Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La
velocidad con la que progresamos en la estupidez es realmente pasmosa. Quizá no
sea progreso y la cantidad sea estable, quizá sea solo una cuestión de
visibilidad. Solo algunos, demasiado afectados o demasiado sensibles, se
plantean esta esencial y dolorosa cuestión de la estupidez humana. La estupidez
ahora es provocativa y estridente, amplificada por la capacidad de infinitas
reproducciones y de poder colarse por las rendijas informativas de las casas y mentes.
Sirva
esto de preámbulo pretencioso y solemne al caso del tuit deseándole una violación en grupo a la diputada de Ciudanos, Inés Arrimadas. Literalmente: "solo puedo desearle que cuando salga esta noche la violen en
grupo porque no merece otra cosa semejante perra asquerosa".
La afectada hizo público el tuit en el que se recogían los
"deseos" de una aparentemente tranquila empleada temporal de una inmobiliaria,
cuya empresa al saberse el caso la despidió fulminantemente. Arrimadas anunció la presentación de acciones legales contra la autora del tuit.
La
confusión de los nuevos medios y de lo que implican hace que muchas personas no
sean conscientes de las situaciones que provocan, lo que no significa en
absoluto que no deseen un efecto determinado. La naturaleza de un tuit es
extraña; es una mezcla de documento público y privado. También está en su naturaleza
—como en otras redes sociales— la aspiración a la propagación máxima, que viene
indicada por el número de accesos o repeticiones, según los casos. No es un correo personal, sino algo que busca repetirse y expandirse.
La maldad, en primer lugar, de quien desea
que a otra persona la violen en grupo es clara y no admite muchas vueltas (la
propia autora comienza el tuit advirtiendo que la "van a criticar",
inútil maniobra retórica); su estupidez, por otro lado, proviene de pensar que
lo que hace no tiene consecuencias.
El
fenómeno de las redes sociales es muy reciente y la gente aprende a usarlas
antes de entenderlas, algo que tiene consecuencias importantes en muchos
terrenos. En gran medida, muchos fenómenos actuales que causan graves daños
provienen de esta falta de comprensión del daño que suponen ciertos actos al
añadirse la amplificación y extensión que dan lo virtual. El fenómeno más
evidente es el llamado ciberacoso escolar. La maldad que se manifestaba
esencialmente en las dependencias escolares y aledaños se ve amplificada a las
24 horas del día y se extiende al infinito si se utilizan plataformas abiertas,
como YouTube, para la difusión.
Un
ejemplo de esta evolución peligrosa lo tenemos en las diferencias introducidas
en la adaptación reciente de la película clásica de los 70, basada en un texto
de Stephen King y dirigida por Brian de Palma, "Carrie" (1976). La
película de De Palma comienza con la escena de la ducha, en la que sus
compañeras se burlan de la ignorancia de Carrie al desconocer el origen de su
sangrado y le arrojan tampones. En la versión de 2013, dirigida por Kimberly
Peirce, la escena es la misma, pero una de sus compañeras, además de burlarse
de ella, tiene un teléfono en la mano, lo graba y posteriormente lo difunde
subiéndolo a las redes sociales. Este hecho pasa a ser el determinante de lo
que ocurre después, pues no puede ser dejado al margen por su trascendencia: la
burla y el acoso se han hecho universales.
Cuando
la señora deseaba que violaran en grupo a Inés Arrimadas estaba haciendo algo más
que manifestar un deseo: lo estaba haciendo público, había un ánimo evidente,
una conciencia clara de llegar lo más lejos posible. Lo ha hecho —estamos escribiendo
de ello como prueba— porque ha recibido condenas de casi todo el mundo,
mientras que la afectada las ha recibido de solidaridad.
Las
condenas han sido por el ataque personal en sí, pero sobre todo por la infamia
de la fantasía: la violación en grupo. Que una mujer le desee a otra que la
violen en grupo tiene un componente repugnante que de haber sido un hombre
quien lo hiciera habría desencadenado una reacción de intensidad incalculable.
En esto se nos muestra lo señalado antes, maldad y estupidez.
