miércoles, 3 de septiembre de 2014

Muere la información y matan al mensajero

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La casi certeza de que se haya producido una nueva decapitación de un periodista en ese frente monstruoso de batalla en que se ha convertido la zona de Siria e Irak hace preguntarse sobre el objetivo de esos desalmados. Dentro de sus crímenes constantes contra todo aquel al que se encuentra y se les oponga, contradiga o simplemente le apetezca, los crímenes contra los periodistas que se encuentran informando de los conflictos desde el terreno mismo suelen ser impactantes. Todas las vidas son importantes, pero así como desprecian profundamente la vida de todos los que no siguen sus consignas matando sin compasión, decapitando, fusilando o enterrando vivas a cientos de personas a su paso, a las muertes de periodistas les conceden cierta notoriedad pues en ellos están castigando al mundo y haciendo exhibición de una fuerza cobarde con la que su correligionarios se crecen. No ven lo que es, un crimen cobarde, sino que lo viven como si derribaran nuevas torres en el skyline de Occidente al completo. Dentro de su mentalidad criminal y megalómana, cortar cabezas de occidentales es un acto de demostración de fuerza, además del desprecio y alimento para la soberbia fanática que les guía en el resto de sus crímenes.


Con los secuestros de los periodistas, fotógrafos, etc. cumplen varios objetivos. En primer lugar, la intimidación de los medios que informan sobre lo que ocurre. Como buenos fanáticos religiosos están obsesionados con el "mensaje". Se consideran portadores del único mensaje verdadero, por lo que todos los que propagan otras ideas o versiones sobre lo que son y lo que hacen distinta a la idea absurda y narcisista que tienen de sí mismo se convierte en algo que hay que silenciar y tratar de aprovechar para difundir su propio mensaje.
Creo que no se ha estudiado convenientemente el papel que los nuevos medios, surgidos al hilo de las tecnologías de la información, tienen no tanto en la expansión —que es obvia e importante— sino en la configuración de estas mentes enfermas de notoriedad y profundamente vanidosas y narcisistas. Necesitan del espectáculo y los periodistas son para ellos como críticos que les castigan pervirtiendo lo que ellos consideran una acción de santidad en el mundo, su higiene. El periodista escribe y a ellos no les gusta lo que escriben. "Mentir" sobre sus actos les parece un crimen deleznable.


Este fenómeno no es exclusivo de los yihadistas y lo podemos ver como característico de la mente monolítica que no admite más versión que la suya de lo que ocurre en el mundo. Es importante este hecho de la unicidad del mensaje que proclaman porque sitúa directamente en el punto de mira a los medios y a los periodistas, que son versiones alternativas y rivales. No se trata de considerarlo como parte natural del juego de la propaganda, sino de algo más sutil y perverso que tiene que ver con esa mentalidad totalitaria que solo quiere sumisión y reconocimiento. Ellos son "mensajeros" divinos y una decapitación es una "advertencia", dicen, para los enemigos de la verdad, que es lo que ellos encarnan.

Hay objetivos más pragmáticos. Mientras los periodistas están secuestrados, prisioneros en cualquier lugar de ese laberinto sin fronteras es Oriente Medio, pueden realizar presión sobre los medios que tienden a moderar su lenguaje crítico —cuando no a retirar a sus corresponsales— con la esperanza de que no ejecuten sus amenazas. Está también la cuestión del dinero de los rescates. Estos "mensajeros divinos" son ladrones y delincuentes, que viven de lo que roban y extorsionan. Su mentalidad teocrática exacerbada les hace ver todo ello como parte de un plan justo, para el que siempre encuentran precedentes, citas e interpretaciones. Todo lo que se quite a los infieles o apóstatas es obra de un Dios que está siempre en su boca mientras degüellan, roban o torturan. Para ello les basta hacer una sencilla operación mental, que es colocarse del lado de la verdad y colocar todo lo demás en el otro lado. Les han prometido el paraíso aunque para ello haya que convertir el mundo en un infierno. No les importa nada ni nadie, incluidos los suyos, a los que miran con desprecio cuando muestran debilidad. No hay más que pensar en los suicidas y en las actitudes de las familias para ver que se trata de un extremo en el que se han desprendido de cualquier humanidad. Todo está justificado porque Dios está de su lado. Es el fin y aquello que justifica todo. No hay otra obra, no hay otro fin. Y si lo hay, debe ser destruido.


