
el tedio de vivir.
Hoy, el
mercado dedica millones a comprender los comportamientos, a buscar los resortes
de la adicción para poder llegar a ti y que bajes tus defensas, si es que las
tienes. No debe extrañarnos, los escándalos de las compañías tabaqueras
incrementando la adicción o de los azúcares nos han dejado claro que la
industria no se frena a menos que se formules estrictas formas de control. Lo
imprescindible no necesita de mucha promoción; lo superfluo, en cambio, necesita
de la argumentación, de la presión constante. La idea de la sociedad de consumo
no es nueva, la tenemos desde los años 50; el despegue de la televisión como
manera de influencia en los hogares se sumó a los otros medios, especialmente a
la radio, de la que fue modelo. Una de sus primeras consecuencias es la
segmentación de los mercados, especialmente en grupos de edad de consumidores.
La
creación de estos grupos de edad-consumo se ha ido distorsionando conforme los
efectos de la desigualdad creciente por efecto de las crisis económicas
sucesivas fueron afectando al poder adquisitivo de los jóvenes, derivado en
gran medida de sus propias familias.
La
crisis del empleo juvenil, la precariedad de esos empleos y su baja
remuneración, la conversión de la formación en negocio, la tecnificación
rutinaria de la educación, su deshumanización, etc. ha llevado a una modificación
y distanciamiento de las relaciones intergeneracionales. También a una
incapacidad de ahondar, condenados a lo superfluo. El COVID19 ha dejado al descubierto nuestras carencias
sociales y psicológicas, nuestras crisis endémicas. Una generación ya ha
crecido con el sentimiento de que la vida no es seguir tu vocación sino coger
lo que te llega, las migajas que la generación anterior te deja caer, antes de
que todo empeore. No le importas a nadie y nadie te debe importar a ti. El
nuevo nihilismo. "No nos van a quitar la bebida también".
Lo más
penoso de ese reportaje es la sensación derrotista que transmite y que hemos
mencionado en escritos anteriores. Es un fatalismo que va desde "los
muertos me dan igual" al "¿dónde quieren que bebamos?" Como bien
señaló Robbie Robertson es el sentido de la realidad lo que te ata a la vida y
lo que te permite fijar tus prioridades. Si no lo haces, todo es un deslizarse
hacia el desastre social y personal.
Lo que
decimos tiene mucho que ver con lo señalado por Paul Krugman y comentamos aquí
en nuestro post anterior: la entronización del egoísmo, convertido así en
principio rector de la vida y las relaciones sociales. Yo soy el "centro"
y a eso le llamo "libertad". "Sinceramente, no me importan los
muertos" podría ser su lema. Su traducción podría ser también "no les
debes nada", aunque vivas de ellos, un sentimiento bastante extendido y
que ayuda a calmar los remordimientos.
Leemos en el artículo de El País:
Alexandra entiende las sanciones porque “lo primordial
es la salud”, pero también opina que no pueden dejarles “sin nada”. “Si nos
cierran las discotecas, ¿dónde quieren que bebamos?”, se pregunta. Entre las
decenas de corrillos que la noche del viernes se formaron a lo largo de los
1.100 metros del arenal, se escuchaba mucho francés, alemán e inglés. Frente a
la discoteca Shoko, cerrada, un grupo de alemanes se montó su propia fiesta
fumando canutos y pasándose las botellas de mano en mano. “¡Viva
Barcelonavirus!”, gritaba uno, claramente ebrio.
Quizá combaten así su propio miedo, tanto al coronavirus como a la soledad, al vacío que supone cortar los lazos de la tribu, salirse del ritual que suple muchas otras cosas.
Las
imágenes grabadas en una discoteca con el DJ subido a la barra escupiendo una
bebida sobre los que estaban felices, a su bola, debajo, dice mucho de algo más
que la irresponsabilidad. Tiene mucho de provocación, de desafío. Da igual que
el DJ se haya arrepentido y pedido perdón. Es fácil echarle la culpa al
alcohol, otro pilar de esta forma de vida. Sin beber, queda poca cosa.
La
imagen de esos jóvenes que durante el confinamiento se ofrecían voluntarios
para llevar comida a los ancianos ha quedado diluida en estas nuevas viejas
imágenes, las que ha propiciado el verano de este nefasto 2020 y que pueden ser
antesala de lo que nos espera.
Sinceramente,
sí, deberían importarnos los muertos, los contagiados, los que están en las
UCI..., pero también deberían importarnos a los que nos les importan los
muertos, los que están contagiados por una vieja pandemia llamada egoísmo.
* Carlos
Garfella Palmer "“Sinceramente, los muertos me dan igual”" El País
01/08/2020
https://elpais.com/espana/catalunya/2020-08-01/sinceramente-los-muertos-me-dan-igual.html
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