Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
deriva autoritaria en Egipto parecía un hecho cantado ante la imposible vía
democrática. Entre dos corrientes, la revolución quedó aislada como un
sentimiento informe, como un anhelo entrevisto en sueños, como algo inmaduro
todavía. El islamismo conlleva el germen autoritario del futuro prefijado, y el
régimen militarista la herencia del poder desaprovechado. Desde la revolución
de 1952, Egipto pasó por la revolución socialista de Nasser, el capitalismo
liberal de Sadat y el inmovilismo corrupto de Mubarak, fin natural de un
movimiento cuya única constante era la voluntad de supervivencia militar en el
palacio presidencial.
Desde
que comenzara la revolución, Egipto ha girado sobre sí mismo, sobre un eje
autoritario de polaridad diferenciada pero de igual resultado, bloquear su avance
hacia un futuro democrático posible. La paradoja electoral que obligó a los egipcios a
elegir entre un autoritarismo integrista y una dictadura pragmática supuso para
muchos un trauma insólito. Lo que nos revela es la incapacidad productiva de un
pensamiento democrático egipcio capaz de integrar sus peculiaridades nacionales
en un sistema viable socialmente. El silencio o el aislamiento de los
intelectuales que hayan podido pensar un Egipto democrático se ha forzado por
parte de todos aquellos que no estaban interesados en que germinara como una
alternativa a los dos tipos de autoritarismo presentes. Lo que une a ambos es
la negación del pensamiento político al servicio del pueblo egipcio, de su
mejora social. Se comience como se comience, el final es siempre el mismo: el
autoritarismo. No se ha buscado una concordia nacional que permitiera una salida verdaderamente democrática, sino una profundización en el radicalismo como forma de apoyo. Esto ha llevado a una profunda división social que hará inviable las soluciones sensatas que permitan avanzar.
Cuando
surgió la oportunidad democrática de la revolución, los que mejor pertrechados
estaban para la lucha eran los que poseían las estructuras del poder usadas
durante décadas para mayor gloria y control del Régimen y, por otro lado,
aquellos otros que se habían construido sus propias redes de dependencia
gracias a la pobreza reinante por el abandono y desinterés de los poderes públicos.
El islamismo, agazapado entre la sociedad, no ofrecía resistencia ante la
dictadura; su objetivo no era traer la democracia, sino hacerse con el control
social aprovechando el abandono y la ineficacia reinantes.
Es sorprendente
repasar lo equivocado de las estimaciones de aquellos que suponían que la
penetración islamista no iría más allá de un veinte por ciento electoral.
Desconocían, evidentemente, la profundidad de su labor y, lo que es peor, su
grado de penetración real en la tradicionalista sociedad egipcia. La caída de
Mubarak no supuso el ascenso de la revolución y sus ideales sino el de sus
enemigos tradicionales, los que él mismo había cultivado desde el poder y con
quienes había mantenido unas oscuras relaciones.
La
decisión del presidente Morsi de hacerse con todos los poderes y blindar sus
decisiones es un caso insólito en cualquier régimen político que se pretenda
democrático. Pero Egipto siempre es insólito. Desde la revolución hasta hoy son
innumerables los actos que pueden ser calificados como tales, para bien o para
mal.
El
islamismo es incompatible con lo que podemos considerar un régimen democrático
porque no piensa en una voluntad individual, sino tan solo en un planteamiento
colectivo, de estrechos márgenes, que aplica a todas las minorías. Para el
islamismo, ganar unas elecciones no es más que una confirmación de la voluntad
divina, de la bondad de sus planes. Lo que ha hecho Morsi ahora es proclamar la
infalibilidad política. El líder es un visionario, un elegido que reclama todos los poderes.
Lo que
ha hecho Morsi es el equivalente a un golpe de estado, pues no es otra cosa, en
un sistema de poderes, silenciarlos. Lejos de encauzarse los problemas, la
presidencia de Morsi se está convirtiendo en un caos de difícil salida. Los elementos que
deberían traer la estabilidad, cuestionados todos, solo traen conflictos. Es
cierto que no se ha desmontado el régimen anterior, pero también es cierto que
el nuevo montaje plantea sus problemas, por lo que estamos viendo.
