Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El
trabajo de los profesores de la Universidad J.W. Goethe, Christin Köber y
Tilmann Habermas, que comenzamos a comentar ayer, contiene algunas
observaciones de interés sobre la forma en que se va elaborando la memoria
autobiográfica, la configuradora de la identidad.
Esta
memoria no es solo una capacidad de
recordar sino una habilidad en la
manera de contar. Eso quiere decir que además de una forma de almacenar
información supone aprender una manera de manejar la información construyendo
un relato coherente en el que integramos los recuerdos. Los contamos de una
manera eficaz para unos fines que no solo son comprender los acontecimientos
sino dar coherencia a la existencia dentro de unas estructuras narrativas.
Señalan los autores:
El desarrollo de
la memoria autobiográfica de los niños depende, en gran medida, del grado de
detalle con el que los padres intercambian con él vivencias compartidas. Según
constató en 2010 Robyn Fivush, de la Universidad Emory, en un artículo de
revisión, cuanto mayor es la habilidad de la madre para descifrar las torpes y
fragmentadas explicaciones de su hijo de corta edad, mejor aprende este a
narrar sus recuerdos. Para ello resultan de gran ayuda las preguntas abiertas
(“¿Qué has hecho hoy?”) y la colaboración de la madre para que el niño
estructure la historia por sí mismo (“Tienes razón, hoy hemos ido a los
columpios del parque. ¿Quién más había allí?”). Curiosamente, los niños
adoptaban esta manera de preguntar cuando hablan con otras personas. (13)
La
observación es de gran interés porque supone que la habilidad en sí de contar
nuestra historia está sujeta a factores exteriores que tienen que ver con
nuestra capacidad de aprender modelos y pautas de construcción narrativa. No es solo nuestra capacidad de recordar,
sino la de aprender a configurar nuestros recuerdos conforme a esos géneros
memorialísticos. El papel orientador de la madre, según se nos dice, es
decisivo en la forma en que aprendemos a construir nuestros recuerdos como una estructura.
El
papel de la memoria autobiográfica no es solo el recuerdo, sino la integración
de los recuerdos en una estructura identitaria coherente en la que solos
sujetos vaya adquiriendo el respaldo de una historia.
En
este campo, la novela del siglo XX ha trabajado con detalle explorando
precisamente cómo las personas pueden decirse a través del discurso
autobiográfico. La narración desde la primera persona —es decir,
autobiográfica— se construye sobre un acto de enunciación del que resulta el “yo
narrador” como aquel que construye el “yo narrado”. A diferencia del yo que
describe a otros, que se construye indirectamente mediante la observación de
los otros, el yo que se narra a sí mismo se está construyendo. La fórmula “narro,
ergo existo” es válida para la
constitución del narrador en cualquiera de sus dimensiones. Pero “me narro, luego existo” implica el paso
de la exterioridad del objeto percibido a la interioridad del sujeto que se
percibe dando fe de su propia existencia.
La
novela moderna no ha mostrado ejemplo de ese carácter constitutivo del sujeto,
variable al ajustarse a las necesidades del presente. La novela contemporánea,
menos preocupada por la mentira social que la dieciochesca o la decimonónica,
se centra en muchas ocasiones en el “autoengaño”, que es la debilidad identitaria. El conflicto
entre el deseo y su reconocimiento está presente en obras como La conciencia de Zeno, del italiano
Italo Svevo, que aprendió tanto de Joyce como de Freud que la sinceridad no es una virtud fácil de
mantener, que la escritura es más estable
que el sujeto. Como el propio Zeno nos cuenta:
El doctor a
quien hablé de mi propensión a fumar me dijo que iniciara mi trabajo con un
análisis de ella
—¡Escriba
¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero.
Ese
verse entero es lo que permite el
acto del recuerdo autobiográfico convertido en género, con sus reglas
discursivas y retórica propia.
La
identidad no es un elemento distinto
de la memoria autobiográfica, sino su resultado. Tenemos una identidad porque somos capaces de crear una estructura
lo suficiente o aparentemente sólida como para generar la ilusión identitaria.
Podríamos tener los recuerdos simplemente, disgregados, puntuales, como tenemos
muchos otros. Pero en los referidos al propio enunciador, se deben dar dentro
de estructuras más amplias con la integración que las reglas del relato
permiten. Frente a lo que vemos de los otros, lo que percibimos de nosotros
mismos está sujeto a una mayor complejidad. La mirada interior exige un
compromiso que la mirada exterior no tiene. Podemos ser engañados desde fuera
(como Alfred Hitchcock mostró en películas como Vértigo o La ventana
indiscreta) pero el autoengaño necesita construir una segunda capa de
subjetividad inocente para la aceptación. Eso lleva a un esmero constructivo
que en los demás es puntual.
