Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Ayer
entrevistaban al alcalde de Miami, un republicano, de visita en España. Le
preguntaban en directo su opinión sobre el debate de los demócratas y explicaba
que Hillary Clinton estaba "tocada" en su credibilidad por el asunto
de los "emails" y que Bernard Sanders estaba un "poco
chiflado", políticamente hablando. Después se le pasó a preguntar por los
candidatos de su partido, el republicano, y el hecho de que Donald Trump vaya
por delante en la encuestas de intención de voto. Calificó a Trump de un
"showman", alguien que sabe que con cada exabrupto consigue más
"rating" y dijo que, si su partido lo proponía, haría todo lo posible
para evitar que llegara a la presidencia. La explicación era sencilla: había
ofendido a la comunidad hispana. Señaló que su candidato favorito era el
senador Marcos Rubio. Fue más duro con sus colegas republicanos que con los
demócratas, sus rivales.
Más
allá del caso de Trump, que acumula ofendidos igual que votantes, llama la
atención la naturalidad con la que un republicano dice que no está dispuesto a
votar a un candidato de su partido si sale propuesto. ¿Por qué no puede
hacerlo? ¿Por qué tiene que empezar a decir lo que no piensa cuando su partido
lo ha elegido? ¿Por qué es maravilloso lo que antes no lo era? Si Trump saliera
nominado, ¿por qué tiene que empezar a aplaudirlo?
Lo nos
parece más chocante desde esta perspectiva personalista que hemos adoptado por
estos lares de consagración, beatificación, exaltación del líder es la naturalidad del desapego al líder, que
debe ser convincente. Se nos dirá que los partidos políticos españoles (incluso
europeos) no tienen nada que ver con los norteamericanos que son unas entidades
con un mecanismo extraño de
funcionamiento. Y tendrán razón los que lo digan, pero eso no es óbice para que
no sirva de contraste con nuestras prácticas políticas.
En
contraste con lo ocurrido con el alcalde de Miami, que seguro que no ha
levantado ningún revuelo en la campaña norteamericana, lo que ocurre por aquí
es muy distinto. El revuelo causado por las palabras de Cristóbal Montoro muestra
que la hipocresía va más allá de los partidos y alcanza al conjunto del
sistema, es decir, a la unión medios-partidos. Los unos viven de los otros: los
partidos del eco mediático; los medios, de azuzar a los partidos.
Daba
vergüenza ajena ver por televisión a los periodistas preguntando sobre las
declaraciones de su compañero Montoro a los diputados a la llegada al Congreso.
Un momento divertido fue cuando dejaron literalmente colgado a Alonso, al que
le preguntaban sobre lo que había dicho Montoro, y se abalanzaron sobre Montoro
para saber qué opinaba de los que otros opinaban de lo que él había dicho.
Alonso se lo tomó a broma (aunque seguro que le hizo poca gracia) diciendo a
Montoro que estaba hablando bien de él.
Nos
quejamos del monolitismo y falta de imaginación de los partidos, pero estamos
deseando que se produzcan las más mínimas declaraciones de unos contra otros
para montar estos espectáculos pirotécnicos. Se demuestra el infantilismo
mediático y la falta de elasticidad política. El revuelo causado porque alguien
diga algo en los partidos es la señal inequívoca de que no esperamos
controversias o discrepancias.
No sé
si las primarias norteamericanas son un ejemplo o no. Lo que sí creo que es un
ejemplo allí donde se dé, el debate público sobre las líneas que los partidos
deben seguir para que la gente sepa qué piensan los políticos y cuál es su
capacidad de argumentación y convencimiento, interior y exterior. Pero hemos
elegido el peor modelo: el de la comunicación controlada y bajo mínimos. Hemos
elegido la fórmula "chicos del coro" en la que se practica el arte
del canto monocorde. Y esto no funciona.
La
única forma de mantener activo el pensamiento político es el debate permanente
que posibilite la emergencia de ideas. Esto no se debe entender como una
afrenta ni como una insumisión sino como un deber de de renovación permanente y
proximidad a la ciudadanía y sus aspiraciones. Lo que hacen los partidos —o
deberían hacer— es ofrecer ideas atractivas a los ciudadanos que estos pudieran
identificar como suyas, buscar soluciones a los problemas de todos. Al
suprimirse el debate ascendente, ocurre que hay que "explicar" a los
ciudadanos "qué se ha hecho", como señalan ahora los populares y
antes los socialistas.
