Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Publicado
originalmente en 1949 con el título Apologie
pour l’Histoire ou Métier d’historien, editado aquí con el poco atractivo Introducción
a la historia, la obra de Marc Bloch es única por muchos motivos. Como judío y
resistente francés, Bloch fue detenido e internado por los nazis, finalmente
torturado y fusilado por la Gestapo.
"Somos
los vencidos provisionales de un injusto destino" escribirá al también
historiador Lucien Febvre, compañero fundador de los Anales, en una carta
"a manera de dedicatoria", fechada el 10 de mayo de 1941, en Fougères,
que sirve de presentación al texto. A Lucien Febvre le dedicará el escrito con
la esperanza de poder volver a trabajar juntos, algo que sabemos no ocurrirá
nunca.
Conmueven
las disculpas que Bloch pide a los lectores por sus imprecisiones, fallos de
memoria debidos a la ausencia de una biblioteca en la que consultar sus
afirmaciones dado su estado de prisionero, circunstancia esencial de la
escritura. Podemos leerlo como un libro sobre historia y quizá leerlo también como
un libro sobre la historia de alguien que está viviendo un momento muy especial
y desgraciado, en mitad de la barbarie, dando cuenta de un momento que será recordado
y deberá ser explicado en oleadas sucesivas, a través de las distintas
aproximaciones a ese momento cada vez más lejano en el tiempo. Los datos están
ahí, nos dirá Bloch, pero nuestro conocimiento sobre ellos mejorará gracias a
la mejora de lo que considera una disciplina nueva con un nombre antiguo, la
Historia.
Hay un
fragmento en el apartado "Los límites de lo actual y de lo inactual"
en que Bloch recoge una idea de gran calado referida no a los hechos sino a los
cambios en las mentalidades que se han ido produciendo y que precisamente
modifican nuestra relación con el pasado:
[...] desde la época de Leibniz, desde la
época de Michelet, ha ocurrido un hecho extraordinario: las revoluciones
sucesivas de las técnicas han aumentado considerablemente el intervalo
psicológico entre las generaciones. No sin cierta razón, quizá, el hombre de la
edad de la electricidad o del avión se siente muy lejos de sus antepasados. De
buena gana e imprudentemente concluye que ha dejado de estar determinado por
ellos. Agréguese a lo anterior la indicación modernista innata a toda
mentalidad de ingeniero. Para echar a andar o para reparar una dinamo ¿es
necesario conocer las ideas del viejo Volta sobre el galvanismo?*
El
párrafo es notable por sus implicaciones profundas no solo para la Historia,
sino por su alcance social y cultural. Hoy podemos comprender mejor el sentido
de lo expresado por Bloch dado que lo que Bloch señalaba en los 40 se aceleró
en las décadas posteriores. La guerra se cerró con la bomba atómica, abriendo
una era en donde la tecnología se iría incorporando a las vidas cotidianas
aumentando esa distancia generacional. El concepto mismo de generación se debe
someter a revisión si con él se pretende representar una unidad en el vivir,
sentir o pensar.
Desde
los años 50 se acelera la transformación. Es el mundo lo que se cambia, pero
también nuestra forma de pensarlo y de pensarnos, mediados como estamos por
procesos que desconocemos. La idea señalada por Bloch al final del párrafo
sobre la necesidad de conocer las ideas de Volta para reparar una dinamo
representan una idea aintilustrada. El siglo XVIII había concebido la
ilustración como autonomía gracias al conocimiento liberador de los mitos que
atenazaban al hombre a lo largo de la Historia, cuyo tejido había que destejer.
Las
implicaciones del texto de Bloch señalan una dirección anti ilustrada de los
tiempos (¿se puede creer en los ideales ilustrados en mitad de la barbarie, llegada
desde el país más culto de Europa en esos momentos?) son grandes. Hay una
desconexión en la mentalidad del ingeniero, "homo tecnológico" por
excelencia, de la Historia misma en la medida en que ha surgido en él un
concepto de obsolescencia surgido de la propia experiencia y que cristalizará
en la idea de "progreso", con la visión negativa del pasado, siempre
superado por el presente. De esta forma, el pasado se distancia en un sentido
mental muy superior al propiamente temporal.
La
Historia parte del supuesto de continuidad
que le viene dado por dos cosas: la capacidad narrativa lineal del discurso que
le da forma —la historia es acumulativa— y especialmente la continuidad de los
agentes que participan en ella, es decir, el sentimiento de "identidad".
"Historia" es un concepto que agrupa, pero ¿y si se produce una
desconexión, una ruptura en la continuidad identitaria?
No se
trata de un problema historiográfico, sino cultural. El presente, por así
decirlo, se expande y ocupa todo el espacio mental expulsando de allí al "pasado",
que deja de contribuir a nuestro presente. El "pasado" no es la
"historia" sino un discurso sobre él, un discurso cambiante fruto del
propio presente y sus circunstancias, del que no puede prescindir el intérprete.