La
coherencia que integra los recuerdos filtrándolos e interpretándolos es una
forma de ajuste que permite la emergencia de la identidad ante nuestra propia conciencia. El resultado del proceso
es doble: la configuración y lo configurado. Crear una identidad es crearse a
sí mismo desde la integración de los recuerdos y la enunciación del resultado.
Ninguna
escritura puede dar cuenta del todo de la persona, de toda su existencia. Su
historia es otra cosa. “Historia” es una forma de discurso, un relato, que ya
conlleva los mecanismos de filtrado, de selección. El consejo del psiquiatra a
Zeno es real: la finitud del relato
le servirá para limitarse como sujeto y por ello comprenderse.
Escriben
los autores del artículo:
Observamos que
respetaban patrones narrativos concretos: los llamados “juicios autobiográficos”.
Se trata de la capacidad de nombrar momentos vitales en los que ha acontecido
un gran cambio, asociarlos con otras vivencias, relacionarlos con la
personalidad y ordenarlos dentro de la biografía (coherencia causal y
motivacional). Cuando los sujetos reflexionaban sobre en qué medida
experiencias determinadas había contribuido a formar su personalidad, les
resultaba más sencillo crearse una identidad permanente, pese a los cambios
constantes. (13)
Los
estudios que han realizado llegan a una conclusión: la mayor parte de los
momentos esenciales de la autobiografía de los sujetos se concentran entre los
15 y los 30 años. Esto tiene su lógica porque es la etapa en la que se realizan
actos decisivos y únicos, que van de los sentimental a lo profesional. En ese
periodo, muchos actos abren nuevas direcciones a la vida y se conservan como bisagras
que articulan los espacios del antes y el después del acontecimiento. El sujeto
lo vive como crucial y lo incorpora a la narración.
Thomas
Mann cuenta con detalle el primer día de Hans Castorp en el sanatorio de Davos en
La montaña mágica. Después los
acontecimientos nuevos se convierten en rutinarios y no merecen ser contados.
Hay
una segunda conclusión: con la edad, nos hacemos mejores narradores con la
edad. Creo que es lógico también. Es lo que ocurre cuando los actores se han
aprendido su papel. No es tanto el aumento de la edad en sí; creo que es más
bien es la experiencia narrativa la que nos lleva a refinar mejor nuestro
discurso autobiográfico, que el tiempo vuelve también más estable, menos contradictorio
en la mayoría de los casos. Hemos aprendido a contarnos y a ser aceptados por
los que nos escuchan.
Creo
que habría que indagar en ciertos tipos de géneros narrativos específicos de la
autobiografía. Probablemente comprobáramos que existen géneros distintos según
las acciones o momentos de la vida que se cuentan. No se cuentan de la misma
forma las historias de la infancia escolar que las que se vivían en el servicio
militar, por ejemplo. Es probable que se pudieran encontrar ciertas similitudes
estilísticas o incluso temáticas en la forma en que las personas cuentan
ciertas etapas de su vida. Aquí de nuevo vuelve a ser esencial el aprendizaje
de los géneros a través del arte que pone a nuestra disposición modelos
narrativos en los que encajamos nuestro propio relato. Y
no se cuentan de la misma manera en la distancia temporal. El avance del tiempo
lleva a mirar de cierta forma lo que nos ha ocurrido y nuestra forma de
entenderlo.
Queda por saber si ese aprendizaje de las narrativas del yo suponen un aumento de la precisión en la construcción/descripción del sujeto o si por el contrario suponen una mejora en la capacidad de enmascaramiento del sujeto tras el discurso y sus posibilidades narrativas y retóricas.Es probable que la eficacia sea una mezcla de ambas. El consejo del psiquiatra de Zeno, en cualquier caso, sigue siendo bueno: es mejor negociar la autobiografía sobre el papel que verse condenado como uno de los personajes de la trilogía Nuestros antepasados, el caballero inexistente, a ser una nada discursiva en el interior de una armadura. Solo la voluntad de decirse le da la entidad necesaria para hacer que la armadura vacía alcance un sentido.
Queda por saber si ese aprendizaje de las narrativas del yo suponen un aumento de la precisión en la construcción/descripción del sujeto o si por el contrario suponen una mejora en la capacidad de enmascaramiento del sujeto tras el discurso y sus posibilidades narrativas y retóricas.Es probable que la eficacia sea una mezcla de ambas. El consejo del psiquiatra de Zeno, en cualquier caso, sigue siendo bueno: es mejor negociar la autobiografía sobre el papel que verse condenado como uno de los personajes de la trilogía Nuestros antepasados, el caballero inexistente, a ser una nada discursiva en el interior de una armadura. Solo la voluntad de decirse le da la entidad necesaria para hacer que la armadura vacía alcance un sentido.
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Christin Köber y Tilmann Habermas.
"El peso de la memoria autobiográfica", en Mente y cerebro (78-mayo junio 2016) pp. 10-15.
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