Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
texto de Luis Goytisolo en su artículo del diario El País "El auge de la
crueldad" queda eclipsado por la ilustración que lo acompaña, la del
verdugo haciéndose un selfie. El ilustrador ha sabido concentrar en la fuerza
de la imagen creada la esencia del problema, algo que el texto no consigue,
desperdiciando una oportunidad de ahondar en un problema cuyas claves no están solo en lo político, lo geoestratégico o lo intercultural, sino en la psique misma.
Los testimonios
constantes que recibimos del horror causado en el mundo islámico ante estas
muertes sin calificativos posibles por agotamiento de las palabras, este más difícil todavía del circo de la
crueldad, nos muestra que se han desbordado todos los límites y que esto ya no
se trata de un choque de civilizaciones,
sino de la barbarie contra todas. Es en este aspecto esencial, la unión de
todos frente a lo inhumano, donde se está fallando merced a la acumulación de distorsiones,
de incomprensiones, de malentendidos.
Vivimos
hoy en una contradicción entre lo "local" y lo "global".
Nos hemos hartado de hablar de este fenómeno, pero solo en términos muy
limitados, como cosa de emprendedores. Sin embargo, eso que se presentaba como
una opción de desarrollo, está empezando a mostrar sus efectos negativos, es
decir, la repercusión global de lo local aumentando el nivel de los conflictos.
El caso más obvio, para explicarlo, es de las caricaturas publicadas por el
semanario Charlie Hebdo y las
trágicas consecuencias. Lo que yo hago para consumo local, tiene efectos
globales por los mecanismos de amplificación mediáticos, que son —como bien
anticipó Marshall McLuhan— los que nos han convertido en "aldeanos",
el mundo se nos ha hecho pequeño. No se ha entendido bien la parte de la
"aldea" mientras que se nos llena la boca con lo "global".
Hemos analizado en cientos de libros los efectos sobre la economía y la
política, pero hemos dejado más de lado los efectos evidentes de los problemas
suscitados por un vídeo que se pueda colgar en YouTube o un simple comentario
en Facebook, capaces de provocar disturbios en medio mundo.
El
mundo se ha llenado de actos locales que se convierten involuntariamente en
globales y de actos locales que desean serlo. Las caricaturas no pretendían
traspasar las barreras de la capacidad y tolerancia de sus propios límites
locales. Por el contrario, las ejecuciones horribles del Estado Islámico buscan
serlo desde el propio origen del acto. Por eso la ilustración del selfie del
verdugo es correcta. No es la foto que toma el sádico para repetir su malsano
placer en privado una y otra vez. Es el sadismo exhibicionista global, es la
superación del horror con el horror en cada nueva entrega.
Dice
Goytisolo: «Una ejecución en la que el verdadero protagonista es el verdugo, no la
víctima.» Tiene razón. El
verdugo es el mensaje. La víctima es la que logra la localización del horror en categorías más o menos amplias, según
los casos: un periodista japonés atrae a los medios orientales; un periodista
occidental, a los occidentales; un piloto jordano a los países árabes
(Marruecos y Emiratos han cesado los bombardeos, por contra a la rabia de
Jordania pidiendo venganza). Es un horror a
la carta que se asegura la atención en un mundo sobre informado y, a la vez, distorsionado por la programación de
sus espantos y sorpresas globales y locales.
Se quejan mucho en algunos países de que las muertes
son valoradas de diferente forma según quien sean las víctimas. Es cierto y
siempre ha sido así. Percibimos lo distante de forma diferente a lo próximo. Lo
importante es la valoración común del verdugo, la conciencia global de su
monstruosidad.
Hay muchas guerras en esta. Hay muchos conflictos
subyacentes y muchos agentes implicados en la guerra informativa paralela que sucede en los medios que la
muestran en cada rincón. Los hechos ocurren, pero lo que nos llega es su conversión en textos que filtran, matizan, explican,
interpretan, comparan, etc., los acontecimientos. No basta con mirar, hay que comprender, dar sentido a la mirada. Hay que ir más allá del mensaje del verdugo. Es él quien nos envía la foto; somos sus espectadores, víctimas de su retórica.
Hace unos días nos llegaba la noticia de cómo el
Estado Islámico había arrojado desde lo alto de la torre de una plaza a un
joven acusado de ser homosexual. Había hecho reunirse al pueblo bajo la plaza
para que vieran cómo ejecutan ellos la ley que conduce a la perfección. Para
ellos no hay vídeo en alta definición, sino el horror directo. El vídeo lo han
reservado para un plato fuerte de la crueldad, la quema vivo en una jaula del
piloto jordano capturado hace unas semanas. Se dedican a presentar su
espectáculo por los territorios que controlan. En cambio, ejecutaron a doce personas por ver un partido de fútbol por la televisión. Ellos programan.
