Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En el
televisor hablan sobre los tatuajes, sobre su moda, los tipos más frecuentes,
lo que cuestan, que antes eran para toda la vida pero que ahora se han
descubierto métodos para borrarlos. Entrevistan a una doctora, especialista en "medicina
estética", en cuya consulta la gente se quita los tatuajes. Habla de las
dificultades del borrado, de la densidad de la tinta y de los colores más
difíciles de eliminar, de cómo se queda la piel después, etc. ¿Cuáles son los
tatuajes que se quita la gente?, le preguntan. Los más frecuentes son los
nombres de personas, dice; después los "tribales". "Pero lo que
no he quitado nunca —señala— son los de un equipo de fútbol".
Cuando
los tatuajes se pueden borrar, cuesta menos tatuarse un nombre. Es como firmar
un contrato con lápiz. Tiene menos riesgo. Lo que se presenta como un gesto de
devoción y fidelidad eterna, no lo es tanto con las nuevas técnicas de borrado.
Pero a la gente le hace ilusión hacérselo y se lo hace. Mira, tú nombre. ¿Y quién no cae ante esa tortura caligráfica
epidérmica, signo de entrega, de devoción? Me imagino que el que se hace un
tatuaje con el nombre de su amor actual le gusta mantener el romanticismo de
cuando era imborrable. ¿Qué pasó con
el "Winona forever" de Johnny Depp? En cambio, el "Antonio"
de Melanie Griffith, con su corazoncito, le ha durado.
Después
la gente, dice la doctora, se desprende de los tatuajes "tribales".
Igual que cambiamos el nombre de las personas, cambiamos el del grupo, los
signos de pertenencia. En el grupo hay vínculos intensos, interacción, fines de
semana. Seguramente cuesta más. Entre los "tribales" se encuentran
los políticos. Tal como está de desencantado con la política el personal de
casi todas partes, los tatuajes políticos se reducen a los muy genéricos.
En
Estados Unidos he encontrado empresas que realizan tatuajes temporales para
lucir durante las campañas electorales. Fabrican para todos los grupos y
candidatos. Pasada ya la campaña electoral, se elimina el tatuaje y hasta las
próximas. En política, a la gente le van más los genéricos —la hoz y el martillo o la esvástica, las
banderas nacionales, etc.— o los personajes que ya forman parte de la Historia,
"Che Guevara", un auténtico icono, Lenin, Lincoln... Aunque se pueden ver tatuajes actuales, como Sarah Palin, Obama, Clinton, Chávez, Mandela, etc. En España, lógicamente, no se ven muchos tatuajes con los líderes políticos,
sindicales o empresariales. La gente no está por la labor. Ya es bastante
tortura sin que te pinchen.
En la película
Camino a la libertad (The Way Back, Peter Weir 2010) el gánster
ruso, interpretado por Colin Farrell, está tatuado con los retratos de Lenin y
Stalin, además de múltiples hoces y martillos por pecho y espalda. Desde luego,
no es "su grupo". Están en una cárcel soviética en mitad de la nada
siberiana. Es su forma de indicar que no son prisioneros "políticos",
sino simples delincuentes, lo que les da ciertas prerrogativas en la vida de la
prisión, además de un avance de su ferocidad e impunidad en lo que hagan con
los "políticos", a los que controlan y explotan. Aquí el tatuaje
cumple una función distinta, más de distinción que de afiliación. La tatuajes
carcelarios son un mundo. Se daba una auténtica lección sobre ellos en la
película Promesas del Este (Eastern Promises, David Cronenberg
2007). Aquí los tatuajes son la historia gráfica de cada una de sus condenas,
una forma de jerarquía dentro del gremio, las medallas criminales.
¿El
fútbol? Es más que la familia, más que el grupo. Es la fusión de ambos, de lo
familiar y de lo grupal. Son los colores que se llevan en el alma. El tatuaje no es más que la emergencia a la superficie
de lo que se lleva muy dentro. Con el
equipo se sufre, pero no se abandona; se va uno a segunda y se sigue fiel; a
tercera y se está orgulloso del infierno vivido. Al equipo no se le engaña, no
hay infidelidad posible. Acompaña en todas las edades, de la cuna a la tumba;
permite el amor y el odio, todo cabe en él. El fútbol es incurable.
Es
interesante que muchos se desprendan de los tatuajes de amores pasados que lo
eran todo, que otros lo hagan con las tribus a las que pertenecieron en cuerpo
y alma, pero nadie lo haga con su equipo de fútbol. Los futbolistas son muy
dados a los tatuajes y a quitarse la camiseta para lucirlos, pero no suelen
llevar tatuajes con el escudo de su equipo por si a final de temporada les toca
hacer las maletas. Menos todavía los entrenadores. Todos ellos son
profesionales y los tatuajes son para los que se quedan, temporada tras
temporada, para los fieles seguidores. Los clubes consideran un riesgo tanto tatuaje y algunos han tomado medidas al respecto aunque con poca eficacia.
Una imagen recurrente en los tatuajes
futboleros es representar el desgarro de la piel para revelar debajo la
existencia del escudo o de los colores de la camiseta deportiva o el escudo. Aquí el tatuaje finge no
serlo, que bajo la piel está la verdadera realidad, lo único que de verdad cuenta: el equipo. Es representar
gráficamente el "te llevo debajo de mi piel", como decía la canción. ¿Cómo se desprende uno de esto?
En estos
tiempos de lo efímero —el amor, el trabajo...—, el tatuaje tiene algo de
compromiso público, de exhibición de pertenencia, de que formas parte de algo,
aunque solo sea del grupo de los tatuados. Pero la posibilidad de borrar los tatuajes,
de echarse para atrás, de renegar del amor o del grupo, modifica las
fidelidades, que se hacen más ligeras, menos comprometidas. Al negocio del
comprometerse se añade ahora la cosmética de la ruptura. Que la declaración de
amor eterno te la pueda eliminar alguien que se dedica a la medicina estética
quiere decir que los males del corazón ya no son lo que eran, aunque la
procesión sentimental vaya por dentro. Pero hoy lo importante es lo de fuera, lo que se ve.
Y lo que se ve es el tatuaje.
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