Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En El
País Semanal se recoge una entrevista con la historiadora y actual presidenta
de la Academia de la Historia, la profesora Carmen Iglesias. Mi pueblo, que es
un pueblo nuevo, le dio hace una década su nombre a un colegio, caso raro
porque esos honores se suelen hacer pasados los años y con mucha discusión.
Iglesias ha tenido y tiene el reconocimiento de haber ido abriendo brechas,
poniendo picas, a lo largo ser carrera en un mundo bastante monolítico como es
el de los historiadores en un campo, además, —la Historia de la ideas— en el
que la tradicional división en nuestra cultura entre "razón" y
"sentimiento" tenía repartidas y marcadas las cartas. Sin embargo, Iglesias
ganó la partida y comenta en la entrevista que muchos nunca le perdonaron que
su cátedra de 1984 en la Complutense se la ganara a cuatro sesudos varones.
Realizada
por Amelia Julia Castilla, demuestra que la primera condición para obtener una
buena entrevista es contar con una persona inteligente, algo que no siempre se
valora en la medida en que se debiera. Si los medios dieran más espacio a las
personas inteligentes y menos a las que son pura fachada, mejoraría el medio
ambiente de las ideas y los demagogos tendrían menos posibilidades de alcanzar
sus fines. Pero el viento sopla a favor de los banales e ignorantes.
Parte
de este lamentable estado general tiene que ver con la educación y la falta de
orientación a la que está sometida desde hace décadas. Tras ser preguntada por
cuestiones sobre su desarrollo personal en España, la cuestión de la educación
necesariamente sale cada vez que se le pregunta por soluciones a los problemas
actuales. Señala Carmen Iglesias:
La educación es la asignatura pendiente en la
democracia. Se hicieron muchas cosas buenas para cambiar la educación y los
chicos están muy formados en ciertas cosas, pero, por ejemplo, el descrédito de
las humanidades es una catástrofe porque ahí se enseña a los griegos y las
bases de nuestra cultura. Recuerdo en mi familia, un poco en la senda de esa
herencia de la tradición judía, que siempre me decían: “Pase lo que pase en la
vida, ten en cuenta que lo único que no te pueden quitar es lo que tú llevas
dentro, lo que aprendes”. Y eso, a veces, no te hace ser más feliz, porque
cuanto más conoces, más puedes sufrir, pero te ayuda a comprender.*
Para
otros, en cambio, "lo que te pueden quitar" es algo que se guarda en
Andorra o en las Caimán. Coincidimos plenamente con lo dicho por la directora
de la Academia de la Historia y miembro de la Real de la Lengua, y lo hemos
señalado en diversas ocasiones. Tenemos
un concepto erróneo de lo que es la educación y de cuáles son sus fines. Una
concepción instrumental de las personas y las sociedades lleva a su corrupción
moral, que es el caldo de cultivo de la otra, esa que dice preocuparnos pero
que evitamos mirar en nosotros mismos y lo que nos rodea con demasiada
frecuencia.
Ese
descrédito de la Humanidades era algo más que una cuestión escolar; solo podía
plantearse desde una ignorancia absoluta del papel de la educación y de su
necesidad en las sociedades modernas. A los que tienen una visión fabril de la
sociedad, una visión tecnocrática, solo les interesa la producción y la
eficiencia como función de la educación. Las dimensiones morales, que son las
que hacen enfrentarse al ser humano a sus propios dilemas y someter a crítica
las relaciones con el conjunto, quedan relegadas por irrelevantes e improductivas.
Solo interesan factores cuantificables y programables; el ser humano es parte
de una maquinaria en la que unos invierten y otros trabajan. Lo demás es
ciencia-ficción.
Nuestra
distorsionada educación ha reducido las materias morales y estéticas, que son
la base de la personalidad y de la relación social, a materias cuyo sentido se
escapa al que las imparte (preocupado por su futuro) y al que las recibe (desprecoupado por su pasado). No se entiende cuál es su
función real y comienzan a justificarse de forma tautológica: se imparten
porque hay que impartirlas. Cuando alguien intenta salir de ese círculo
explicativo, se recurre a tópicos absurdos. La función de esas materias
humanísticas no es un conocimiento turístico del pasado, sino su encarnación en
el presente, su activación en lo cotidiano, su resolución problemática en
nuestras mentes y relaciones sociales.
