Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En su
reciente libro El sentido de la
existencia humana (Gedisa 2016), el dos veces galardonado con el premio
Pulitzer, reconocido científico y padre de la Sociobiología —para bien y para
mal—, Edward O. Wilson establece una serie de relaciones entre la Ciencia y la
Humanidades. Hay un momento en la obra en la que plantea la llegada de unos hipotéticos
extraterrestres y cuáles serían son intereses esenciales. Escribe Wilson:
Los verdaderos alienígenas considerarían,
creo, que nuestra especie posee una propiedad vital digna de su atención. No es
nuestra ciencia, ni tampoco nuestra tecnología, como podría suponer el lector.
Son las humanidades.
Estos alienígenas imaginarios pero plausibles
no tienen ganas de complacer o mejorar nuestra especie. Su relación con
nosotros es benevolente, igual que la nuestra con los animales del Serengeti,
que acechamos y pastoreamos. Su objetivo es aprender cuanto más mejor de la
única especie que estableció una civilización en este planeta. ¿Acaso no serían
los secretos de nuestra ciencia? No, para nada. No hay nada que podamos
enseñarles. Tengamos en cuenta que casi todo lo que podemos llamar ciencia no
tiene ni cinco siglos de antigüedad.
En
resumidas cuentas, lo que podríamos ofrecerle a los que se hubieran tomado la
molestia de hacer una parada en nuestra plantea sería una ciencia pobre en comparación con la suya, muy
superior, que les habría traído hasta aquí. Nuestra Ciencia, en comparación,
está en mantillas. A ellos les parecería como si les enseñáramos orgullosos
nuestros deberes escolares, muy poquita cosa.
No
ocurre lo mismo con las Humanidades, es decir, toda nuestras producción
cultural, que sería un fuente variada e imprescindible de conocimiento sobre
nosotros. Para ellos, señala Wilson, todos esos materiales —literatura, teatro,
cine, música, pintura, filosofía...— serían una novedad enorme, pura
información.
Esta
bien hacer estas reflexiones, pero Edward O. Wilson prescinde de un problema
básico: ¿lo entenderían? No me refiero simplemente a las lenguas, sino a la
complejidad simbólica que cada obra de arte, cada pieza de la cultura —de la
novelucha popular al Quijote, del teatro de títeres a las obras de Shakespeare—
acumula en su interior.
Nos
ocurre a nosotros, humanos, con las obras cuando son contempladas desde
culturas diferentes o nos son distantes en el tiempo, ¿cómo no va a ocurrirle a
seres que vienen de otra galaxia, lejana o cercana, al intentar comprenderlas?
La
Ciencia estudia básicamente la constitución y funcionamiento del mundo. Es
probable que las leyes que los científicos hayan establecido en sus campos, con
mayor o menor precisión, se pudieran cumplir en sus hogares más allá de las
estrellas, ¿pero las novelas, el cine, el teatro...?
Frente
a la universalidad (al menos de nuestro universo pequeñito) de la Ciencia, la diversidad cultural regida por los
principios de la complejidad. En estos años de globalización informativa e
implantación del turismo como una actividad general, hemos comprendido lo poco
que sabemos los unos de los otros y, en especial, el miedo que produce esta
nueva situación a muchos. Como ya ocurrió en el siglo XVIII, los viajes
contribuían a relativizar lo que parecía absoluto. En cada parte de la Tierra
había costumbres distintas y formas diferentes de vivir. Los filósofos los
usaban (como hizo Voltaire) para mostrar lo vano de nuestras pretensiones.
Gulliver se daba cuenta de los mundos distintos al suyo y la llegada de
Micromegas establecía las distancias entre la Tierra y los viajeros espaciales.
Los que
se embarcaban en las aventuras de los viajes disfrutaban contando sus experiencias
en países exóticos. Hay una necesidad de exotismo, de lo diametralmente otro, que se paga precisamente en la incapacidad de
comprender, en la necesidad de algún tipo de mediación para poder comprender en
algunas medida. Las más de las veces, lo que se produce precisamente es el
malentendido, el equívoco.
En su
Guía para viajeros inocentes, Mark Twain daba cuenta de las aventuras pasadas
por los viajeros que organizaron en 1867 un crucero por los países del
Mediterráneo con paradas a explorar ese mundo hoy próximo y entonces lejano. Así
lo describe Twain: «Era una novedad en lo que a las excursiones se
refiere (jamás a nadie se le había ocurrido algo igual), e inspiraba ese interés
que siempre provocan las novedades atractivas. Iba a ser un pícnic de
proporciones gigantescas.» El propósito de este viaje, precedente ilustre de lo
que serán los viajes organizados, pero con una enorme libertad de decisión, y
financiado por ellos mismos es conocer a los "otros", comprender
hasta dónde llegan las diferencias. El mundo, en esa década de 1860, ya está
convertido en una red de comunicaciones. Los lugares de los que apenas se tenía
noticia pasan a formar parte del "mundo comunicado", algo que pocos
verán pero sobre el que podrán tener noticias frecuentes: guerras, sociedad,
diplomacia, etc. aparecen en los medios despertando la curiosidad.