Para mantener este tipo de convencimiento entre sus seguidores y aumentar su número, las demostraciones de fuerza son necesarias porque además de sembrar el terror, refuerzan al convencido, que ve en ellas más muestras de verdad y poder. La notoriedad que alcanzan estas infames ejecuciones de periodistas le llena de gozo porque ven en ellas la extensión de su mensaje. Rechazan muchas modernidades, con la clara excepción de las tecnologías de las comunicaciones, que les sirven para propagarse, comunicarse, articularse y mandar las exhibiciones de su fuerza al mundo. La fama de la espada precede a la espada.
Es importante entender que no se está ante una cuestión que tenga algún límite. La base del yihadismo es la expansión y la destrucción de todo lo que se oponga a su interpretación del mundo. Por lo tanto no hay negociación porque no hay nada que negociar. Hacerlo sería traicionar la causa. Hay ejemplos de cómo acaban con los miembros que consideran que pueden traicionarlos. Desear la paz es ya una traición gravísima, merecedora de la muerte. No hay retroceso. Les han convencido de que el fin último es la conquista del mundo y que no hay honor mayor que morir o matar por ello.


Pero hay también algo que no puede dejar de ser dicho, que es la situación de los periodistas en estas zonas peligrosas y en otras. Muchos de ellos son periodistas "autónomos". Trabajan para que les acaben comprando (o no) los reportajes que realizan. Para conseguirlo tienen que arriesgar más con menos recursos. Es el mercado. Van donde pueden a conseguir noticias y caen muchas veces en trampas de las que ya no salen o desaparecen hasta que alguien consigue pagar el rescate, si es que hay alguien dispuesto a hacerlo.
La profesión periodística no busca lo heroicidad, solo llenar de sentido el sencillo gesto cotidiano de abrir un periódico o consultar una página, de encender la radio. Esos minutos que dedicamos distraídamente, con un café en la mano, a realizar un rápido recorrido por lo que pasa en el mundo son el resultado del esfuerzo, muchas veces arriesgado, de personas de las que no nos molestamos en saber su nombre. Parece que el espejo stendhaliano se paseara solo por el azaroso camino. Y no es así.


La notoriedad y el buen sueldo se lo suelen llevar los que buscan ser el centro de la noticia o producirla, los que aman más ser mirados que hacer ver. Pero los verdaderos sostenedores, los sacrificados peones de la partida, son siempre personas como estos dos periodistas, degollados para convertirlos en espectáculo macabro que sus compañeros se ven obligados a repetir, haciendo unos de tripas corazón y otros simplemente pensando que es su trabajo y algunos su negocio.
Todas las vidas son importantes. Las de los periodistas no son más importantes que las de los demás. Lo importante es que nos demos cuenta del sentido de sus muertes y de por qué y para qué están donde están: para que nosotros estemos mejor informados. Los periodistas no solo mueren a manos de los criminales psicópatas religiosos, como estos del Estado Islámico o cualquier grupo, secta o estado en el que no se acepte más de una "verdad". Mueren también de indiferencia, de apatía general, de la codicia y del gusto por el cotilleo y la trivialidad que inunda los medios. Por eso muchos de ellos eligen jugarse la vida por una vocación que les saca de despachos, ruedas de prensa sin preguntas y demás comodidades para ganarse el pan con una profesión que aman, mal pagada y precaria; llena de lamentos cuando las desgracias ocurren, pero que no mueve muchos dedos para evitar que ocurran.


No son locos ni héroes. No buscan ser aplaudidos, sino dar las gracias por poder comenzar otro día para cargar con grabadoras, cámaras y ordenadores y poder contarnos algo que merezca la pena escuchar o que simplemente nos saque del ruido y sopor en el que vivimos.
Me han venido ahora a la mente las cadenas humanas para proteger a los periodistas durante los dieciocho días de la Revolución egipcia del 25 de enero de 2011. Como les atacaban para evitar que informaran al mundo lo que estaba pasando allí, la gente los rodeaba para protegerlos. Me han venido a la mente las imágenes del corresponsal de La Vanguardia atendido por una mujer de sus heridas en la cabeza. La mujer le besó en las heridas al saber que era un periodista. Era su forma de reconocimiento porque sabía que estaba allí, jugándose la vida, para informar de lo que ocurría en las calles de El Cairo.
Hoy no hay nadie allí que les proteja. Nadie les besa como agradecimiento las heridas que les han causado por contar la verdad al mundo. Hoy son los criminales los que alardean a través de las redes sociales de su barbarie. En su simpleza teocrática creen que cortar cabezas es callar voces e imponer la verdad. ¡Imponente necedad! Lo único que pregonan es su monstruosidad arrogante.


Hay guerra a la prensa y guerra a los periodistas. La primera es una cuestión de libertades, que se traduce en presiones reales y censura limitando el derecho a informar y a expresarse; a estos monstruos cavernarios no les importa ni las entienden. La segunda es siempre concreta, centrada en personas a las que se persigue, secuestra y asesina. Muere la información y matan al mensajero.

Con la muerte de cada periodista que realiza la labor de informarnos, morimos también todos un poco; ellos alimentan nuestra libertad y defienden a aquellos de los que informan contando al mundo su estado. Su presencia es nuestra mirada; sin ellos estamos ciegos.
Descanse en paz Steven Sotloff. La redacción del otro mundo va ampliando su plantilla con buenos profesionales. 






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