domingo, 25 de noviembre de 2012

Egipto, la nueva dinastía

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La deriva autoritaria en Egipto parecía un hecho cantado ante la imposible vía democrática. Entre dos corrientes, la revolución quedó aislada como un sentimiento informe, como un anhelo entrevisto en sueños, como algo inmaduro todavía. El islamismo conlleva el germen autoritario del futuro prefijado, y el régimen militarista la herencia del poder desaprovechado. Desde la revolución de 1952, Egipto pasó por la revolución socialista de Nasser, el capitalismo liberal de Sadat y el inmovilismo corrupto de Mubarak, fin natural de un movimiento cuya única constante era la voluntad de supervivencia militar en el palacio presidencial.
Desde que comenzara la revolución, Egipto ha girado sobre sí mismo, sobre un eje autoritario de polaridad diferenciada pero de igual resultado, bloquear su avance hacia un futuro democrático posible. La paradoja electoral que obligó a los egipcios a elegir entre un autoritarismo integrista y una dictadura pragmática supuso para muchos un trauma insólito. Lo que nos revela es la incapacidad productiva de un pensamiento democrático egipcio capaz de integrar sus peculiaridades nacionales en un sistema viable socialmente. El silencio o el aislamiento de los intelectuales que hayan podido pensar un Egipto democrático se ha forzado por parte de todos aquellos que no estaban interesados en que germinara como una alternativa a los dos tipos de autoritarismo presentes. Lo que une a ambos es la negación del pensamiento político al servicio del pueblo egipcio, de su mejora social. Se comience como se comience, el final es siempre el mismo: el autoritarismo. No se ha buscado una concordia nacional que permitiera una salida verdaderamente democrática, sino una profundización en el radicalismo como forma de apoyo. Esto ha llevado a una profunda división social que hará inviable las soluciones sensatas que permitan avanzar.


Cuando surgió la oportunidad democrática de la revolución, los que mejor pertrechados estaban para la lucha eran los que poseían las estructuras del poder usadas durante décadas para mayor gloria y control del Régimen y, por otro lado, aquellos otros que se habían construido sus propias redes de dependencia gracias a la pobreza reinante por el abandono y desinterés de los poderes públicos. El islamismo, agazapado entre la sociedad, no ofrecía resistencia ante la dictadura; su objetivo no era traer la democracia, sino hacerse con el control social aprovechando el abandono y la ineficacia reinantes.

Es sorprendente repasar lo equivocado de las estimaciones de aquellos que suponían que la penetración islamista no iría más allá de un veinte por ciento electoral. Desconocían, evidentemente, la profundidad de su labor y, lo que es peor, su grado de penetración real en la tradicionalista sociedad egipcia. La caída de Mubarak no supuso el ascenso de la revolución y sus ideales sino el de sus enemigos tradicionales, los que él mismo había cultivado desde el poder y con quienes había mantenido unas oscuras relaciones.
La decisión del presidente Morsi de hacerse con todos los poderes y blindar sus decisiones es un caso insólito en cualquier régimen político que se pretenda democrático. Pero Egipto siempre es insólito. Desde la revolución hasta hoy son innumerables los actos que pueden ser calificados como tales, para bien o para mal.
El islamismo es incompatible con lo que podemos considerar un régimen democrático porque no piensa en una voluntad individual, sino tan solo en un planteamiento colectivo, de estrechos márgenes, que aplica a todas las minorías. Para el islamismo, ganar unas elecciones no es más que una confirmación de la voluntad divina, de la bondad de sus planes. Lo que ha hecho Morsi ahora es proclamar la infalibilidad política. El líder es un visionario, un elegido que reclama todos los poderes.


Lo que ha hecho Morsi es el equivalente a un golpe de estado, pues no es otra cosa, en un sistema de poderes, silenciarlos. Lejos de encauzarse los problemas, la presidencia de Morsi se está convirtiendo en un caos de difícil salida. Los elementos que deberían traer la estabilidad, cuestionados todos, solo traen conflictos. Es cierto que no se ha desmontado el régimen anterior, pero también es cierto que el nuevo montaje plantea sus problemas, por lo que estamos viendo.


La excepciones constitucionales a algo que pueda ser considerado "democrático" se acumulan provocando la indignación de amplios sectores. Cuando se reclaman derechos similares a los de otras democracias, la excusa es siempre la misma: eso son peculiaridades de Occidente. Y Occidente, ya se sabe, es el "colonialismo", el "imperialismo", el enemigo eterno al que algunos le sacan buen provecho para manejar a la gente. Sin embargo, el enemigo de Egipto está en Egipto.


Egipto ha chocado con obstáculos que limitaban su potencial desde el siglo XIX cuando se comenzó su modernización, proceso que ha sido abortado en sucesivas ocasiones por sus propios demonios nacionales. Ningún movimiento ha logrado liberarse de la deriva autoritaria en la que caían permanentemente los intentos de modernización o cambio. Ya fuera por los enemigos exteriores o por los interiores, Egipto no ha logrado dar el salto que se merece hacia una modernidad que pueda acometer realmente la transformación educativa e industrial del país. Solo de esa doble transformación profunda saldrá un Egipto en el que los deseos se puedan convertir en realidades y no en pesadillas.

Hoy en Egipto tenemos una amplia variedad de locuras, desde salafistas virulentos pidiendo que se vuelen por los aires las pirámides porque van contra el islam, hasta violentos enfrentamientos entre el Ejército y la Policía para sacar a un compañero detenido de los calabozos de una comisaría; tenemos un nuevo Fiscal General que quiere repetir los juicios poco satisfactorios contra aquellos que se enfrentaron a la revolución, incluido el ex presidente Mubarak; se han presentado denuncias por "sedición" contra el Premio Nobel de la Pad ElBaradei, Sabahi y otros líderes de la oposición por un abogado próximo a la Hermandad; hay canales de TV que se abren o cierran según las órdenes de unos y otros; el decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Mansura tomó la decisión de separar en las aulas a mujeres y hombres, lo que ha levantado protestas de los estudiantes... Un mundo caótico en el que no se ha resuelto ningún problema y en el que se crean nuevos todos los días.
Los Hermanos Musulmanes y sus demás apoyos islamistas han conseguido indignar a todas las minorías y grupos sociales con sus decisiones y, especialmente, con su pretensión de una Constitución que, lejos de ser para todos los egipcios, enfoca el conjunto del país desde una óptica ya ideologizada. Es consustancial al islamismo no renunciar a su proyecto de realización de un estado cuya definición es ya islámica. La revolución no se hizo para eso, piensan muchos. Pero eso no le importa nada a la Historia y mucho menos a los Hermanos Musulmanes que se limitaron a recoger los frutos.

Los actos autoritarios acaban deslegitimando y erosionando la autoridad. Lo que ha hecho Morsi tendrá consecuencias importantes. Las urnas no crean sujetos infalibles por el peso de los votos, que son siempre circunstanciales, como debe ser la política misma. Hay algo en la mentalidad de los gobernantes egipcios que los hace pensar en términos de eternidad, sean laicos o religiosos. Eso convierte a cada gobierno en un peligro para la democracia misma, que se basa —por el contrario— en el paso de los gobiernos, en su provisionalidad permanente.
Hoy se corea en la calles "Morsi es Mubarak" como antes se decía de Mubarak que era un "faraón". La dinastía autoritaria tiene hijos muy diferentes, pero todos con la misma voluntad de eternidad y dominio, de perdurar como poder y de realizar su voluntad sobre los demás. Es esa deriva autoritaria que aflora permanentemente en la vida política egipcia el principal obstáculo para su salto democrático a la modernización que el país necesita.







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