En ese discurso se recogen o rechazan hechos, se interpretan en un sentido u
otro, pero más allá de la disciplina y los especialistas, tiene un efecto en
esa continuidad.
El
papel de la Historia como nueva disciplina en la creación de los nacionalismos
decimonónicos, por ejemplo, es esencial como lo es hoy. Basta con repasar las
crispaciones producidas por las divergencias históricas allí donde flojea la
identidad.
La
mentalidad del mundo tecnológico, como señala Bloch, es diferente a la de
aquellos que consideraban que en el estudio del pasado estaban las claves.
Aunque se haya prescindido de esa vieja idea, no es trivial la cuestión identitaria, que choca con la mentalidad
de no pertenencia, individualista, atomizada, que se está dando en nuestras
sociedades.
Muchos
de nuestros problemas sociales se están forjando precisamente en estos mundos
huérfanos de identidad, tiempos de globalización y tecnología fría en las que
se prescinde de cualquier sentido de identidad más allá del presente. Fenómenos
como los populismos, los nacionalismos o el extremismo religioso y otros más
difusos como las corrientes anti científicas (de las vacunas al cambio
climático, etc.) surgen precisamente de ese vacío producido por la falta de
identidad y de continuidad.
Hay
otro pasaje de Bloch que me gustaría recuperar precisamente como muestra de ese
sentido sistémico del momento y del papel del cambio de la ciencia:
[...] nuestra atmósfera mental no es ya la
misma. La teoría cinética del gas, la mecánica einsteiniana, la teoría de los
quanta, han alterado profundamente la idea que ayer todavía se formaba cada
cual de la ciencia. No la han rebajado, pero la han suavizado. Han sustituido
en muchos puntos lo cierto por lo infinitamente probable; lo rigurosamente
mensurable por la noción de la eterna relatividad de la medida. Su acción se ha
hecho sentir incluso sobre los innumerables espíritus —entre los cuales debo
contarme yo— a quienes las debilidades de su inteligencia o de su educación les
prohíben seguir esa metamorfosis en otra forma que no sea de muy lejos y por
reflejo. Así, para lo sucesivo, estamos mucho mejor dispuestos a admitir que un
conocimiento puede pretender el nombre de científico aunque no se confiese
capaz de realizar demostraciones euclidianas o de leyes inmutables de repetición.
Hoy aceptamos mucho más fácilmente hacer de la certidumbre y del universalismo
una cuestión de grados. No sentimos ya la obligación de tratar de imponer a
todos los objetos del saber un modelo intelectual uniforme, tomado de las
ciencias de la naturaleza física, pues sabemos que en las propias ciencias
físicas ese modelo no se aplica ya completo. Aún no sabemos muy bien qué serán
un día las ciencias del hombre. Sabemos que para ser —obedeciendo siempre, por
supuesto, a las leyes fundamentales de la razón— no tendrán necesidad de
renunciar a su originalidad ni de avergonzarse de ello.*
Nos
dicen muchas veces que hay mucho en la ciencia moderna de anti intuitivo. Quizá
en un mundo del conocimiento fragmentado, configurado por especialistas
sectoriales con un conocimiento cada vez más limitado de lo que no es su
especialidad, y de ignorantes totales que no necesitan saber lo que hacen, solo
asegurarse de que se hace, la historia desaparezca como necesidad anímica y
cultural. Quizá el mundo es ya fabril y solo necesita registrar datos sin
preocuparse más que por la eficiencia.
En el
apartado "Comprender el pasado por el presente", Bloch escribe: "La incomprensión del presente nace fatalmente
de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por
comprender el pasado si no se sabe nada del presente."*
Algunos
pueden pensar que el presente se "vive", mientras que el pasado se
"explica". ¿Qué significa ese comprender el presente, el momento que
vivimos, en el que la propia acción dificulta nuestro conocimiento?
Hoy el
mundo es un gigantesco mosaico cacofónico en el que las cosas simplemente
ocurren. Los noticiarios dejan caer los datos que se superponen cada día
creando una ilusión de presente. Dejan enormes zonas opacas de las que no surge
la información debido a las agentas. El presente es espectáculo en sesiones de
veinticuatro horas continuadas. Se entremezclan una guerra interminable con el
parte del tiempo del fin de semana, el gol dudoso con la crisis económica. Comprender
el presente deja de convertirse en una necesidad y se vuelve angustia.
Ante un
presente caótico, el pasado se desvanece y con él la Historia, que comienza a
producir subproductos para el consumo. Estos (de la novela histórica al pseudo
pasado mítico del juego de rol, de la película que nos trae fastuosos
escenarios y trajes de época al "Historia para dummies") rellenan los
vacíos que crean la angustia. Donde la Historia ya no es necesidad, se vuelve hobby.