Estoy leyendo
una obra interesante del profesor de Teoría Política de la Universidad de
Massachusetts, Roberto Alejandro, titulada "Hermenéutica, ciudadanía y
esfera pública" (Bellaterra 2013)**. La idea de Alejandro es, precisamente,
que una de las causas que han provocado nuestro estado actual de confusión y
dispersión social y moral parte de la ruptura de la modernidad con el mundo
antiguo, es decir, con la tradición.
No se
trata, pienso, de que el mundo antiguo fuera más "sabio", sino de la
experiencia complementaria de la continuidad de los problemas y la constancia de nuestra propia
naturaleza. Por decirlo de alguna forma: el hecho de comprender que mis
reflexiones se dan en un marco y en una tradición me permite entrar a formar
parte de una situación de diálogo, establece el contacto con los otros. Nos permite salir de nosotros mismos como única referencia.
Señala
Roberto Alejandro en su obra:
El mundo clásico comenzó a perder su estatus
privilegiado como fuente de principios y experiencias para las sociedades
modernas. Su validez dentro de la imaginación teórica decayó sustancialmente
luego del siglo XVIII. Los antiguos se convirtieron en verdaderos antiguos, es
decir, en gente tan remota y tan ajena que ya no podían ofrecer una fuente
significativa de principios, con lo cual se suspendió un diálogo importante con
la antigüedad que había impulsado las reflexiones de los filósofos políticos
desde Maquiavelo hasta Rousseau. (32)**
Esa
antigüedad de los antiguos es parte de la pérdida de equipaje con la que las
personas se enfrentan al día a día. Y en esto la educación es esencial porque
es la que establece nuestro acceso y relación con la tradición. El mito del
progreso, acuñado precisamente en el siglo XIX, hace ver que lo pasado es
inferior al futuro y que nada tiene que decir en el presente. La visión
humanística, por el contrario, entiende que el ser humano, más allá de su
eficacia en el trabajo, está abierto al diálogo a través de la cultura, que es
la memoria colectiva viva. Los criterios para su preservación pasan a ser
fundamentales; las estrategias para su actualización determinantes. Nos fallan
ambas.
La
visión tecnocrática de la educación es una huida hacia adelante, un intento de
escapar a sus propios desastres formativos. Cuando Carmen Iglesias señala en la
entrevista que "la educación es la asignatura pendiente de la democracia"
no se está refiriendo a Pisa o cualquier otro mecanismo de detección
competitiva establecido al efecto. Creo que se está refiriendo precisamente a
la pérdida de los valores morales que toda democracia necesita para evitar caer
en el individualismo que nos aísla y que la lucha por la supervivencia social
sea la de la jungla. Se trata de ganar, dinero o elecciones. El resto es idealismo.
La democracia es un mundo profundamente moral. Necesita de seres morales, profundamente
conscientes de sí mismos y de los demás, del fundamento de sus derechos y sus
límites, de la presencia constante del otro. De no serlo, lo avisaron pronto, el peligro es la corrupción y su reducción a un sistema de gestión de los egoísmos. Necesitamos
ciudadanos conscientes y no mecánicos. La realidad, en cambio, es que la educación
ha perdido esos objetivos y lo hace deshumanizando programas y relaciones,
convirtiendo la enseñanza en sí en una forma de control burocrático del otro,
cuyas "habilidades" y "competencias" hay que establecer y
evaluar. Esto es lo que se ha ido instaurando en nuestro sistema educativo
década tras década, reforma tras reforma, generando un estado opresivo, de
angustia, que llega hoy hasta nuestros doctorados.
La
tecnocracia educativa, con su falsa idea de progreso, desatiende la base real de
la educación. Nos educamos para sentirnos parte de un equilibrio entre lo
recibido y lo que debemos dejar. Las Humanidades no esatablecen una relación con textos
muertos; es un depósito de experiencia con el que debemos mantener una relación dialógica
crítica, no críptica.
