Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Me fui
de la comida antes de tiempo. Se estaba convirtiendo en una incómoda diatriba
contra la idea del delito del odio por parte de algún comensal que razonaba "jurídicamente"
sobre la "libertad de expresión" o sobre si en estos tiempos no se
hubiera podido estrenar "La vida de Brian", la película de los Monty
Phyton, de 1979. Se concluía finalmente que estos tiempos eran "menos liberales"
y que había demasiada "vigilancia" sobre lo que se decía. Todas estas
situaciones comienzan siempre cogiendo el rábano por las hojas para acabar
siendo un encendido discurso aprovechando el paso del Pisuerga por Valladolid.
Es la forma en que se aprovecha cualquier fisura o relajación para colar el
mensaje victimista de los que consideran que "odiar" es un derecho
sagrado, un elemento clave de la vida política.
La
primera falacia parte —como se hizo— de llevar al oyente a una situación
absurda: ¿es lo mismo matar que que hablar? Cualquier persona sensata
dirá que no. El siguiente paso es decir que tienen casi las mismas penas matar
que desear matar, lo que es una injusticia. Evidentemente no tienen las mismas
penas, pero no es el odio lo que se penaliza, sino otra cosa muy distinta que
el odio maneja.
El odio
es un sentimiento, un estado que nos hace desear daño a alguien. Ese daño va
de desearle al otro el catarro más leve a desear para él una muerte muy dolorosa o cualquier otra circunstancia. Las leyes no regulan el
odio como tal, algo de lo que se ocupan del teólogo al psiquiatra para tratar a quien lo
siente si se considera que está destrozando su vida o perturbándola en algún
aspecto. Las más de las veces, como algo enfermizo, el odio no se puede
controlar.
De lo
que estamos hablando es algo que va más allá del sentimiento. Hablamos sobre
todo de los "discursos de odio" y de la "incitación al
odio", muchas veces efecto de los mismos discursos.
El
asesino de Nueva Zelanda sentía odio y mató a cincuenta personas. Para él no lo
eran. No tenían identidades sociales, solo era blancos deshumanizados en los
que descargar su odio, un odio cuyo crecimiento se ha documentado a través de
las influencias recibidas. Él era un eslabón en una cadena. La emisión del
vídeo de la matanza a través de Facebook es una forma de sembrar el odio a
través de un discurso. ¿Se impidió su "libertad de expresión" cuando
se retiró la grabación? ¿Era su mensaje solo eso, expresión?
Ir
diciendo por ahí que el "odio" es solo "expresión" es un
absurdo e un mundo que se ha vuelto más violento y sobre todo intercomunicado.
Los efectos de los discursos de odio se amplifican en un mundo en el que un
mensaje puede llegar a millones de personas antes de que descuelgues el
teléfono. Hemos creado un universo instantáneo en donde hay cosas muy difíciles
de parar.
Cada
uno puede destruir su vida consumiéndose odiando, incluso —concedo— que con
alegría interior, disfrutando de ello. Nadie podrá evitarlo. Pero desde el
momento en que eso se hace público y se difunde instantáneamente se está
haciendo algo más que expresarse. La
libertad de expresión de pensó para fines más nobles. Como todas las
libertades, siempre se plantean problemas con su abuso. Pero las llamadas al
odio son el más viejo de los problemas. Precisamente lo que define a las
democracias verdaderas, las que caminan hacia la concordia social resolviendo
problemas, es su capacidad para dejar fuera el odio mediante el reconocimiento
del otro.
Tuvo
que producirse la manifestación más cruenta del odio para que se empezara a
descubrir que era el ensimismamiento, la incapacidad de diálogo, la negación
del otro, la voz única, lo que estaba en su base.
Sobre
el papel, la teoría facilona nos dice que la verdad triunfa. Hoy ya no somos
(no nos lo podemos permitir) tan ingenuos. Estamos entrando en una época en la
que los enemigos de las libertades ajenas se expanden de forma peligrosa. La
demagogia hace sus deberes para convertir a las personas en supremacistas
étnicos o religiosos. A la barbarie de matar en nombre de las religiones se
suma la de matar en nombre del color de la piel o las fronteras. Nunca se
tienen bastantes muertos, siempre pecamos de olvido.
Si los
discursos de odio son explosivos y deben ser vigilados y penalizados de forma
adecuada, los discursos que exoneran de culpa a los que incitan a matar a otros
deben ser contrarrestados. El radicalismo que llama al odio es cada vez más
intenso y, sobre todo, llega desde más alto. Hoy ya no está en mítines
callejeros, sino en discursos de investidura. Hay que arrinconar estos
discursos explicando que no es lo mismo matar que odiar, pero que si el odio
llama a cometer crímenes, a excluir a los otros por su origen, su condición
sexual, por su religión, etc. este se hace responsable de las consecuencias. No
es una cuestión de expresión, sino de incitación. Odiar es una enfermedad que
aqueja a las personas, que las consume. Pero a diferencia de las enfermedades
que nos hacen quedarnos inactivos, el odio llama a la hiperactividad, a la
acción inmediata. Llama a quemar casas, a asaltar refugios, a apuñalar en mitad
de la calle, a arrollar con coches, a disparar en la nuca o a ametrallar a las
multitudes, a cerrar fronteras, a construir muros. Y ante esto no podemos ser
indiferentes.
La
provocación, en un mundo interconectado instantáneamente, es un acto
irresponsable. El extremismo vive provocando y de la provocación. Lo hace
aprovechando las libertades, las facilidades y los medios existentes. No se
trata de un debate como algunos pretenden entre "libertad" y
"seguridad", sino entre irresponsabilidad y sentido común.
Hoy asistimos a poco fructíferos debates sobre los que podemos o no decir. Una cosa es la crítica, que puede llegar al fondo de cualquier cuestión, y otra la llamada al odio, que no llega al fondo de nada. El odio no profundiza porque busca una respuesta emocional, agresiva. El odio tiene ya todas las respuestas, por eso le sobra el diálogo. El interés de los casos de personas que han conseguido abandonar sus marcos de odio (racismo, exonofobia...) porque pasan a ser conscientes de hasta qué punto eran manipulados hacia la violencia, vivían presos, ciegos sin saberlo. Cegados por una "verdad" deslumbrante, por una solución radical, vivían en el fondo del pozo del engaño.
Los
discursos de odio matan a su manera; llamar a hacerlo, a ejercer diferentes grados de violencia contra otros a los que se les niega algo o se les estigmatiza de alguna manera. Hay que combatirlos también más allá de las leyes,
con la razón y el sentido común, con la argumentación. También con las formas
penales eficaces. Una sociedad indiferente al odio, ya ha perdido la mitad de
la batalla.
Odiar siempre ha sido fácil. Extender el odio, llamar a la violencia, etc. es hoy más fácil que nunca. El odio genera odio, la violencia violencia. No es tolerancia que el odio se extienda; es solo irresponsabilidad suicida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.