La
excepciones constitucionales a algo que pueda ser considerado
"democrático" se acumulan provocando la indignación de amplios
sectores. Cuando se reclaman derechos similares a los de otras democracias, la
excusa es siempre la misma: eso son peculiaridades de Occidente. Y Occidente,
ya se sabe, es el "colonialismo", el "imperialismo", el
enemigo eterno al que algunos le sacan buen provecho para manejar a la gente.
Sin embargo, el enemigo de Egipto está en Egipto.
Egipto
ha chocado con obstáculos que limitaban su potencial desde el siglo XIX cuando
se comenzó su modernización, proceso que ha sido abortado en sucesivas
ocasiones por sus propios demonios nacionales. Ningún movimiento ha logrado
liberarse de la deriva autoritaria en la que caían permanentemente los intentos
de modernización o cambio. Ya fuera por los enemigos exteriores o por los
interiores, Egipto no ha logrado dar el salto que se merece hacia una
modernidad que pueda acometer realmente la transformación educativa e
industrial del país. Solo de esa doble transformación profunda saldrá un Egipto
en el que los deseos se puedan convertir en realidades y no en pesadillas.
Hoy en
Egipto tenemos una amplia variedad de locuras, desde salafistas virulentos pidiendo
que se vuelen por los aires las pirámides porque van contra el islam, hasta violentos
enfrentamientos entre el Ejército y la Policía para sacar a un compañero
detenido de los calabozos de una comisaría; tenemos un nuevo Fiscal General que
quiere repetir los juicios poco satisfactorios contra aquellos que se
enfrentaron a la revolución, incluido el ex presidente Mubarak; se han presentado denuncias por "sedición" contra el Premio Nobel de la Pad ElBaradei, Sabahi y otros líderes de la oposición por un abogado próximo a la Hermandad; hay canales de TV
que se abren o cierran según las órdenes de unos y otros; el decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Mansura tomó la decisión de separar en las aulas a mujeres y hombres, lo que ha levantado protestas de los estudiantes... Un mundo caótico en
el que no se ha resuelto ningún problema y en el que se crean nuevos todos los
días.
Los
Hermanos Musulmanes y sus demás apoyos islamistas han conseguido indignar a
todas las minorías y grupos sociales con sus decisiones y, especialmente, con
su pretensión de una Constitución que, lejos de ser para todos los egipcios, enfoca
el conjunto del país desde una óptica ya ideologizada. Es consustancial al
islamismo no renunciar a su proyecto de realización de un estado cuya
definición es ya islámica. La revolución no se hizo para eso, piensan muchos.
Pero eso no le importa nada a la Historia y mucho menos a los Hermanos
Musulmanes que se limitaron a recoger los frutos.
Los
actos autoritarios acaban deslegitimando y erosionando la autoridad. Lo que ha
hecho Morsi tendrá consecuencias importantes. Las urnas no crean sujetos
infalibles por el peso de los votos, que son siempre circunstanciales, como
debe ser la política misma. Hay algo en la mentalidad de los gobernantes
egipcios que los hace pensar en términos de eternidad, sean laicos o
religiosos. Eso convierte a cada gobierno en un peligro para la democracia
misma, que se basa —por el contrario— en el paso de los gobiernos, en su
provisionalidad permanente.
Hoy se
corea en la calles "Morsi es Mubarak" como antes se decía de Mubarak que
era un "faraón". La dinastía autoritaria tiene hijos muy diferentes,
pero todos con la misma voluntad de eternidad y dominio, de perdurar como poder
y de realizar su voluntad sobre los demás. Es esa deriva autoritaria que aflora
permanentemente en la vida política egipcia el principal obstáculo para su
salto democrático a la modernización que el país necesita.
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