Más
allá de la identidad y de la continuidad, más allá de la Historia, comprendernos sigue siendo una necesidad
esencial y el hecho de que muchos no lo sientan agrava más todavía la
necesidad.
Esa
comprensión se realiza a través del Arte, de las Humanidades, que son los que
dan forma más allá de los problemas del conocimiento. Nuestro problema es
precisamente la trivialidad reduccionista del mundo que representamos, complejo
por el aumento de las interacciones en todos los órdenes (culturales,
económicos, sociales...) y simplificado, desarticulado, caótico como
experiencia indirecta.
El
prejuicio contra la Historia no solo viene del mundo de la técnica, también
desde otros puntos opuestos podemos encontrar el mismo prejuicio con base
diferente. Recordemos las palabras de Nietzsche en su Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida (1874):
CONTEMPLA el rebaño que paciendo pasa ante ti:
no sabe qué significa el ayer ni el hoy, salta de un lado para otro, come, descansa, digiere, salta de nuevo, y así de la mañana a la noche y día
tras día, atado
estrechamente, con su placer o dolor, al poste
del momento y
sin conocer, por esta razón, la tristeza ni el hastío. Es un espectáculo difícil de comprender para el hombre –pues este
se jacta de su humana condición frente a los animales y, sin embargo, contempla con envidia la felicidad de estos-, porque él no quiere más que eso, vivir, como el animal, sin
hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en vano, porque no lo quiere como el
animal. El hombre pregunta acaso al
animal: ¿por qué
no me hablas de tu felicidad y te limitas a
mirarme? El animal quisiera responder y decirle: esto
pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir -pero de repente olvidó también esta
respuesta y calló:
de modo que
el hombre se
quedó sorprendido.
Pero se sorprende también de sí mismo por el hecho de no aprender a olvidar y estar
siempre encadenado al pasado: por muy lejos y muy rápido que corra, la cadena corre
siempre con él. Es un verdadero prodigio: el instante, de repente está aquí, de repente desaparece. Surgió de la
nada y en la nada se desvanece. Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar
la paz de un momento
posterior. Continuamente se desprende
una página del libro del
tiempo, cae, se va lejos flotando, retorna imprevistamente y se posa en
el regazo del
hombre. Entonces, el hombre dice:
«me acuerdo» y envidia al animal que inmediatamente olvida y ve cada instante
morir verdaderamente, hundirse de nuevo en la niebla y en la noche y
desaparecer para siempre. Vive así el animal en modo no-histórico, pues se funde
en el presente como número que no deja sobrante ninguna extraña fracción; no
sabe disimular, no oculta nada, se muestra
en cada momento totalmente como es
y, por eso, es necesariamente sincero. El
hombre, en cambio, ha de bregar con la carga cada vez más y más aplastante del
pasado, carga que lo
abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como invisible y oscuro fardo que él puede alguna vez hacer ostentación de negar y que, en el trato con sus semejantes, con
gusto niega: para provocar su envidia. Por eso le conmueve, como si recordase
un paraíso perdido, ver un rebaño
pastando o, en
un círculo más
familiar, al niño que no tiene ningún
pasado que negar y que, en feliz
ceguedad, se concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro.
Y, sin embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto será despertado de
su olvido. Enseguida aprende la palabra «fue», palabra puente con la que tienen
acceso al hombre, lucha, dolor y hastío, para recordarle lo que
fundamentalmente es su existencia -un imperfectum
que nunca llega
a perfeccionarse-. Y cuando, finalmente,
la muerte aporta el anhelado olvido, ella
suprime el presente y el existir, plasmando así su sello a la noción de
que la existencia es un ininterrumpido haber sido, algo que vive de negarse, devorarse y contradecirse a sí
mismo.**
Hoy el
rebaño , en gran medida, somos nosotros, incapaces de dar cuenta de nosotros
mismos, dirigidos a la eficacia de lo que hacemos y al olvido en un presente
dinámico y elástico en el que estamos
sumergidos de forma fragmentaria y trivial. Si para Nietzsche la memoria podía ser paralizante y dolorosa, el recuerdo como cadena y lastre, hoy comprendemos que
la cuestión tiene una vertiente social y unas consecuencias más allá de los
corderos que olvidan sus respuestas cuando son preguntados. Quizá la dura
realidad es que los corderos ya no son capaces de atender a las pregunta y, por
el contrario, tratan de confundirnos poniendo caras de interés para ocultar lo
profundo de su ignorancia.
