Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Creo que uno de los primeros artículos que publiqué siendo profesor se titulaba "Crisis de la lectura, lectura de la crisis", en la revista Crítica. Se centraba en una campaña del ministerio para la promoción de la lectura cuyos carteles nos mostraban a un chimpancé rascándose la cabeza. Durante mi etapa de profesor de Literatura Universal contemporánea, casi veinte años en el departamento de Filología Española III, hoy diluido como Sección departamental de otro en la Facultad de Filología, todo mi empeño era que la gente leyera. Y leían. Leían sobre todo porque además de las lecturas comunes que iban de Santiago el Fatalista y su amo o el Cándido de Voltaire, con las que empezábamos y llegaban a Camus y Sartre, a Beckett, a Ibsen, a Ionesco, a autores como Graham Green, con El poder y la gloria, tenían que escoger sus propios autores y géneros. Así, con asignaturas anuales, debían elegir un trabajo de autor, que entregaban a la vuelta de navidades, para el que leían 6 o 7 obras, algunos más, para entregar a final de curso otro trabajo de género, en el que entraba de la Ciencia-Ficción al relato policial, la novela de aventuras o cualquier otro que ellos elegía. Para este segundo trabajo debían leer otras 10 o 12 obras.
Los autores que elegían muchas veces eran de actualidad, con publicaciones recientes; recuerdo trabajos sobre Bret Easton Ellis, que entonces estaba en boga con su provocativa Menos que cero. Lo importante era dar la oportunidad de leer, de seguir una senda que te permitiera leer más y, sobre todo, mejor. Era una senda individual, un descubrimiento propio, un tanteo por un mundo amplio, rico, diverso.
Mi labor era tentar, algo diabólico, atraer, ofrecer puertas
posibles después de preguntarles "¿qué te gusta?". Cuando ya tenía un
cierto perfil lector, lanzaba una propuesta inicial: "¡Lee esto, ya verás como te
gusta!" Si no conectaban, existían muchas otras alternativas hasta conseguir esa sintonía. No había plan premeditado de imponer nada. Había una parte común, variable cada año, y otra parte de libre elección de cada uno.
Lo importante era que les gustara, que encontraran en la lectura un espacio de búsqueda y satisfacción, que comprendieran que era un universo inagotable, algo más que el marco rígido de un programa con unos autores fijos. Ya habrá tiempo de leer otras cosas, pero no se puede prescindir de la formación del gusto lector y del gusto del lector, que son dos cosas distintas. Hay libros, obras maestras, para todos y no solo esa dieta igualitaria que al final nadie acaba por leer.
Leer es un aprendizaje en paralelo a la vida, un camino al que se recurre
según los estados de ánimo, según el cambiante perfil que ofrecemos. Hay momentos
Moliere, como hay momentos Dostoievski; hay momentos Byron, como hay momentos
Ionesco; días Hölderlin y ratos Pavese. Todo lo demás es invadir y militarizar
la península de nuestra mente. ¡Cuánto daño han hecho nuestros programas y
clases empeñándose en crear panteones ilustres a edades indebidas en lugar de
formar lectores que depositaran sus homenajes en los momentos adecuados!
¡Cuántos desertores de la lectura creados por la imposición de libros que había que leer porque lo decía el
Ministerio!
Cuento
todo esto al hilo de la noticia que nos daban en RTVE.es con el titular "Los
jóvenes dedican siete horas diarias al ocio digital y uno de cada tres desearía
ser 'influencer'" y que recoge los resultados de un estudio presentado
estos días. En él se señala:
Ver películas, series y vídeos, escuchar
podcast, jugar a videojuegos online en grupo o escuchar música en streaming son
algunas de las numerosas opciones que tienen los jóvenes para consumir
ocio digital, una actividad a la que dedican, de media, siete horas al día.
En este
ecosistema tecnológico, los creadores de contenido, los llamados influencers, se han convertido
en estrellas o referentes a los que cada vez más chicos y chicas quieren
parecerse. Tanto es así que uno de
cada tres jóvenes españoles de 15 a 29 años afirma que le gustaría dedicarse a ello y uno
de cada diez declara que está actualmente intentando hacerlo.
Son
datos que revela el estudio ‘Consumir,
crear, jugar. Panorámica del ocio digital de la juventud’, realizado por el
Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud de la Fundación FAD Juventud y
presentado este jueves.
El propósito de la investigación era profundizar en las experiencias, percepciones y motivaciones de adolescentes y jóvenes sobre sus prácticas de ocio digital, para lo que se ha realizado una encuesta online a 1.200 jóvenes de entre 15 y 29 años.*
En todo el detallado artículo no se incluye una sola vez la palabra "lectura" o "leer", tampoco "libro". Se utiliza "ocio digital", pero el ocio ya no se vincula con la formación personal, sino con el "consumo", que es el único criterio que une producción y recepción. Es una actividad de "mercado" en la que el tiempo empleado, 7 horas al día, supone una forma variada de actividad económica. Los jóvenes son introducidos en un mercado que absorbe 7 horas diarias de su vida en un periodo esencial ya que en él se decidirán los gustos, aficiones y líneas vitales posteriores.