Entiendo
por "debate ascendente" el mecanismo que permite iniciar debates en
las bases de los partidos e ir ascendiendo hacia los niveles superiores de
decisión para su conocimiento y mejora. Debería ser un flujo constante frente
al modelo descendente en el que los
niveles superiores de los partidos deciden y luego recorren España como un
circo ambulante para explicárselo a los ciudadanos. Los modelos ascendentes
existieron; no son una fantasía utópica. Pero fue la conversión de los partidos
en maquinarias electorales y de reparto de poder lo que frustró los mecanismos críticos
y autocríticos. En su lugar, los partidos políticos han desarrollado unos
modelos chillones, burdos y zafios en los que no existe el debate real, sino
simplemente el insulto o la descalificación hacia los de fuera y la reprimenda
hacia los de dentro, con los que se oculta la carencia de recursos
intelectuales y retóricos mediante unas frases escritas por los ingenios
comunicativos del partido pensando en el efecto que van a tener en las
audiencias. Lo ocurrido ayer mismo con Arantza Quiroga es un buen ejemplo de
esto último. Las propuestas, en vez de ser debatidas, son rechazas y obligan a
la dimisión de quien las propone. No decide el electorado, sino la jerarquía.
Cuando
se produjo el 15-M se prefirió verlo como una moda exótica mundial, como algo
pasajero. Lo ocurrido después demuestra claramente que el malestar existía y
fruto de él han surgido diferentes propuestas por cada lado el espectro
político que el electorado ha ido respaldando o sancionando en función de la
proximidad alcanzada y sus acciones.
La
renovación política exigida por los ciudadanos no es solo por la corrupción producida en los partidos, sino
por la perversión de la idea misma de partido al convertirlos en castillos en
los que resisten los aparatos que tienden a producir sus propios candidatos y
después los publicitan para que los conozcan. Es un modelo vertical perverso, que se basa más en la imagen que en la capacidad real de la persona. Y tiene sus riesgos: promocionar incapaces.
En esto,
el papel de los medios es bastante negativo porque favorece el sistema de
"declaraciones" en vez del auténtico debate político, que es lo que
debería llegar hasta los ciudadanos. Después de una cuantas décadas o los
partidos se abren y flexibilizan para acoger de forma no traumática los cambios
o quedarán condenados a la desafección ciudadana, al voto con desgana, auténtica perversión de la democracia por aburrimiento. Lo malo es que ese aburrimiento se puede llegar a combatir con el modelo "Trump", el hombre-mediático, el showman, como lo calificó el alcalde de Miami. Aquí empezamos a no estar lejos de él con nuestro énfasis en la discusión agresiva y el exceso descalificador, la falta del respeto al otro.
Los nuevos modelos los tenemos
delante: los modelos ministeriales actuales, los populistas asamblearios o los partidos flexibles y en constante
renovación de ideas y personas. Los tiempos del partido-ministerio, por muchas
canciones y colorines, por mucha gira que se haga, por mucho marketing y
folleto, han pasado. Hay un momento en el que toda esta beligerancia se vuelve contra quienes abusan de ella. Aburre escuchar las mismas palabras subidas de tono uno y otro día, sin argumentar, sin un debate real, de altura, sobre los problemas reales. Descalificar lo hace cualquiera, argumentar y debatir, el que sabe. Y hace falta extenderlo en todos los niveles hasta que pierda su excepcionalidad y se convierta en la forma de ver quiénes son los más competentes para resolver los problemas de los ciudadanos.
El debate de las primarias de los demócratas ha tenido un momento sublime: aquel en el que el candidato Bernard Sanders se plantó ante las preguntas sobre los correos famosos realizadas a su rival Hillary Clinton. Sanders se encaró con los presentadores diciendo ¡ya está bien de seguir con esa historia que no importa a nadie, vamos a discutir sobre lo que importa a la gente! A Sanders le beneficiaba que se siguiera atacando a Clinton, pero prefirió decir lo que pensaba realmente, que es un tema absurdo y gastado, y salió en defensa de su competidora. Otros explicarán que fue una astuta maniobra retórica para abandonar ese tema de Clinton y tener así algún protagonismo. Da igual; hizo lo que hizo. El día que algo así sea posible por nuestros lares habremos avanzado mucho en cultura democrática, que falta hace.
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