viernes, 16 de marzo de 2018

El guijarro de Gelsomina


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hemos tenido la gratificante ocasión de revisar esta semana el clásico de Federico Fellini, La Strada, película de la que siempre es posible aprender de nosotros mismos, del mundo que nos rodea y de nuestro sentido en él. La actualidad de La Strada es la de la obra que habla directamente a nuestra condición más allá de la Historia. Es sorprendente que una película que muchos consideran neorrealista sea tan atemporal, pero así es.
Quizá el fuerte contraste entre los personajes que Fellini crea, sacados de su concepción peculiar de la "Comedia del Arte", unos tipos universales, y el realismo descarnado del mundo en que se insertan nos dé la clave de esa dimensión artística por encima del tiempo. Allí donde otros neorrealistas querían fijar su momento, testimoniándolo, Federico Fellini lo transciende a través del mundo del circo ambulante, que será una forma "realista" de transformar la percepción del mundo. Lejos de crear un mundo artificial o aislado, logra conectar a través de estos feriantes del mínimo nivel con la realidad social que nos es mostrada en cada encuentro de ese viaje por una Italia mísera de principios de los cincuenta.
Allí donde Calderón planteaba el mundo como un "Gran Teatro", Fellini nos muestra el "pequeño circo" de la vida, escenario itinerante, de subsistencia y necesidades básicas en el que es difícil mantener la esperanza. El monótono espectáculo de fuerza de Zampanó rompiendo su cadena no es más que una ilusión circense, ya que las verdaderas cadenas que atenazan su alma permanecerán siempre rodeándolo. Su incapacidad de amar, su crueldad e indiferencia bestiales, su amoralidad probada son sus verdaderas cadenas en la vida. Esas solo alguien como Gelsomina podría romperlas, pero él lo rechaza.


El Loco, por el contrario, es un falso ángel cuya inteligencia sutil se emplea en la burla. Acostumbrado a trabajar en lo alto del alambre, con sus falsas alas y la lágrima pintada en su mejilla, El Loco convive con la muerte, que da por segura en cada actuación. En su visión del mundo, la muerte es cuestión de tiempo. Un resbalón y el mundo se apagará. Su nihilismo es profundo y la vida solo le merece una sarcástica risa de desprecio y la oportunidad de burlarse de Zampanó como toda distracción.
Será El Loco quien dé, de forma irónica, a Gelsomina su oportunidad de creer en la vida. Todo en la vida tiene un sentido, aunque lo desconozcamos. Si lo supiéramos, seríamos Dios, le dice a Gelsomina. Un pequeño guijarro que toma del suelo le sirve para convencer que a Gelsomina de que su vida tiene sentido. ¿Para qué sirve ese pequeño guijarro, uno entre tantos, en el suelo? Y será El Loco quien le diga a Gelsomina que quizá su misión en la vida sea "cuidar de Zampanó", que no tiene a nadie que se preocupe por él. Para la sencilla Gelsomina, ese guijarro aparentemente inútil y en el que nadie se fija o valora adquirirá un valor simbólico, dándole un valor a su vida, que adquiere significado: ella cuidará de Zampanó. Pero Zampanó no tiene capacidad de valorar a Gelsomina. En su soberbia brutal, descarnada, lleva una vida basada en lo primario al margen de Gelsomina.


No puedo dejar de conectar la piedra camusiana de Sísifo con el guijarro de Gelsomina. La necesidad de dar sentido a la existencia se había convertido en un fuerte movimiento desde el siglo XIX con la crisis abiertas en Occidente, cristalizando en el nihilismo que lo recorre en filosofía y literatura. La literatura rusa dará especial cuenta de ello en la obra de Dostoievski o en una novela como "Padres e hijos", de Turgéniev, magistral relato de una crisis política pero sobre todo espiritual que iría acumulando "angustia" y "absurdo" hasta estallar con las guerras mundiales y enfrentarnos a nuestra propia barbarie, a la locura del poder y, sobre todo, a la falta de amor en una sociedades atenazadas por el odio y el egoísmo.
Si cuatro años antes, Akira Kurosawa se había enfrentado en Râshomon (1950) a un mundo sin piedad a través de una fábula, Fellini nos trae otra fábula en la que el amor es ignorado, despreciado en beneficio del egoísmo. El mal del mundo parte de la incapacidad de amar. No se trata de una amor romántico, que nos rebosa en su artificialidad comercializada, sino de una sentimiento franciscano de amor a la vida, de expansión hacia el otro. Pero Zampanó es el otro que no responde; el que tiene sobre sí la maldición de la soledad.
Gelsomina, Zampanó y El Loco representan tres dimensiones de la vida y solo una conlleva esa capacidad de amar al otro sobre el que se deben construir las demás virtudes y valores que aseguran una convivencia que traiga felicidad, alegría, palabra reducida a mínimos después de haber sido elevada por Schiller en su himno An die Freude, que los europeos hemos convertido nuestro tras ponerle música Beethoven para su Novena Sinfonía: Freude! Freude!


