sábado, 2 de abril de 2022

Mejores democracias

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)

La democracia es una forma de articular la diversidad. Parte del principio de que somos diferentes, pero también de que somos capaces de ponernos de acuerdo, porque tenemos elementos comunes, fines compartidos que nos unen. Sobre esta base de construye un edificio institucional que marca las reglas del juego con una finalidad, la de avanzar todos. Leyes, partidos, instituciones son las piezas en que confiamos para poner nuestros destinos en sus manos. Confianza es la clave. Frente a esto, el caos o un orden autoritario que no escucha ni dialoga, monológico.

Cada vez más los partidos van a remolque de la calle; cada vez son menos referencia y más se dejan arrastrar por las fuerzas que se están agrupando al margen. Lo ocurrido con la huelga del transporte es muy claro en esto: una pequeña fuerza es capaz de silenciar a sindicatos y patronal, a partidos políticos y gobiernos. El discurso televisivo escuchado a su líder fue muy claro: hay que acabar con unos sindicatos vendidos y que no representan a nadie; hay que presionar hasta el final. Toda esta música nos suena de algo. Es música dinamitera en un sector estratégico que ha conseguido, con muy poquito, un daño espectacular a todo el país y, además, ha marcado una peligrosa senda futura.

Se trata, en fin, de crear una imagen inoperante de los gobiernos y la idea clave de que son los ciudadanos los que deben tomar en sus manos la vida social frente a los partidos. Esta es la base del populismo y del deterioro de los partidos. Donald Trump se presentó como un "antisistema", como un "no-político"; él era el que iba a arreglar los desaguisados creados por los políticos. Le funcionó y llegó hasta donde llegó, a la presidencia del país más poderoso del mundo, de una democracia consolidada. El final lo sabemos: el asalto del 6 de enero al Capitolio, el signo de la negación de las instituciones, del valor de los votos y del triunfo de la mentira (él había ganado las elecciones) para arrastrar a la gente a la violencia. Lo había hecho ya anteriormente con la cuestión de la pandemia, dividiendo al país, convirtiendo el llevar una mascarilla o vacunarse posteriormente en un acto político, en una forma de enfrentamiento que llegó a las calles de las ciudades norteamericanas, a veces con violencia. Una gran parte de los problemas que tenemos hoy los hemos heredado de su presidencia.

Parece que no entendemos la fragilidad de la democracia y el avance, dentro y fuera de los países democráticos, de la doctrina de la fuerza, de la creación del caos para hacer emerger nuevas formas de poder manipuladoras que acaban con las instituciones, personalizándose.

Lo estamos viendo en diversos escenarios. Vemos cómo la Unión Europea tiene que sancionar a ciertos países —Hungría y Polonia— por sus retrocesos democráticos, por sus acciones limitadoras sobre las instituciones, a las que anulan en favor de un mayor control gubernamental, todo ello salteado con discursos patrióticos y nacionalistas, en los que el mundo es su enemigo y busca su destrucción. Todo esto, además, se da en un contexto internacional que ha desembocado en otro acto de fuerza, la invasión destructiva de Ucrania que es el final de un medido proceso de acciones previas tendentes a buscar y crear conflictos, fomentando casos como el del Brexit y de los separatismos europeos, fomentando la creación de grupos antieuropeos en el seno de las instituciones para dinamitar la Unión desde dentro. Esto no es nuevo, está todo en las hemerotecas.

El club de los dictadores está aumentando porque avanzan y se protegen entre ellos, como hemos visto en Siria con Rusia y viceversa. Hay ejemplos crecientes repartidos por todo el planeta, de Egipto a Brasil pasando por la Bielorrusia de Lukashenko, Chechenia, etc. Es como un mapa en el que se reparten estos espacios dictatoriales en los que cualquier insumisión se ve reprimida con el apoyo exterior de los dictadores amigos, prestos a intervenir. Hoy por ti, mañana por mí. Cada vez más países cambian sus constituciones para ampliar el número de mandatos posibles, un indicador claro de cómo se instalan en un poder que no abandonan.

Al tradicional aislamiento de los dictadores, les sigue ahora una preocupante solidaridad entre ellos. Junto a esto, la globalización ha hecho que sus intereses confluyan creando conexiones con otros países en los que apoyan facciones que les aseguran "buenas relaciones" futuras. La democracia apenas se contagia a otros; las dictaduras, en cambio, son altamente contagiosas. Cada vez son más países los que presentan la democracia como una forma débil en un mundo donde se valora más la fuerza en cualquier sentido, de militar a económica. La admiración de Trump por Putin es un ejemplo claro de esto. Trump llegó a tener un "dictador favorito", el egipcio Abdel Fattah al-Sisi. Lo malo es que el dictador favorito de al-Sisi es ahora Vladimir Putin, un valor estable frente a las veleidades de las democracias.

La democracia, tal como la entendemos, tiene sus limitaciones, pero también es cierto que en sus imperfecciones podemos desarrollarnos con márgenes más amplios que en los modelos de pensamiento único y autoritarismo controlador. Las dictaduras e híbridos autoritarios, en cambio, nos marcan un camino fuera del cual solo existe la disidencia, la marginación o el exilio.  El control de los medios, de las redes sociales, etc. son los síntomas de esta forma autoritaria de controlar los estados. Que en Rusia no se pueda decir la palabra "guerra" ya nos explica bastante el comportamiento autoritario.

Necesitamos urgentemente entender que las disputas dentro de un sistema democrático no pueden llevarse a un plano destructivo que lo erosione. Es lo que está pasando en muchos estados democráticos, incluido España.

La democracia es diálogo y por ello necesita de los agentes sociales en sus diversas capas. Pero también es cierto que necesitamos de una buena voluntad que es cada vez más infrecuente, sustituida por un ánimo bélico. Los populismos ya no son los únicos que manejan discursos excluyentes y apocalípticos. El tono de los discursos sube cada vez más y, con ello, la imposibilidad de llegar a lo que es su máximo logro: el acuerdo.

Convertir a los dirigentes de los partidos políticos en mesías no es el camino. Hay que poner el foco en las instituciones, en que los líderes son circunstanciales y al servicio del conjunto de la sociedad. Desgraciadamente, lo que ocurre es lo contrario, que muchas instituciones se contagian del espíritu de la confrontación. Necesitamos mejores democracias y eso solo se consigue con mejores hábitos democráticos. Pero no es lo que vemos. Por el contrario, el avance de las malas formas, de los discursos agresivos y apocalípticos se está convirtiendo en una realidad palpable.

Si las grandes democracias, como la norteamericana, son capaces de llegar hasta donde Trump llegó, el peligro para el resto es claro. Hay que buscar mejorar nuestras democracias o puede que tengamos que lamentar sus deterioros y pérdidas.


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