Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hemos
tenido la gratificante ocasión de revisar esta semana el clásico de Federico
Fellini, La Strada, película de la que siempre es posible aprender de nosotros
mismos, del mundo que nos rodea y de nuestro sentido en él. La actualidad de La
Strada es la de la obra que habla directamente a nuestra condición más allá de
la Historia. Es sorprendente que una película que muchos consideran neorrealista sea tan atemporal, pero así es.
Quizá
el fuerte contraste entre los personajes que Fellini crea, sacados de su
concepción peculiar de la "Comedia del Arte", unos tipos universales,
y el realismo descarnado del mundo en que se insertan nos dé la clave de esa
dimensión artística por encima del tiempo. Allí donde otros neorrealistas
querían fijar su momento, testimoniándolo, Federico Fellini lo transciende a
través del mundo del circo ambulante, que será una forma "realista"
de transformar la percepción del mundo. Lejos de crear un mundo artificial o
aislado, logra conectar a través de estos feriantes del mínimo nivel con la
realidad social que nos es mostrada en cada encuentro de ese viaje por una
Italia mísera de principios de los cincuenta.
Allí donde
Calderón planteaba el mundo como un "Gran Teatro", Fellini nos
muestra el "pequeño circo" de la vida, escenario itinerante, de
subsistencia y necesidades básicas en el que es difícil mantener la esperanza.
El monótono espectáculo de fuerza de Zampanó rompiendo su cadena no es más que
una ilusión circense, ya que las verdaderas cadenas que atenazan su alma
permanecerán siempre rodeándolo. Su incapacidad de amar, su crueldad e indiferencia
bestiales, su amoralidad probada son sus verdaderas cadenas en la vida. Esas
solo alguien como Gelsomina podría romperlas, pero él lo rechaza.
El
Loco, por el contrario, es un falso ángel cuya inteligencia sutil se emplea en
la burla. Acostumbrado a trabajar en lo alto del alambre, con sus falsas alas y
la lágrima pintada en su mejilla, El Loco convive con la muerte, que da por
segura en cada actuación. En su visión del mundo, la muerte es cuestión de
tiempo. Un resbalón y el mundo se apagará. Su nihilismo es profundo y la vida
solo le merece una sarcástica risa de desprecio y la oportunidad de burlarse de
Zampanó como toda distracción.
Será El
Loco quien dé, de forma irónica, a Gelsomina su oportunidad de creer en la vida.
Todo en la vida tiene un sentido, aunque lo desconozcamos. Si lo supiéramos,
seríamos Dios, le dice a Gelsomina. Un pequeño guijarro que toma del suelo le
sirve para convencer que a Gelsomina de que su vida tiene sentido. ¿Para qué
sirve ese pequeño guijarro, uno entre tantos, en el suelo? Y será El Loco quien
le diga a Gelsomina que quizá su misión en la vida sea "cuidar de Zampanó",
que no tiene a nadie que se preocupe por él. Para la sencilla Gelsomina, ese
guijarro aparentemente inútil y en el que nadie se fija o valora adquirirá un
valor simbólico, dándole un valor a su vida, que adquiere significado: ella
cuidará de Zampanó. Pero Zampanó no tiene capacidad de valorar a Gelsomina. En
su soberbia brutal, descarnada, lleva una vida basada en lo primario al margen
de Gelsomina.
No
puedo dejar de conectar la piedra camusiana de Sísifo con el guijarro de
Gelsomina. La necesidad de dar sentido a la existencia se había convertido en
un fuerte movimiento desde el siglo XIX con la crisis abiertas en Occidente,
cristalizando en el nihilismo que lo recorre en filosofía y literatura. La
literatura rusa dará especial cuenta de ello en la obra de Dostoievski o en una
novela como "Padres e hijos", de Turgéniev, magistral relato de una
crisis política pero sobre todo espiritual que iría acumulando "angustia"
y "absurdo" hasta estallar con las guerras mundiales y enfrentarnos a
nuestra propia barbarie, a la locura del poder y, sobre todo, a la falta de
amor en una sociedades atenazadas por el odio y el egoísmo.
Si
cuatro años antes, Akira Kurosawa se había enfrentado en Râshomon
(1950) a un mundo sin piedad a través de una fábula, Fellini nos trae otra
fábula en la que el amor es ignorado, despreciado en beneficio del egoísmo. El
mal del mundo parte de la incapacidad de amar. No se trata de una amor
romántico, que nos rebosa en su artificialidad comercializada, sino de una
sentimiento franciscano de amor a la
vida, de expansión hacia el otro. Pero Zampanó es el otro que no responde; el
que tiene sobre sí la maldición de la soledad.
