lunes, 25 de abril de 2022

La lección francesa

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Son muchas las interpretaciones que se están haciendo sobre lo ocurrido ayer en Francia. Hay un sentimiento de alivio en toda Europa por la victoria de Emmanuel Macron, un respiro por lo que cada vez se percibe como un desastre, la llegada de Marine Le Pen al Elíseo. Lo que no se ve realmente es algún tipo de medidas que sean capaces de frenar lo que parece cuestión de tiempo y así nos lo presentan.

Es evidente que existe un problema y que ese problema está debilitando el sistema democrático girándolo hacia fórmulas aislacionistas y autoritarias. ¿Qué ocurre para que sean millones los seducidos por la fuerza de la ultraderecha y otros muchos millones a lo que les resulta indiferente el conjunto y se abstienen, facilitando así el ascenso de los populismos? Hacen falta, además de explicaciones, acciones que paralicen esos avances den distintos países. Y las únicas acciones posibles vienen de la eficacia en la resolución de los problemas que la sociedad percibe que no son atendidos. No hay mayor foco de desánimo que ver eternizarse los problemas. Es entonces cuando crece el descontento y surgen los cantos de sirena populistas que arrastran con su retórica crítica al conjunto del sistema.

Cada vez parece más claro que el fenómeno es mundial, por lo que cada país padece su propia versión en función de su propia problemática o, si se prefiere, la forma específica en que la crisis se desarrolla.

Uno de los argumentos que más hemos escuchado en las elecciones francesas entre ambas vueltas es la crisis de los "partidos tradicionales". Sin duda es uno de los factores, lo que no está tan claro es si son el efecto o la causa. ¿Por qué llevamos asistiendo, país tras país, al hundimiento de los partidos y al ascenso, por ejemplo, de figuras "mediáticas salvadoras", que van de un televisivo Trump a un no menos televisivo Berlusconi, a cómicos como Beppe Grillo que encabezan movimientos como el "5 estrellas", o el propio Volodímir Zelensky, ahora al frente de Ucrania, otro actor que salta de la TV a la realidad?

La falta de credibilidad de los políticos profesionales lleva a que gran parte del discurso político se centre en su crítica fácil, lo que permite, como hizo Donald Trump, presentarse como "anti sistema", lo que no deja de ser una gigantesca ironía. Lo que hizo Donald Trump con el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, para intentar acabar con la alternancia democrática en los Estados Unidos, la primera democracia en importancia, no es una anécdota, sino la confirmación de que, por unos medios u otros, es difícil sacar del poder a este tipo de planteamientos políticos una vez que llegan a él. Lo estamos viendo en los retrocesos democráticos de la Hungría de Orbán.

Sí, el crecimiento de estos grupos o movimientos, necesita de la destrucción del sistema, no de la competencia en el sistema. En la base de la democracia está la competencia para la convivencia resolviendo problemas para todos. Pero esto se ha convertido en otras cosas, como ha ocurrido en Francia: la lucha por la supervivencia o de destrucción del sistema. Marine Le Pen no propone una alternancia, sino dinamitar el sistema desde dentro, para comenzar, sacando a Francia del proyecto europeo común. Las propuestas de Le Pen no solo afectan a Francia. Las preguntas, entonces, se multiplican: ¿por qué 13 millones de franceses están contra la Unión Europea? Las explicaciones dadas al Brexit, la consolidación de la primera ruptura, no han sido muy convincentes, pero probablemente tengan que ver con esa forma de contemplar el poder y la creación de intereses. Si logras convencer a los británicos de que todos sus problemas se deben a Europa, estos se volverán lógicamente anti europeos. Y así ocurrió. Así está ocurriendo en muchos países en los que se repite el mismo mensaje antieuropeo. Mientras no se resuelvan los problemas, será fácil encontrar un tipo de mensaje que dirija la atención hacia aquello que se quiere destruir, a los obstáculos que impiden el acceso al poder. Hitler lo hizo y le funcionó.

El populismo no es un fenómeno único de Europa. Lo vemos triunfante en otros países como fórmula que lleva al poder, se instala en él y destruye el sistema desde dentro. Se basa en unas ideas simples que se convierten en líneas que todo el mundo entiende, porque uno de los factores esenciales es el fracaso del proyecto ilustrado educativo en beneficio del económico y de mercado.

Hay unas enormes diferencias educativas que se han ido produciendo al considerar la educación como una mera adaptación a los mercados y no una formación de las personas y de los ciudadanos, una doble dimensión que se ha perdido. Discusiones como las que tenemos en España sobre la "Filosofía" y otras humanidades no son triviales. Representan una visión del mundo y de las personas que solo son consideradas como productores y consumidores.

El proyecto populista es básico, apela a situaciones simples y comprensibles: la patria, lo nacional, los enemigos de la patria, el sentimentalismo, la historia gloriosa, los traidores, etc. Son conceptos básicos que plagan los discursos frente a una promesa, un futuro mejor, glorioso, para aquellos que forman parte del organismo nacional. La visión orgánica de los pueblos es esencial porque es la que permite establecer el doble movimiento de la identidad y de la distinción. Fue lo que dio paso al potente nacionalismo que surgió tras la caída del Antiguo Régimen. No es casual que los votantes de Trump o de Le Pen estén en zonas rurales, las zonas profundas de cada país, y en barrios marginales, frente a la modernidad de las ciudades, que tienden a ser más cosmopolitas.

