domingo, 20 de noviembre de 2011

Un libro: Tiempos difíciles, de Charles Dickens

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
“La única forma de arreglar el presente es volver al pasado” dice el enloquecido inventor de la película “Regreso al futuro” cuando paso junto al televisor abandonado a su suerte. Quizá no se pueda volver al pasado, en cierto sentido, pero si se pueden volver a padecer sus injusticias y dolores. Solo lo errores admiten las teorías del eterno retorno; solo los errores parecen anidar de forma definitiva en las desmemoriadas memorias individuales y colectivas.
Leer a Dickens es la constatación de que ese pasado del que nos habla, de que ese mundo que nos describe no es el resultado de la Historia, sino de las mentalidad humana que no cambia más que en largos períodos que no somos capaces de vislumbrar, muy lentamente. No existe el progreso de la Historia por sí misma; existe la voluntad humana de enderezar, mediante un gran esfuerzo, nuestras propias fuerzas negativas. Nada cambia si nosotros no cambiamos y ningún cambio es definitivo. Cada generación corre el mismo riesgo de repetir errores anteriores, de sentir los mismos malsanos deseos, de padecer las mismas nefastas consecuencias. Olvidamos, nos engañamos, disculpamos…, nos son más que fuerzas con las que justificamos nuestras debilidades y egoísmos camuflados bajo la retórica de los nuevos lenguajes, de las nuevas teorías que siguen escondiendo en su interior los mismos egoísmos y estupideces. Solo el error retorna por sí solo; el bien requiere esfuerzo.

Hoy no traemos un libro de Economía, de Sociología o de cualquier otra disciplina que nos ilustre teóricamente sobre nuestra capacidad de autoengaño. Hoy traemos una novela, una obra que no tiene autor vivo, aunque esté más vivo que muchos de los que firman sus ejemplares en ferias y centro comerciales.
Los libros te dan a menudo la sorpresa de convertirse en rabiosamente actuales, que es como decir que fueron escritos hace apenas unos días pero con la objetividad del que tenía ante sí una realidad distinta, con otros colores y texturas. Pero, en la distancia, puedes reconocer el aire de familia que las épocas muestran, que todo lo humano nos permite observar a través de la variedad de las situaciones.
Eso me está ocurriendo con la relectura de Tiempos difíciles (1854), de Charles Dickens. En su momento y posteriormente, la crítica se dividió sobre la valoración. Para unos era un retrato ajustado de los problemas de la época, de los conflictos económicos y morales. Otros, en cambio, reprocharon a Dickens, como ocurrió con George Bernard Shaw, no haber hecho justicia al sindicalismo del momento. Dickens supo diferenciar a los obreros de los sindicatos y no identificarlos de forma natural. El tiempo le dio la razón. Quizá Shaw hubiera preferido una obra más maniquea, con todos los obreros buenos y los patronos malos, pero eso es precisamente de lo que se suele acusar a Dickens de forma bastante injusta. Hay mucho más color y matices que del esquematismo que se le atribuye. Pintar por obligación los personajes buenos o malos no es hacer un favor ni al arte ni a sus lectores. Trae más cuenta hacer una lectura  comprendiendo los grandes debates de la época, las voces que resuenan en sus páginas a sabiendas de que a través esos personajes hablan coralmente las tendencias culturales, económicas y políticas, de la época, el reflejo repartido del mundo que se quiso retratar. Dickens no solo quería mostrar la sociedad; quería que ésta fuera consciente de sus propias faltas y las enmendara. No era un esteta; era alguien que quería vivir en una sociedad mejor.