Gelsomina,
Zampanó y El Loco representan tres dimensiones de la vida y solo una conlleva
esa capacidad de amar al otro sobre el que se deben construir las demás
virtudes y valores que aseguran una convivencia que traiga felicidad, alegría, palabra reducida a mínimos
después de haber sido elevada por Schiller en su himno An die Freude, que los europeos hemos convertido nuestro tras
ponerle música Beethoven para su Novena Sinfonía: Freude! Freude!
Pero no
es ese el canto humanístico que se escucha en un mundo asolado material y
anímicamente por una guerra que ha dejado la miseria moral y económica como
semilla germinante en campos segados por el demonio de los odios y el egoísmo.
Lo que crece en ese espacio que Fellini nos muestra es un mundo hostil, duro,
exento de amor. Solo Gelsomina, segunda hija vendida por 10.000 míseras liras,
al viajante Zampanó por una madre viuda sin más fortuna que los hijos que
carga, moneda de cambio.
La
piedra de Gelsomina es la que da nuevo sentido a su vida; en ella se ve
reflejada gracias a la historia de El Loco. Ella ha nacido para cuidar a
Zampanó, que no tiene nadie que le cuide. Pero Gelsomina es superior a un
Zampanó repetitivo, que lleva toda la vida repitiendo el mismo ejercicio de
rotura de la cadena, repitiendo palabra por palabra su presentación. La edad
irá mermando su fuerza. El poderoso Zampanó avanza degenerando.
La
película de Federico Fellini es una gran obra de arte, viva y actual como todo
lo que trasciende el momento. No podemos negar nuestra compasión a Gelsomina,
una inmensa Giulietta Masina capaz de trasmitir las transiciones del alma a
través de unos ojos luminosos. Sin ella no es posible la intensidad emocional
de La Strada. Gelsomina quería ser artista, que para ella significaba hacer felices a los otros porque ella misma lo era, enorme contraste con las actividades mecánicas indiferentes de Zampanó y El Loco. A ella le importan los demás, su arte es un ejercicio de acercamiento al otro, que es siempre una preocupación para ella. El niño enfermo, solo, encerrado en lo alto de un desván la conmueve. Mientras abajo se celebra una boda, arriba el niño enfermo está abandonado, aislado. Gelsomina se conmueve, como lo hará con otros. Cuando Zampanó le hace algun mal, algún desprecio, alguna ofensa, su preocupación no es ella, sino si le hizo lo mismo a su hermana Rosa, la ayudante anterior desaparecida. Esa es su preocupación. La mirada compasiva de Gelsomina va más allá de ella misma, se dirige a un mundo que sufre y que le hace olvidar su propio sufrimiento. La locura final tiene mucho de protección ante la maldad del mundo, por más que se adentre en la más profunda melancolía.
Mientras
mirábamos aquella pantalla, viajábamos en ese motocarro destartalado con que el Fellini
nos hace recorrer una Italia desolada. Decía Albert Camus al final de su ensayo
El mito de Sísifo, en el que define
su concepto de absurdo, que se imaginaba a Sísifo feliz, alegre haciendo rodar su piedra por la ladera, convirtiendo
el castigo de vivir con consciencia en ocasión de romper el pesimismo
existencial. Ni El Loco ni Zampanó han logrado dar un sentido
"alegre" a su vida. Sí lo ha hecho Gelsomina, que dejará el recuerdo
de su melodía triste y solitaria para consuelo de los mortales que la escuchan.
Como un eco de otro mundo, la melodía llegará hasta los oídos de un envejecido
Zampanó, que comprenderá en sus propias carnes que solo el amor al otro es
capaz de romper nuestra profunda soledad, que los otros son el infierno, como preconizaba Sartre, en A puerta cerrada (1944) cuando se niegan
a salir de sí mismos.
El
llanto de Zampanó es por darse cuenta que ha tenido en su mano, junto a él, la
posibilidad de una felicidad que puede que no sea otra cosa que compartir
miserias, pero que siempre es más que la oscuridad solitaria. Si el mundo
nos asusta, una mano que apretar nos dice que no estamos solos y que ese
prójimo puede ser el camino hacia un exterior donde nuestras decisiones lo
pueden convertir en infiernos o paraísos.
Gelsomina
pudo ser feliz, vivir su alegría, por triste que sea a nuestros ojos su
existencia, una felicidad de las pequeñas cosas, que son las que traen alegría.
No así los otros, condenados por sus propias decisiones, por su falta de
caridad. Gelsomina, pequeña piedra, canto rodado, gran corazón...
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