Pero
hay otras cuestiones más amplias. Se trata de los efectos de lo ocurrido. Me
sorprende que la publicación del diario El
País, Verne, se preocupe por
cuestiones como la "huella digital". El enfoque del artículo es
bastante grotesco: las redes sociales ya han "condenado" a la autora,
pero ¿es justo que cada vez que
alguien busque en Google encuentre lo que esta señora hizo y pueda afectar a
cosas como su empleo? La pregunta podría ser también esta: ¿es justo que cada
vez que alguien busque el nombre de Inés Arrimadas se encuentre con que se pide
que la violen en grupo?
Se
critica a Arrimas porque no "tapó" el nombre del tuit de la señora
que deseaba su violación, lo que roza ya el ridículo argumentativo. Fue la
autora la que lo hizo público. Arrimadas se limitó a hacer lo que ella hizo,
hacerlo público en cuanto afectada.
La han
despedido. La inmobiliaria en la que trabajaba la puso en la calle y hasta sacó
un comunicado notificándolo y manifestando su repulsa por lo expresado por un
trabajador temporal. Eso no es culpa de Arrimadas y si la autora de los tuits
desea recurrirlo legalmente, que lo haga.
La llegada
de Donald Trump desató toda una serie de comentarios racista respecto al
presidente saliente, Barack Obama, y su familia. Quizá el más conocido
—hablamos de él aquí— fue el de la funcionaria de un pueblo de Virginia en el
que manifestaba su satisfacción por tener una primera dama "classy,
beautiful, dignified" porque estaba aburrida
de una "mona con tacones" ("ape in heals"). La contestación
de la alcaldesa fue "Just made my day, Pam".
Ante la
avalancha de protestas, de lo que fue considerado un "crimen de odio",
ambas dimitieron pidiendo disculpas. A la funcionaria se la sancionó con seis
semanas sin empleo. No habían llegado a desear que violaran en grupo a Michelle
Obama, lo que hubiera sido mucho más grave.
No he
leído que nadie se preocupe allí por la "huella digital" de dos
personas que deben aprender a vivir con lo que hicieron. Quizá estemos
desarrollando un cierto sentido de lo provisional, de que todo caduca y por lo
tanto no hay límite en lo que podemos hacer, decir o desear. Sí lo hay, especialmente
cuando afecta a los demás.
Otros
ilustres pensadores citados han señalado que no es lo mismo "desear la
muerte" que "matar". No creo que les den un Nobel por aclararnos
estas cosas. De la misma manera, no es lo mismo la condena moral que ha
suscitado el tuit con encerrarla en la Isla de Diablo de por vida. Si en vez de
solo desearlo, la señora hubiera contratado
un grupo para que se realizaran sus deseos, tampoco sería lo mismo. Y, un poco
más allá, si alguien que leyera el tuit se decidiera a cumplir sus deseos
también habría otro tipo de responsabilidad. Por eso es esencial que
comprendamos, en un nivel más profundo, el sentido de la responsabilidad.
Nuestro problema es que estamos creando una sociedad irresponsable.
También
esto es fruto de lo agria que se ha vuelto la política, especialmente en
Cataluña, donde el separatismo necesita generar odio y miedo a todo lo que se
le opone. La intimidación para que no se hable o manifiesten la estamos viendo
cada. El tuit del odio se produce tras un debate mediático. Su reacción ante lo
que ha escuchado es desear que a aquella con la que no estás de acuerdo la
violen en grupo.
Por eso
decimos que no hay que separar la estupidez de la maldad. Ambas existen
conjuntamente y son la manifestación de la intransigencia, que se hace tan
evidente y desmedida que nadie ha podido apoyarla, bajo riego de ser fulminado.
Hay que
aprender a usar las redes, sí, pero
también aprender a usar la cabeza. También hay que empezar —esperemos que no
sea tarde— a desechar tanto odio convertido en normalidad, en conversación de café diario sin que nadie se inmute. Después, te confías y lo escribes. Send y...
El tuit
es la punta del iceberg.
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