El fenómeno no es nuevo, pero ya no parece importarle a nadie. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a hacerlo en un país con la mayor tasa de desempleo juvenil de la Unión Europea? ¿¿Por qué iba a hacerlo en un país en el que los jóvenes forman parte de un sistema de explotación institucionalizado a través de un empleo precario, mal pagado y peor valorado? ¿Para qué hace falta formarse en un país de pinches y camareros, de empleo de temporada? No vemos a los jóvenes como ciudadanos ni a España como un espacio común, sino como un mercado y una bolsa de desempleados mal pagados, sustituibles. Los que tienen más formación lo ocultan porque puede ser hasta un obstáculo para su contratación. ¿Qué se puede hacer cuando las propias instituciones educativas hacen negocio con la formación de los parados?
El miércoles, el día antes de la presentación, formé parte de una mesa redonda en la Facultad sobre la formación del comunicador pero en la que se acabó debatiendo el papel de los videojuegos y en concreto en la necesidad de formar guionistas de videojuegos. En la sesión anterior, la interviniente dijo entre sonrisas algo ya sabido, que el negocio de los videojuegos mueve más dinero que el del cine, los audiovisuales y el mundo editorial juntos. Se dijo con cierta sorna y superioridad. Todo se ve desde el dinero que produce.
Si creemos lo que nos dice el informe significa que estamos hablando con gente que solo coge algún libro esporádicamente, que dedica 7 horas al "ocio digital" y poco más, porque el día tiene 24 y otras 8 se dedican al descanso para poder seguir. Eso en España, en donde, por cierto, tenemos las mayores cifras europeas de abandonos y en donde a 4 de cada 5 les gustaría dedicarse, claro, a lo que hacen: dedicarse al contenido digital, a ser influencers. Sustituimos al sabio por el experto y al crítico por el influencer. ¡Hasta Putin tiene una hija influencer! No hay famoso o famosillo que no tenga una hija influencer dispuesta a lanzarse al mundo.
Hace unos días, la prensa española del corazón desvelaba un gran momento, aquel en el que la hija adolescente de no sé quién revelaba su futuro: quería ser influencer. Maquillada y vestida a la última, ya estaba lista para sorprender al mundo con su ingenio y desparpajo.
En 27 años, desde 1995, hemos creado un mundo que ha hundido la idea de cultura sustituyéndola por un concepto de mercado del ocio que requiere toda nuestra atención (Economía de la Atención), que absorbe todo el tiempo posible porque vive de él, da igual lo que hagamos, lo importante es estar conectados. El sistema económico descubrió pronto que los jóvenes nacido en un mundo de pantallas digitales se alejaba de los canales publicitarios y de dirección orientada del consumo, que necesitaba usar ese mundo, sus lenguajes y sus propios intérpretes. La inversión ha sido grande y la rentabilidad alta. Pero ha tenido sus costes en otros términos.
En vano psicólogos, sociólogos y pedagogos han advertido de los riegos de la adicción, pero no ha servido de mucho. Sabemos que la edad con la que se accede al teléfono es cada vez menos porque nadie quiere quedar excluido del grupo, un hecho fundamental que los psicólogos sociales nos cuentan y que es muy importante en las relaciones sociales.
Llevamos 27 años y esta industria cultural ha superado a todas las formas anteriores y sigue extendiéndose porque ya no hay formas de defensa en escuelas ni familias. Estamos ya en la segunda generación, es decir en la de familias que no han leído, que solo consumen cultura al dictado de la moda, que es un mecanismo sin memoria, de mera sustitución: se lee solo lo último, lo que está de moda y se olvida cuando deja de estarlo.
La adicción es poderosa y los es también el vacío que deja. Lo malo es que para ser consciente de ello hay que ser crítico y este mecanismo lo devora, es consumista y adictivo. No se plantea la crítica de su propia situación.
La gente en esta estado es mucho más manipulable y se mueve por estados emocionales. No es crítica, solo irritable. Con saber cómo provocarla es suficiente. De eso se encargan los analistas tras los equipos que analizan las estrategias de comunicación apoyados en lo que nuestros datos en la red revelan.
La cuestión es grave. Solo nos fijamos en los casos extremos, como el asesinato de los padres y una hermana por parte de un joven de 15 años al que se le quitó el teléfono móvil y se le prohibió acceder a las redes por su bajo rendimiento escolar. Deberíamos leer de forma crítica ese informe y observar con más detenimiento el deterioro y empobrecimiento de nuestra sociedad, especialmente desde el sistema educativo.
Hemos hecho negocio de todo, especialmente de la ignorancia, que siempre ha sido rentable, pues deja las puertas abiertas a más. No ofrecemos la aspiración a una sociedad mejor, sino más entretenida, más consumista, centrada en el ocio. Ese ocio digital del que se nos habla tiene sus paralelos en esa obsesión con el ocio como centro de la vida económica que hemos vivido en esta pandemia donde son más importantes las discotecas que las fábricas y los chiringuitos que la agricultura.