El propio Nietzsche escibe más adelante en favor de la Historia en un orden liberador y no encadenante:
QUE LA
VIDA tiene necesidad
del servicio de
la historia ha
de ser comprendido
tan claramente como la
tesis, que más
tarde se demostrará
-según la cual,
un exceso de historia daña a lo viviente. En tres aspectos
pertenece la historia al ser vivo: en la medida en que es un ser activo y
persigue un objetivo, en la medida en que preserva y venera lo que ha hecho, en
la medida en que sufre y tiene necesidad de una liberación. A estos tres
aspectos corresponden tres
especies de historia,
en cuanto se
puede distinguir entre
una historia monumental, una historia anticuaria y una historia crítica.*
El recuerdo forma parte de la vida personal y social. La cuestión es cómo recordar y, por ello, cómo olvidar sin que ninguna de las dos cosas contribuyan al autoengaño o a la parálisis. Entre ambos extremos, la Historia nos libera y nos da sentido en una doble maniobra. Es una tensión imperfecta, desequilibrada, en la que es fácil y frecuente caer. Las reflexiones sobre la historia realizadas, sobre sus límites y condiciones son cuestiones de otro orden, cuestiones que afectan al uso de la historia, a su capacidad de ofrecer verdad. Pero eso es otra cuestión, algo que no evita nuestra necesidad de historia, como ya señala Nietzsche y el propio Bloch. La imperfección de la historia es como la que otras ciencias han comprendido. Ha cambiado, como nos dijo anteriormente, el "clima mental" y con ello las exigencias que le hacemos. Pero por más debates que tengamos sobre ella como disciplina, queda siempre abierta la cuestión cultural, la necesidad social y personal de una forma, de una identidad que organice, que vertebre aunque sea provisional.
En
estos ilustrados días, que diría el
poeta Wordsworth, vemos que la velocidad futurista más que la fáustica es la
que se ha apoderado de nosotros. La vida convertida en espectáculo no necesita
de la Historia, sino de un imposible programa de mano para tratar de saber el
orden de las actuaciones en la pista central.
El ser
que recuerda vive en el dolor, pero el que no lo hace vive en la estupidez
sobrada y satisfecha. Somos los orgullosos tiempos que hemos puesto a Donald
Trump al frente del país más poderoso, el más avanzado del planeta. Cualquier
cosa es posible. Pero es necesario que el cordero hable.
Marc Bloch
escribió su obra encerrado, esperando la muerte y la tortura finales. Sin comprender
el presente, nos ha dicho, es difícil comprender el pasado y viceversa. Recogió una anécdota personal:
[...] en cierta ocasión acompañaba yo en
Estocolmo a Henri Pirenne. Apenas habíamos llegado cuando me preguntó: «¿Qué
vamos a ver primero? Parece que hay un ayuntamiento completamente nuevo.
Comencemos por verlo». Y después añadió, como si quisiera evitar mi asombro:
«Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un
historiador y por eso amo la vida». Esta facultad de captar lo vivo es, en
efecto, la cualidad dominante del historiador.*
Quizá
no vivamos en sociedades que aman la vida, sino que la han convertido en
entretenimiento, que es lo que ocurre cuando esta carece de sentido y solo se
percibe como tiempo que matar, expresión de nuestro idioma que siempre me ha
sorprendido y de la que nadie se queja, pues no matamos el tiempo sino a
nosotros mismos, quitando trascendencia o relevancia al instante. Quizá vivamos en un nihilismo de brillante colorido y neones, en vez del oscuro del siglo XIX, que Nietzsche dijo venir a combatir.
El
libro de Marc Bloch sigue ofreciendo un
recorrido por cuestiones relevantes de la Historia como campo, es decir, de nuestra
propia cultura, no solo del pasado. Es una experiencia gratificante por más que
hayan podido cambiar muchos criterios en la propia disciplina. Pero la
Historia, como muchos otros campos de eso que llamamos "humanidades"
y "ciencias sociales" es mucho más que una disciplina, es un elemento
vertebrador pues recoge (en las más variadas formas) la relación intergeneracional
abriendo brechas o construyendo puentes que nos permiten comprendernos, una
tarea inacabable afortunadamente, porque realmente no llegamos a conocernos sino más bien a explorarnos como lugares más o menos familiares,
más o menos exóticos. Pero es la tarea de nuestra vida. Lo mismo exige la cultura.
Bloch va más allá de la profesión del historiador. La Historia no es solo una disciplina académica o una asignatura
escolar. Es algo más. Ignorarlo tiene consecuencias. Y las vemos cada día a nuestro alrededor. Aprendemos, pero no comprendemos; repetimos, pero no encontramos explicaciones. Pronto, dejamos de preguntarnos. Solo nos preocupará cómo matar el tiempo.
— BLOCH,
Marc (1980 10ªr) Introducción a la
historia (1949). Fondo de Cultura Económica.
— NIETZSCHE, Friedrich (2000) Sobre la utilidad y los
perjuicios de la historia para la vida (1874) EDAF.
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