La maestría de Dickens en esta novela —por lo que la traemos hoy aquí— es que supo ver las consecuencias conjuntas de varios ámbitos sobre el ser humano y la coherencia cultural que representan. Nos interesan dos principalmente, la educación y la economía como parte de una única forma en la que una se pone al servicio de la otra. En un mundo plagado de huelgas —el nuestro, no el de Dickens— por la enseñanza y su situación, deberíamos además de centrarnos en los aspectos económicos atender otro tipo de aspectos. Se protesta por los recortes económicos en la enseñanza, pero no se ha protestado por los recortes morales, por los que nos hemos ido deslizando hacia un fondo que hemos tocado de forma casi imperceptible. La discusión —una vez más— por el dinero, por los fondos, desplaza la discusión moral, que debe ser el “fondo” principal. El sentido final de la educación está alejado de las discusiones en todos los niveles. Sencillamente se ignora. Se discute cuánto cuestan las cosas, pero no para qué sirven. Y las “cosas”, muchas veces, somos nosotros.
Dickens hace lo contrario. Le preocupan menos los “fondos” y más el “fondo”. Pero ese fondo preocupante no es algo que se ponga encima de la mesa, sino algo que quedó olvidado en el cajón de los principios hace mucho tiempo. ¿Y cuál es el fondo?:

[…] porque la única transacción razonable en el caso de un producto habría sido comprarlo lo más barato posible y venderlo obteniendo el máximo beneficio, dado que había quedado claramente establecido por los filósofos que en aquel principio se comprendían todos los deberes del ser humano: no una parte de sus deberes, sino la totalidad (287-288)


Lo importante que tiene esta obra —en mi modesto parecer, lo que pone en marcha mi sentido reflexivo— es la unidad económica —esa “totalidad” de la que habla Dickens—, la derivación de los simples principios económicos hacia todos los otros, su ocupación del centro de la vida individual y social. Cuando muchos economistas, Keynes entre ellos [ver entrada], reivindican la Economía como una “ciencia moral” se están refiriendo a que no trabaja solo con cantidades, sino con personas que sufren o se benefician de los repartos de esas cantidades. La Economía no debe tratar del beneficio individual sino reivindicar el bienestar social.

En Tiempos difíciles vemos la continuidad existente entre un modo económico y un modo educativo. Más allá de las cantidades asignadas (la forma más simple, por no decir simplona) está el efecto moral de la educación, el tipo de persona que produce. La educación es un sistema que produce personas para el Sistema. Su diseño es el resultado de la forma de pensar del conjunto para seguir reproduciéndose. El control de la educación, como sabía Dickens y muchos otros pedagogos de entonces y ahora, es el control de la sociedad porque coge a las personas en un punto de su vida y las transforma en su camino hasta llegar al final del proceso. El sistema educativo es un sistema de transformación humana, de fijación de fines y metas, de asignación de valores y prioridades. Cuando se distingue entre familia y escuela se soslaya siempre que también las familias han pasado por las escuelas, son su resultado. Solo una mente naif puede sostener que sus pensamientos son el resultado de su propia e independiente experiencia, sin que exista influencia alguna.
Dickens comienza su obra con y en la escuela, mostrando sus efectos, los efectos del sistema utilitarista que se estaba desarrollando para hacer individuos destinados a un sistema más amplio que es básicamente productivo. Se forma a las personas para obtener el rendimiento máximo en sus trabajos. Se forma para producir. La persona no es el eje sino la producción; es una pieza. El sistema educativo produce personas que producirán con eficacia.

—¡Hechos, hechos, hechos! —dijo el caballero. Y «¡Hechos, hechos, hechos!» repitió Thomas Gradgrind.
—Has de guiarte y dejarte gobernar en todas las cosas —dijo el caballero— por los hechos. Esperamos contar, antes de que pase mucho tiempo, con un consejo de hechos, compuesto por comisarios de hechos, que forzarán a la gente a ser personas de hechos y nada más que de hechos. Tienes que desterrar por completo la palabra imaginación. No has de tener nada que ver con ella. No habrás de tener, en ningún objeto de uso ni en ningún adorno, nada que esté en contradicción con los hechos. […] Ese es el nuevo descubrimiento. Eso son hechos. Eso es buen gusto. (22)

Ese es el mensaje central que el banquero y empresario Bounderby, el hombre que se ha educado a sí mismo, que como él mismo señala descriptivamente no necesitó calzador durante una parte de su vida porque no tuvo zapatos, lanza y exige a los demás. En un mundo transformado en fábrica, no existe más libertad que la de producir el máximo cobrando el mínimo. Ese es el escenario moral que nos describe a través de los discursos de los personajes. El principio económico se debe corresponder con el educativo. No existen más que los hechos y eso es lo que se debe transmitir. Eficacia; lo demás sobra.