Necesitamos que la gente piense en salir y salir, dónde vaya ya se lo disputarán las Autonomía, los lugares de ocio. Hay que tener puentes y más puentes para ir a esos centros de ocio o a pasarlos, acompañados del teléfono o la consola.
Es raro ver a alguien leyendo en el transporte público. La gente mira sus teléfonos abstraídos, robotizados, aislados. Están produciendo, trabajando en el trabajo que se disfraza de ocio y requiere todas nuestras horas.
La creencia narcisista que se crea es la de que todos están deseando escucharnos, convertirnos en creadores de contenidos, la imagen que el espejo de la pantalla nos ofrece de nosotros mismos, dar el salto al otro lado, al del influencer.
Una compañera, con la que ya había compartido un libro-fórum, me ha dicho que va a hacer uno en la facultad. Le he dicho que cuente conmigo. Volveremos a la aventura de descubrir libros valiosos, un "deporte" al que ya ninguno se dedica porque el gimnasio no deja tiempo.
¿Para qué leer? Te convierte en un amargado, tus amigos te consideran raro y nadie te paga por ello, los tres pecados sociales de la lectura. En estos tiempos son imperdonables. No deja de ser un signo de esta época lo poco rentable que resulta ir contra corriente. Hay que dejarse llevar por el mainstream y sacarle el provecho. Son los tiempos de los comisionistas de las mascarillas, héroes populares. ¡Ellos sí que saben! Si no puedo ser influencer, me gustaría ser comisionista. Mejor eso que enlazar ocho contratos en un año y eso si tienes suerte, claro.
No tengo nada contra el ocio digital en sí. Lo tengo contra la creación de adicciones y contra un ocio que barre la Historia, la Cultura y todo el legado de un plumazo, en una generación, a la que se llena de momentos divertidos pero a la que a la vez se explota a través del ocio y del negocio. Los jóvenes son mercado importante desde los años 50 del siglo pasado; se fueron creando nichos cada vez más aislantes, generacionalmente hablando, pero nunca se llegó a estos extremos separadores que ahora vemos.
Desde hace mucho he intentado diversas fórmulas para promocionar lo que considero valioso en el cine, en la literatura, el pensamiento o la música. Al final es difícil penetrar esta costra española que nos envuelve y acabas con alumnos extranjeros que llegan desde lugares que tienen más clara la distinción entre el ocio y la cultura, entre este presente constante y el flujo cultural de la historia. Este desprecio a lo anterior por viejo, por ser en blanco y negro, por no tener ilustraciones o por cualquier otra característica que te mande al olvido es muy español; es fruto de un país que pasó de la pobreza a la riqueza en una generación, pero que no asimiló la necesidad de la cultura en su desprecio orgulloso. ¡Que inventen ellos!" fue un grito mal interpretado. Ni inventamos ni pensamos, solo vivimos en el ocio, un agujero de consumo que nos consume. Durante siglos, el ocio era precisamente el espacio del que uno disponía para la reflexión, para poder comprender el mundo serenamente. ¡Qué lejos de lo que hoy llamamos ocio!
Es terrible tener que buscar trincheras en las que defenderse de esta ola de abandono que hemos aceptado solo porque produce dinero, poderoso caballero. Pero si podemos morir por dinero para que la economía funcione, ¿por qué no morir incultos cuando ya vivimos incultos? ¿A quién le importa?
Lo más terriblemente irónico es que todo está ahí, en las redes, en repositorios y bibliotecas digitales, casi siempre gratuito. Hay cultura para estar entrando en ella varias vidas seguidas, de todo lo que queramos: libros, revistas, música, pintura, cine... Todo está allí... Pero falta el ánimo de unos para promocionarlo, las ganas de otros para acceder a ello. La atención se nos roba en un mundo en el que produce beneficios lo intranscendente mientras que lo valioso se ignora aunque se regale. Nada es valioso, solo aquello que nos atrapa y le renta a otros.
Sé que hay gente que usa su influencia para buenas causas. Muy loable. Pero el problemas es el método, la forma en que nos acostumbramos y acaba formando nuestros hábitos comunicativos y culturales. Esto no es inocuo, tiene sus efectos. Nunca en la Historia se ha dispuesto de una maquinaria tan poderosa de manipulación mental de la cuna a la tumba y en todos los rincones del globo.
¡Qué pena que se cierren iniciativas culturales sencillamente porque no asiste nadie, mientras que son muchos lo que se matan por ocupar asientos ante cualquier ingenioso que nos cuenta chascarrillos de actualidad! Muchos le miran con envidia desde sus asientos con el secreto deseo de poder ganarse la vida de la misma forma, rellenando la vida de tantos otros de olvido, del momento que se acaba antes de pasar al siguiente.
Nunca se vendió el alma por tan poco. Nunca se olvidó lo valioso tan rápido porque hemos dejado de valorarlo. Simplemente desaparece; es de otro mundo, no del nuestro.