Después
de una negativa experiencia en las
Azores, llena de expresiones estereotipadas y despectivas para los portugueses
que allí habitaban, y el paso por Gibraltar, es Tánger lo que les ofrece esa
novedad que buscan:
En los demás lugares hemos encontrado cosas de
aspecto extranjero y personas de aspecto extranjero, pero siempre con cosas y
personas intercaladas que ya nos resultaban familiares, por lo que la novedad
de la situación perdía buena parte de su fuerza. Queríamos algo total e
inquebrantablemente extranjero: extranjero de los pies a la cabeza, extranjero
desde el centro a la circunferencia, extranjero dentro, fuera y por todas
partes, que nada en ningún sitio pudiese diluir su rareza, que nada nos
recordase a otras gentes u otra tierra bajo el sol. ¡Y hete aquí que en Tánger
lo hemos encontrado! Aquí no hay ni una sola cosa que hayamos visto antes, a no
ser en pintura, y siempre hemos desconfiado de las pinturas. Pero ya no podemos
seguir haciéndolo. Las pinturas nos parecían exageraciones: se nos hacían
demasiado raras e imaginativas para ser reales. Pero ¡alto ahí!, no eran lo
bastante descabelladas, no eran lo bastante inverosímiles… se han quedado
cortas. Tánger es una tierra extranjera donde las haya, y su verdadero espíritu
no puede encontrarse en ningún libro que no sea Las mil y una noches. Aquí no se ven hombres blancos y, sin
embargo, enjambres de seres humanos nos rodean.
Aun
así, como bien señala el autor, se encuentran entre seres humanos. Aunque haya
problemas de comunicación y comprensión, hay aspectos comunes que podrían
establecer lazos y proximidad.
Difícilmente
ocurriría así con los visitantes de otras galaxias, cuya evolución habría sido
con toda probabilidad otra. La idea de Wilson, asentada en su campo de investigación
biológico es que las Humanidades son también un producto de nuestra evolución,
algo que no dudamos. Nuestra cultura tiene un sentido biológico y no es algo
—como algunos han querido explicar con poco fundamente— la oposición entre un
alma sublime y un cuerpo defectuoso.
Lo que
somos, lo que producimos en todos los ámbitos y niveles, forma parte de nuestra
naturaleza humana y cumple una función precisa por más que se nos pueda escapar
su sentido. La preocupación que manifestamos a través de las Humanidades es la
de dar forma a un interior que se nos manifiesta como deseo y como consciencia.
Nos explica Edward O. Wilson:
El propósito del antropocentrismo —la
fascinación por nosotros mismos— es afilar la inteligencia social. Los seres
humanos, de entre todas las especies del planeta Tierra, somos los amos y
señores de esta habilidad. Apareció dramáticamente, en sintonía con la
evolución de la corteza cerebral durante la escisión del Homo sapiens de los
australopitecos africanos. Los cotilleos, el culto a los famosos, las biografías,
las novelas, las historias de guerra y los deportes constituyen la cultura
moderna porque el interés intenso, incluso obsesivo, en los otros siempre ha
mejorado la supervivencia de los individuos y los grupos. Nos volcamos a las
historias porque así es como funciona la mente: un merodeo interminable a
través de situaciones pasadas y situaciones futuras alternativas.
La
"habilidad" es precisamente la que determina lo específico de nuestra
especie, la sociabilidad, que se refuerza mediante ese conocernos a través de
los contactos y el habla. Todos esos materiales culturales —triviales o serios— están destinados a
reforzar nuestro sentido del grupo. Compartimos experiencias y sistema
simbólicos que configuran nuestra forma de expresarnos y de que otros nos
entiendan.
Hoy
tenemos una fuerte necesidad de entender nuestra complejidad. No se fletan ya
barcos poniendo un anuncio y recogiendo pasajeros para hacer una excursión por
el mundo. Nuestro mundo se ha convertido en un espacio pequeño y conflictivo en
donde la violencia viene precisamente de la incomprensión y de las tensiones
entre los grupos, que mientras unos se adapta, otros abogan por el rechazo, por
convertirse en sociedades "cerradas" en un sentido popperiano del
término.
Los
viajeros de Twain lo hacían guiados por otro principio de la naturaleza humana
(no solo muestra): la curiosidad, el deseo de encontrarse con lo nuevo. El
grupo de norteamericanos viajeros se sentían más unidos al encontrarse con
otros grupos muy diferentes. De alguna forma, se resaltaban sus señas de
identidad; se sentían más norteamericanos.
Como contrapartida, surgen los rasgos de racismo, de aplicación de estereotipos
a los otros, a los que se les etiqueta de forma muchas veces injusta y cruel.
No sé
si nuestros visitantes extraterrestres se sentirán más apegados a su planeta,
más orgullosos de sus conocimientos avanzados al ver un mundo en el que una pobre
especie, la humana, se ha hecho con el control. Pero de lo que sí tengo certeza
es de la necesidad de la mediación cultural. El mundo se ha abierto, pero no lo
han hecho las mentes de muchos.
Algunos
consideran que la Ciencia no es universal,
como ocurre con las Humanidades. Ha llegado a ella el "negacionismo científico-cultural",
que es el característico de las sociedades cerradas. Lejos de estar abiertas a
la información renovadora que fluye desde la periferia hacia el centro, las sociedades cerradas convierten el conocimiento en dogma y lo centralizan,
blindándolo con violencia y legalidad. Con ello transferimos al mundo nuestros
prejuicios. No lo conocemos, sino que lo decoramos con nuestras ideas. Esto produce conflictos en el seno de las propias sociedades
condenadas a vivir bajo la fuerza para evitar que se derrumben los ídolos de la tribu.
La
cuestión va más allá de si a los extraterrestres les servirá de algo toda
nuestra información cultural. La cuestión es realmente si el mundo no está
caminando hacia planos más sombríos en los que la sociabilidad se está basando
en la represión y la cultura en la ignorancia. La cuestión es si no estaremos levantando barreras que nos lleven a tener que fletar barcos interculturales para poder acercarnos a mundos culturales que se alejan. La cuestión está, realmente, es si no nos estaremos convirtiendo en extraterrestres de visita en nuestro propio planeta.
K. Popper, M. Twain, E.O. Wilson y Voltaire |
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