Los partidos políticos tradicionales han entrado en una crisis con su profesionalización, dando lugar a líderes crecidos desde dentro y posteriormente promocionados mediáticamente. Hoy la política es comunicación y promoción, cultivo de imagen, anulación de los efectos del desgaste mediante campañas. Eso ha llevado a la promoción personal, del líder, convertido en mensaje. El líder lo cambia todo, como hemos visto con lo ocurrido en España con el nuevo líder del PP, Núñez Feijóo. El recién llegado (por más que lleve toda la vida en el partido) se presenta como una renovación.

El líder populista es carismático, pero se presenta como cabeza de un cuerpo comunitario, de un "movimiento", concepto que en España deberíamos entender muy bien en lo que se diferencia de un "partido". El movimiento es la negación del partido, por lo que el liderazgo se presenta de otra manera, incluso hereditario, como ocurre con los Le Pen. Pero lo hereditario, como cuestión de sangre, es más natural que lo electivo, que es cultural, una forma de evolución.

Hace unos años se empezó a hablar del "fin del bipartidismo", algo que casi todo el mundo consideró como "saludable" en la medida en que abría el horizonte y la oferta política. Hoy vemos las consecuencias: aparición de grupos radicales populistas a derecha e izquierda, la desaparición del centro político y los pactos que debilitan las posibilidades de gobierno. Los grandes beneficiados han sido los populistas, mientras los grandes partidos de base democrática siguen en el malsano deporte de destrozo mutuo en vez de las colaboraciones para construir mejor y no tener que estar haciendo y prometiendo deshacer.


La desaparición del centro es una tragedia política porque el desangrado de la frustración se acaba canalizando hacia dos puntos: la abstención y la radicalización. La primera es resultado del desinterés o de la incapacidad de encontrar un destino para el voto propio; la segunda del enfado por la incapacidad política de ofrecer soluciones a los graves problemas a los que las sociedades se enfrentan.

Que en España, en las reciente elecciones de Castilla y León, se haya llegado a partidos provinciales exitosos, debería analizarse como un fracaso de los partidos existentes, en los que los ciudadanos han dejado de confiar y en agrupamiento en "movimientos" destinados a atender sus propios problemas locales. Los grandes partidos han calculado mal pensando que el fraccionamiento les beneficiaría, como se ha demostrado en esas elecciones. Lo que han conseguido es que sea imposible gobernar en solitario y que la compañía no sea la más cómoda, algo que ocurre al PSOE en el gobierno y al PP en la Autonomía. Es probable que esta situación se repita en distintos lugares muy pronto. Vox ha aprendido de la estrategia de Podemos en el gobierno central: apuntarse los éxitos, culpar al socio mayoritario de los fracasos y asegurar que en el futuro, si se les vota, lo harán mejor.

Desgraciadamente, lo que estamos viendo en Francia no se ha acabado con la victoria de Macron. La propia Marine Le Pen ha visto su derrota como una victoria. Todo lo que sea crecer será tomado como un avance. Y lo es. Fieles a su retórica del destino nacional, lo suyo es el "inevitable triunfo de Francia". La simbología creada en elecciones anteriores de la Marine Le Pen como Juan de Arco volverá.

Europa no reacciona a los avances de los que quieren destruirla porque se ha convertido en un problema más que se acumula en la lista de los que hay que resolver. El germen de la destrucción de la Unión está dentro de la Unión. El mundo que estamos creando no es el adecuado para resistir estas tendencias y hace falta pensar soluciones porque la alternativa, está claro, es encontrarnos en una situación de entreguerras, por un lado, y de Guerra Fría por otro. La sintonía de Marine Le Pen con Putin, su deseo de restablecer la concordia con Rusia ignorando su deseo de seguir tragándose Europa nos permite entender que esto es cosa que nos afecta a todos. Esa Europa de la Naciones que propugnan los populistas no es más que una fantasía que reduciría el espacio europeo a un mosaico fragmentado donde se acumularían los problemas de convivencia. Es algo que tiene muchos animadores, como ocurrió con el Brexit.

Son muchas las críticas que se están haciendo a Alemania por su resistencia a frenar a Putin con un embargo. Los intereses económicos están detrás de esta situación. En el caso de Francia, los intereses populistas son más peligrosos porque Putin vende algo más que gas, petróleo y trigo. Vende, sobre todo, un modelo autoritario e imperial, el de la "grandeur" rusa, algo que sintoniza bien con Le Pen y demás nostálgicos de una forma obsoleta de pensar en los países.

Hace falta mucho análisis por parte de los propios partidos, un cambio y una forma de hacer política distinta para que los populismos dejen de crecer. Como dijimos al principio, no pueden seguir alimentándose de la idea de que son ellos quienes se preocupan por los ciudadanos ante la indiferencia egoísta y tecnocrática de los partidos políticos tradicionales. Unos y otros tienen que ver dónde está la debilidad y dónde la fortaleza del sistema democrático, dejándolo de convertir en jaula de grillos y pelea de gallos. Es de esto de lo que se alimentan sus enemigos. La política eficaz se alimenta, en cambio, de acuerdos que benefician a las grandes mayorías, de la atención a los problemas sociales y a destinar energía y conocimiento a solucionarlos. Se ocupa de la concordia y la calidad de vida para todos. Lo que hace daño es lo contrario, los escándalos de corrupción, los comisionistas que se benefician de la inoperancia de la burocracia, la incontinencia verbal de los políticos frente a la realidad de los hechos, etc. ¿Serán capaces los partidos actuales de comprender o, por el contrario, han llegado a un nivel de aislamiento de la realidad que les hace pensar solo en triunfos electorales y no en resolver problemas sociales?

La lección francesa es clara; lo que hagamos con ella es otra cosa. Macron ha ganado, pero está por ver si Marine Le Pen no lo ha hecho también.

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