Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cuenta hoy
Rafael Arguyol en el diario El País
que hace poco recibió una "lección inolvidable", que siendo jurado de
unas becas, los jóvenes y brillantes candidatos a los que tuvo el placer de
escuchar
[...] en sus exposiciones orales casi ninguno
de estos candidatos citó a un escritor, a un artista, a un científico, a un
filósofo. No se aludió a cuadros, a textos literarios, a tratados de física. La
pregunta es: ¿de qué hablaban y a qué aspiraban los candidatos? Aspiraban,
naturalmente, a triunfar en sus campos respectivos, y para ello hablaban de
programas informáticos, técnicas de evaluación, metacursos, procesos
logísticos.*
Leí por
primera vez a Rafael Arguyol en sus ensayos sobre el romanticismo europeo a
mediados de los ochenta, sus magníficas exposiciones sobre un mundo fascinante
en ebullición estética. Eran sus primeras obras, La atracción del abismo (1983) y El héroe y el Único (1984), las que devoré fascinado por la visión
trágica de un romanticismo vertiginoso encarnado por Hölderlin, Novalis,
Leopardi, Goethe, Schiller, los hermanos Schlegel, Nerval; eran libros por los
que desfilaban Fichte, Baumgarten, Lessing o Nietzsche. Daba yo por entonces
mis primeras clases universitarias, con veintipocos años, y leía con mis alumnos Hyperión, Madame Bovary, El tío Goriot, La letra escarlata, La roja
insignia del valor, Bartleby, El extranjero, Las moscas, La muerte en Venecia,
Mientras agonizo, Los justos, Las flores del mal... u otros textos
similares, alternados según los años. Representamos obras de teatro de Jean Genet, Pirandello, Williams o Strindberg y hacíamos algunas audiciones de lieder románticos. Para muchos era un descubrimiento, la apertura de una puerta que no se cerraría. Y de eso se trataba, de mantener una puerta abierta.
Las
asignaturas eran entonces anuales y daba tiempo, con tres clases a la semana, a
leer tan solo una parte de las obras, a hablar sobre ellas, a dejarse arrastrar
a su interior. Nunca completábamos los programas porque habría sido reducir las
obras a sus descripciones y aquello era matarlas. Había que navegar por ellas,
recorrerlas para ir descubriendo poco a poco su sentido, que hablaran a cada uno, que permitieran pensarlas. Lo demás, siempre
lo entendí así, era burocratismo lector,
una componenda sin comprensión. Se lee para disfrutar y así se aprende. En las
Humanidades, toda asignatura es una "introducción", un primer paso
preparatorio, un despertar el interés para seguir el resto de la vida. Creer lo
contrario es de ilusos.
La
Cultura es una red de relaciones, un entramado en donde los textos se responden
como ecos en un diálogo que hay que tener un fino oído para percibir, un oído educado. La función de la Humanidades es
desarrollar ese oído que detecta la conexión, los lazos que constituyen la
cultura. Así podemos dibujar un mapa histórico en cuyo centro nos encontramos,
el territorio de la cultura. No surgimos de la nada; somos sujetos históricos, culturales.
El
hecho de que Rafael Arguyol esperara encontrar nombres, citas, referencias,
conexiones, etc. en las exposiciones de sus alumnos es de una gran ingenuidad.
El aislamiento fragmentario en que se ha convertido nuestra desastrosa
educación lo impide. El sistema ya no lo produce. La persona realmente culta es
el antihéroe.
Después
de hacer una masoquista comparación entre los nombres de los políticos que contribuyeron
a la "idea inicial de Europa" (De Gaulle, Brandt...) y compararlos
con los asnos de acción actuales, Arguyol señala:
No obstante, las carencias en la vida pública
serían menos decisivas si la cultura —el alma— europea se manifestara, viva, en
el interior del organismo social. Ahí es donde la paradoja se hace más
sangrante puesto que la cultura europea es, en realidad, el único espacio
mental que justifica la edificación de Europa. Sin la cultura europea, lo que
llamamos Europa es un territorio hueco, falso o directamente muerto, un
escenario que, alternativamente, aparece a nuestros ojos como un balneario o
como un casino, cuando no, sin disimulos, como un cementerio.*
Balneario,
casino o cementerio no son excluyentes, más bien dimensiones de esta reducida
"alma" de la que nos habla Rafael Arguyol. Lo peor de todo no es el
olvido, sino la orgullosa y satisfecha conciencia europea, el regodeo en una
profunda incultura, que oscila entre el localismo sentimental y el vacío de las celebraciones de saraos conmemorativos de cosas que no entendemos.
En
efecto, "Europa" no es un "hecho" o "territorio",
sino una idea, un espacio mental que requiere de la voluntad y el conocimiento,
una "autodescripción", una imagen de nosotros mismos que nos impulse.
Las fronteras son circunstanciales y solo sirven como límite físico. Los
verdaderos límites son los que definen la "identidad europea" algo
que se terminó, parece, con la moneda común. Los políticos han diseñado la única
Europa de la que son capaces; más allá es cosa de los ciudadanos, de las
instituciones dedicadas a convencer a los europeos que lo son y a demostrarlo
llenando sus almas, por usar el término espiritual de Arguyol, de cultura.
Hoy en
día la cultura se ve como "negocio" o como "debilidad". No
hay término medio. Incluyo a la educación en los negocios. Hemos sustituido la
"educación" por la "formación". La distinción no tiene nada
de sutil y si reveladora del pragmatismo finalista que nos acosa y del que
salimos rebozados cada día. Es triste que sea la educación la que nos deforme e
instrumentalice, pero en gran medida es así. A ella se ha trasladado el
pensamiento de protocolos y controles característico de fábricas y cadenas de
producción, el "pensamiento de la eficacia". Son esos seres
"eficaces", como los alumnos a los que Arguyol tuvo la ocasión de
escuchar, el resultado brillante de la "formación"; es "lo que
sale" por el otro lado del sistema.
Esa
mezcla señalada de balneario, casino y cementerio puede mantener la ilusión
ruidosa de que Europa existe como un proceso en marcha. Pero Europa no será
nada más que eso, una ilusión, si no comprende sus propias raíces, los debates
e ideas que nos han traído hasta aquí. Parece que la idea de una "marca
Europa" sufre los mismos estragos que la "marca España", una persistente
imagen de campaña publicitaria mientras lo real se desmorona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.