Goytisolo recuerda que las ejecuciones eran días de
celebración para una población embrutecida. También eran formas de ilustración
de la población sobre lo que les podía ocurrir si no cumplían lo establecido. Y
así era hasta no hace mucho en muchos lugares. En otros, en cambio, se sigue
castigando en público porque así el verdugo se convierte en la mano ejemplar
del orden y la víctima en la ocasión para la lección. Hay una pedagogía de la
brutalidad que hace que el castigo se aplique públicamente.
Hoy se aplica en países, incluidos algunos del mundo
árabe, en donde las ejecuciones y castigos son públicos y ciudadanos, por
decirlo así. Las lapidaciones y azotes forman parte de la educación del pueblo.
No hay compasión por el delincuente ni por el delito. Tampoco la compasión es
global; solo la crueldad busca la globalización.
La idea de Goytisolo en su texto es que la crueldad
ha sido visible, formaba parte de la exhibición pedagógica, hasta que a lo
largo del siglo XIX y el XX, la obra de pensadores de distintos campos logró
que la crueldad del castigo no fuera exhibición. Las ejecuciones y castigos se
retiraron de las plazas públicas. El auge de la crueldad —su título— se produce,
nos dice, en nuestro nuevo siglo, tras el 11-S en el que el horror se verá en directo. La crueldad, señala en su
escrito, se ha insertado en todos nuestros ámbitos en esta civilización de la
imagen inmediata en la que estamos insertos. Su preocupación es la emulación de
los verdugos, el deseo de imitar sus actos por efecto de las redes sociales.
Es raro que las redes sociales no tengan la culpa de
algo. Creo que es lo único que pone de acuerdo a dictadores muy distintos. Por
el mismo motivo se le podría echar la culpa al habla. Pero sí es cierto, en
cambio, que no pensamos el mundo desde las categorías que esta ampliación del
púlpito o de la conversación han creado. El púlpito, señalaba, McLuhan era el
medio de comunicación en un mundo oral. Y hoy ha vuelto a serlo en esta medievalización de la cultura global que
busca, como lo hacían las imágenes de las catedrales, transmitir miedo el miedo
a Dios y a sus intérpretes colegiados. La oralidad
eléctrica o segunda oralidad es
la instantánea, la que recorre el planeta como una descarga. De la plaza en donde
se mezclan vociferantes seguidores que jalean la ejecuciones con personas
aterradas que tratan de desviar la vista, a las imágenes que inundan nuestras
redes con cabezas cortadas de las que presumen orgullosos matarifes que
alcanzan su momento de gloria rebanando cuellos, prendiendo fuego a las
personas o arrojándolas desde lo alto de un edificio.
No estamos ante un grupo terrorista. Es un error
pensar que el Estado Islámico lo es. Es otra cosa que debemos todavía
categorizar para poder afrontarlo, para poder establecer el tipo de medidas
necesarias para poner freno a su crueldad infinita disfrazada de amor a Dios.
No son un grupo; son una forma de pensar. A la gente se la puede
encarcelar, pero hemos descubierto —¡gran descubrimiento!—
que se adoctrinaban y reclutaban en las cárceles. Son ideas que prenden en el
campo preparado para la siembra.
Solo un mundo que es incapaz de comprender las
raíces más profundas de los problemas puede confundir los efectos con las
causas y los medios con los objetivos. Hay que tratar de llegar a comprender lo
incomprensible, de lo que lo actual no es más que un reflujo de la Historia. Ese
debe ser nuestro esfuerzo paralelo.
Lo que ocurre, ha ocurrido; en otro tiempo, en otro
lugar, con diferentes excusas, con medios y armas distintos, con víctimas
diferentes. Lo que abandonamos, no desaparece; nos sigue como una sombra a la
espera de mejor ocasión. Lo que hemos hecho, lo hicimos porque podíamos
hacerlo; y lo haremos si otra vez se nos convence de que es posible hacerlo. El
progreso no es una ley; es un ideal, resultado de una voluntad firme, un esfuerzo constante,
aunque las fuerzas flaqueen y las dudas surjan. Es un intento desesperado por
correr más que tu sombra.
* Luis
Goytisolo "El auge de la crueldad" El País 6/02/2015
http://elpais.com/elpais/2015/02/04/opinion/1423067373_531256.html
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