Cuando
Carmen Iglesias es preguntada sobre el estado actual de nuestra sociedad, cuyo
único apoyo el suelo que pisa, se vuelve hacia la educación:
¿A qué achaca el
presentismo en que nos movemos? Es una de las consecuencias de la falta de educación, de humanidades
y de una historia común. Nos falta una conciencia histórica, que va más allá de
aprender fechas y personajes. Conciencia histórica es comprender, a través de
las narraciones, el legado de las anteriores generaciones. Y somos
privilegiados por la época que nos ha tocado vivir, y más siendo mujeres. Esa
falta de conciencia histórica de creer que la democracia y las libertades son
una cosa que está ahí y que no vale me abruma. Ya tuvimos la experiencia
histórica de los años treinta, cuanto la intelectualidad europea empezó a
pensar para qué valían las libertades burguesas. Me preocupa en los jóvenes
españoles ese presentismo que carece de hondura. Que se puedan volver a decir
las cosas que se dicen, que son de la época bolchevique, me asombra. En el
péndulo franquismo/antifranquismo ha faltado una reflexión autocrítica y en
profundidad respecto a lo que han sido los regímenes totalitarios, y no solo el
alemán, también los soviéticos y lo que significa Camboya o China. Ha faltado
una educación cívica, en eso estoy con Savater. Saber a dónde conducen las
utopías imposibles y la falacia del hombre nuevo. Esa falta de conciencia
histórica nos lleva a no valorar lo que tenemos. A mí los grandes salvadores me
dan miedo, porque la historia ha demostrado que se convierten en grandes
dictadores.*
Nuestra
educación, efectivamente, soslaya los grandes diálogos. No me refiero ya al
mundo antiguo, a los clásicos grecolatinos, sino a nuestros humanistas modernos
(Camus, Solzhenistyn, Sarte, Böll, Bulgakov, Mahfuz...), los que reflexionaron
sobre un siglo, el XX, enloquecido y belicista, capaz de enviar a un hombre a
la luna y a millones a las cámaras de gas o a los gulags. Se trata de establecer con ellos un diálogo que active nuestras respuestas hoy. Hemos convertido la
cultura en consumo y la educación en un manual de instrucciones de IKE, con
unas poquitas ideas numeradas en un gráfico.
Las
consecuencias son obvias y las tenemos más allá de nuestras fronteras, allí
donde se ha implantado el modelo de educación irreflexiva, tecnocrática. Esos
vacíos son los que aprovechan los totalitarios y los sinvergüenzas, los que
cortan cabezas y los que se llenan los bolsillos.
La
cuestión no afecta solo a los contenidos, sino especialmente a la forma en que
se le da sentido al acto educativo. Por eso no es cuestión de una asignatura
"cívica", sino de pensar cívicamente.
Escribe Roberto Alejandro en su libro citado: "Ahora, la ciudadanía no
solo está fragmentada, sino que además afronta el peligro de convertirse en una
categoría vacía, lo cual es aún más fatídico" (24). Hay que repensar el
"civismo", darle sentido porque solo así será posible encontrar un
sentido adecuado para la educación. Hay que educar para ser cívico y ser cívico
para lograr dar sentido a la idea de una mejor educación. Convertirlo en una asignatura sometida a los mismos males que
se denuncian es destruirla definitivamente, convertirla en parte del problema
que se pretende solucionar.
Dice la rima infantil que cuando el huevo Humpty Dumpty se cayó del muro, ni todos los caballos y caballeros del Rey pudieron recomponerlo. Pero lo traumático fue descubrir que nada le podían quitar porque nada llevaba dentro.
*
"Carmen Iglesias: “La libertad lleva consigo un grado de soledad”" El
País - El País Semanal 4/02/2015
http://elpais.com/elpais/2015/02/03/eps/1422984590_805078.html
**
Roberto Alejandro (2013). Hermenéutica, ciudadanía y esfera pública. Edicions Bellaterra,
Barcelona.
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