Pero no es ese el canto humanístico que se escucha en un mundo asolado material y anímicamente por una guerra que ha dejado la miseria moral y económica como semilla germinante en campos segados por el demonio de los odios y el egoísmo. Lo que crece en ese espacio que Fellini nos muestra es un mundo hostil, duro, exento de amor. Solo Gelsomina, segunda hija vendida por 10.000 míseras liras, al viajante Zampanó por una madre viuda sin más fortuna que los hijos que carga, moneda de cambio.
La piedra de Gelsomina es la que da nuevo sentido a su vida; en ella se ve reflejada gracias a la historia de El Loco. Ella ha nacido para cuidar a Zampanó, que no tiene nadie que le cuide. Pero Gelsomina es superior a un Zampanó repetitivo, que lleva toda la vida repitiendo el mismo ejercicio de rotura de la cadena, repitiendo palabra por palabra su presentación. La edad irá mermando su fuerza. El poderoso Zampanó avanza degenerando.


La superioridad de Gelsomina es moral, pero también personal. Zampanó lo descubre cuando Gelsomina toca la trompeta para las monjas del convento y del instrumento surge una hermosa y triste melodía que conmueve a las hermanas que lo escuchan. Es entonces cuando Zampanó coge el hacha y comienza a partir leña con furor. En sus ojos se ha visto por primera vez el miedo y la envidia ante lo que Gelsomina ha sabido alcanzar. Él siempre la ha presentado como una pobre inculta que todo lo que sabe es porque él se lo ha enseñado. Sin embargo, sabe que ese sonido ha surgido de ella misma que Zampanó no ha logrado ir más allá de su cadena rota. Ahí comienza el peligro para ella, que descubrirá la ingratitud profunda de Zampanó que trata de robar esa noche los corazones de plata que cuelgan de un altar en el convento.
La película de Federico Fellini es una gran obra de arte, viva y actual como todo lo que trasciende el momento. No podemos negar nuestra compasión a Gelsomina, una inmensa Giulietta Masina capaz de trasmitir las transiciones del alma a través de unos ojos luminosos. Sin ella no es posible la intensidad emocional de La Strada. Gelsomina quería ser artista, que para ella significaba hacer felices a los otros porque ella misma lo era, enorme contraste con las actividades mecánicas indiferentes de Zampanó y El Loco. A ella le importan los demás, su arte es un ejercicio de acercamiento al otro, que es siempre una preocupación para ella. El niño enfermo, solo, encerrado en lo alto de un desván la conmueve. Mientras abajo se celebra una boda, arriba el niño enfermo está abandonado, aislado. Gelsomina se conmueve, como lo hará con otros. Cuando Zampanó le hace algun mal, algún desprecio, alguna ofensa, su preocupación no es ella, sino si le hizo lo mismo a su hermana Rosa, la ayudante anterior desaparecida. Esa es su preocupación. La mirada compasiva de Gelsomina va más allá de ella misma, se dirige a un mundo que sufre y que le hace olvidar su propio sufrimiento. La locura final tiene mucho de protección ante la maldad del mundo, por más que se adentre en la más profunda melancolía.


Mientras mirábamos aquella pantalla, viajábamos en ese motocarro destartalado con que el Fellini nos hace recorrer una Italia desolada. Decía Albert Camus al final de su ensayo El mito de Sísifo, en el que define su concepto de absurdo, que se imaginaba a Sísifo feliz, alegre haciendo rodar su piedra por la ladera, convirtiendo el castigo de vivir con consciencia en ocasión de romper el pesimismo existencial. Ni El Loco ni Zampanó han logrado dar un sentido "alegre" a su vida. Sí lo ha hecho Gelsomina, que dejará el recuerdo de su melodía triste y solitaria para consuelo de los mortales que la escuchan. Como un eco de otro mundo, la melodía llegará hasta los oídos de un envejecido Zampanó, que comprenderá en sus propias carnes que solo el amor al otro es capaz de romper nuestra profunda soledad, que los otros son el infierno, como preconizaba Sartre, en A puerta cerrada (1944) cuando se niegan a salir de sí mismos.


El llanto de Zampanó es por darse cuenta que ha tenido en su mano, junto a él, la posibilidad de una felicidad que puede que no sea otra cosa que compartir miserias, pero que siempre es más que la oscuridad solitaria. Si el mundo nos asusta, una mano que apretar nos dice que no estamos solos y que ese prójimo puede ser el camino hacia un exterior donde nuestras decisiones lo pueden convertir en infiernos o paraísos.
Gelsomina pudo ser feliz, vivir su alegría, por triste que sea a nuestros ojos su existencia, una felicidad de las pequeñas cosas, que son las que traen alegría. No así los otros, condenados por sus propias decisiones, por su falta de caridad. Gelsomina, pequeña piedra, canto rodado, gran corazón...




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