Dickens no está realizando una simple caricatura. Desde finales del siglo XVIII hay un debate social abierto sobre la finalidad de la enseñanza. Para muchos pedagogos de la época, la educación se justifica en la mejora de la producción, en términos de rendimiento y eficacia laboral, no en la mejora de la persona. No se aprende para dejar de ser obrero, sino lo justo para ser un obrero que produzca mejor. Estos argumentos, desgraciadamente, siguen estando hoy presentes en nuestro nuevo utilitarismo, en que el sistema de producción se convierta en el que dirige el sistema educativo fijando sus metas. Gran parte de las reformas que se abordan hoy, aunque no se reconozca,  obedecen a estos principios bajo conceptos como “excelencia” o “eficacia”.

No podemos dejar de mencionar aquí el ejemplo de la obra Amor y pedagogía, de Miguel de Unamuno, en el que se muestran los peligros de esta educación positivista que mata el amor junto con la imaginación y convierte en desagraciadas a las personas arruinándoles la vida. No es el único caso. Podríamos citar más caos de obras con esta preocupación o denuncia sobre los efectos de esta forma de educar.
Acostumbrados a despreciar muchas tramas de Dickens por sentimentales, dejamos de percibir el efecto educativo sobre los personajes de la obra. La educación de los dos jóvenes Gradgrind, Louisa y Tom, bajo la presión del banquero, ha sido ese sometimiento a los hechos con el que buscaba asegurarse en la niña una futura esposa a su medida. Lo único que ha conseguido es tener por acompañante —más que compañera— un ser desgraciado, reprimido emocionalmente. Por encima del personaje está el símbolo de la deformación personal, del utilitarismo aplicado a la formación de la personas. El otro hijo, Tom, será débil y manipulador de su propia hermana, a la que utilizará para cubrir sus propias debilidades. En el personaje de Louisa se centra el núcleo simbólico de la obra ya que es ella realmente la consecuencia humana de la educación perversa a que ha sido sometida. Finalmente, se produce el estallido de lo que ya no puede ser reprimido en el fondo del alma. El padre y el marido debaten:

—[…] Bounderby, tengo motivos para creer que nunca hemos entendido bien a Louisa.
—¿Qué quiere decir con «hemos»?
—Permítame entonces que utilice el yo —replicó Gradgrind, en respuesta a aquella pregunta brutalmente lanzada—; creo que nunca hemos entendido a Louisa. Me parece que no acerté nunca en la manera de educarla.
—Ahí ha dado en el clavo —replicó Bounderby—. En eso estoy de acuerdo con usted. Ha terminado por descubrirlo, ¿no es eso? ¿Educación? Voy a decirle en qué consiste la educación: en que a uno lo pongan de patitas en la calle y no disponga de otros ingresos que los golpes que le dan. A eso es lo que yo llamo educación… (379-380)

Y eso será lo que haga. Al igual que despide operarios de sus fábricas o empleados de su banco, Bounderby dará sus lecciones sobre cómo funciona la verdadera educación despidiendo a su esposa. Es la aplicación directa de su sistema educativo y él controla todo.
Los que prefieren quedarse en el fondo económico y laboral de la obra de Charles Dickens, cometen el error de desligarlo de sus efectos morales. El mundo de Bounderby son los oscuros decorados de la ficticia ciudad de Coketown, el siniestro escenario de una ciudad industrializada hecha a la medida de su sistema industrial y educativo, ya que ambos son lo mismo:

Coketown hacia donde se dirigían los señores Bounderby y Gradgrind era el triunfo del hecho; una ciudad tan poco contaminada por la fantasía como la misma señora Gradgrind. Permítasenos antes de seguir con nuestra melodía presentar la nota dominante: Coketown.
Coketown era una ciudad de ladrillos rojos, o de ladrillos que habrían sido rojos si el humo y las cenizas lo hubieran permitido; pero tal como estaban las cosas era una población de un rojo y un negro nada naturales, algo así como la cara pintarrajeada de un salvaje. Era también un lugar de maquinaria y chimeneas altas, de las que brotaban —sin detenerse nunca, ni llegar a desenredarse— interminables serpientes de humo. Tenía un canal negro y un río de un extraño color morado gracias a un tinte maloliente, y grandes aglomeraciones de edificios, llenos de ventanas, que retumbaban y temblaban a lo largo de todo el día, y donde los pistones de las máquinas de vapor trabajaban monótonamente arriba y abajo como cabezas de elefante en un estado de locura melancólica. Coketown contenía varias calles muy grandes, todas muy semejantes unas a otras, y muchas calles pequeñas todavía más parecidas entre sí, habitadas también por personas iguales unas a otras, que entraban y salían todas a las mismas horas, produciendo el mismo ruido sobre las mismas aceras, para hacer el mismo trabajo, y para quienes todos los días eran iguales, sin diferencias entre el ayer y el mañana, y todos los años la repetición de los anteriores y de los siguientes. (44-45)



Dickens utilizará a lo largo de toda la obra las metáforas que crea en la presentación de la ciudad: las serpientes de humos, las máquinas como elefantes…, una jungla industrial por la que se mueven seres deformados por el sistema en el que viven y con el que muchos luchan y solo algunos pocos consiguen vencer. Lo hacen con amor e imaginación, las dos energías que el sistema del señor Bounderby ha proscrito de la vida de Coketown. Dickens no era un revolucionario —algo que se le recrimina absurdamente con frecuencia— probablemente Dickens hizo más por el cambio social que muchos otros con sus discursos inflamados. Lo hizo a través de la sensibilización social ante los problemas reales bajo el arma del arte, una herramienta que ha quedado olvidada en el desván de la cultura light que disfrutamos.
La obra está llena de momentos en los que nuestra mente se vuelve al presente. Las imágenes vívidas que Dickens nos crea de los momentos nos reenvían a otros momentos, más cercanos, en los que se conectan con situaciones, ideas o palabras que abandonan las páginas del libro y saltan a las de los periódicos o noticiarios. Desgraciadamente el mundo del capitalismo salvaje que Dickens mostraba en sus inicios vuelve camuflado de teorías genéticas o sociales con las que se vuelve a camuflar el viejo principio que se enuncia por boca del banquero Bounderby, todo reside en el beneficio. El egoísmo es el motor.
La joven Sissy, el contrapunto imaginativo e inocente de la obra, la hija del payaso, cuenta entre lágrimas cómo ha sido reprendida por sus equivocaciones cuando ha sido preguntada en clase, en ese centro amante de los hechos:

—Cuéntame algunas de tus equivocaciones.
—Casi me da vergüenza —dijo Sissy resistiéndose—. Pero hoy, por ejemplo, el señor M’Choakumchild nos está explicando la «prosperidad natural».
—Supongo que quieres decir «nacional» —observó Louisa.
—Sí, eso es. Pero, ¿no se trata de lo mismo? —preguntó Sissy tímidamente.
—Será mejor que utilices «nacional» si es lo que él ha dicho —replicó Louisa, con su estilo reservado y distante.
—Prosperidad nacional. Y él dijo: vamos a ver, este aula es una nación. Y en esta nación hay cincuenta millones en dinero contante y sonante. ¿Vivimos en una nación próspera? Niña número veinte, ¿no es esta una nación próspera, y no es la tuya una situación floreciente?
—¿Qué respondiste? —preguntó Louisa.
—Dije que no lo sabía, señorita Louisa. Pensé que no podía saber si la nación era próspera o no, y si mi situación era floreciente, a no ser que supiera quién tenía el dinero, y si una parte era mía. Pero eso no tenía nada que ver con la pregunta. Eso no estaba en absoluto en las cifras —dijo Sissy, secándose las lágrimas. (97)

La inocente Sissy había puesto el dedo donde no debía. Hechos, solo hechos. Leamos hoy a Dickens. Seguiremos aprendiendo de nuestro presente.

Charles Dickens (1854, 2010): Tiempos difíciles. Traducción de José Luis López Muñoz (2010). Barcelona Alianza Editorial.  468 pp. ISBN: 978-84-206-7423-0.



2 comentarios:

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.