Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cada
cierto tiempo, según van saliendo temas espinosos, surgen voces que reclaman la
"libertad de voto", el "voto de conciencia", etc., de
dentro y fuera de los partidos políticos. El diario El País incluye hoy un editorial titulado "Libertad de voto"
precisamente en este sentido. Tras citar casos anteriores y actuales en los que
se ha reclamado, se señala en el editorial:
Asegura la Constitución que el parlamentario
no está sometido a “mandato imperativo alguno” y la jurisprudencia del
Constitucional deja claro que el partido no puede despojar al electo de su
escaño. Sin embargo, las organizaciones políticas han consolidado un enorme
control sobre las personas elegidas bajo sus siglas, gracias al doble juego de
la sanción al que incumple sus instrucciones y el riesgo de verse expulsado de
las listas de candidatos para la siguiente legislatura. Las facultades
exorbitantes que han tomado las direcciones partidarias reducen a papel mojado
la prohibición constitucional del mandato imperativo.
Una completa libertad de voto cuestionaría el
sistema de listas cerradas y bloqueadas, que hace depender al parlamentario de
su partido mucho más que de los electores. Los partidos se consideran los
actores principales del sistema representativo y en realidad juegan un papel
importante en ello, de acuerdo también con la Constitución. Pero reconsiderar
un sistema más equilibrado es uno de los asuntos que deben formar parte de una
necesaria reforma política y electoral.*
De las
dos sanciones que se señalan, la económica y la de futuro, es evidentemente la
segunda la que tiene más peso porque es la que puede salir más cara que la
primera. Son las consecuencias futuras, el cese del negocio, lo que asusta e
impone el deseo de alinearse con las posturas oficiales del partido, que no son
otras que las de la cúpula directiva.
Por su
parte, Pedro J. Ramírez en su artículo dominical, con el título "El estado
bumerán", después del análisis de las frustraciones sociales que acaban
provocando las iniciativas políticas, llega a conclusiones parecidas:
[...] nuestros problemas esenciales son
políticos y si, como dice el presidente, la mejora económica «no ha sido por
casualidad» -nobleza obliga reconocerle aciertos en este ámbito fundamental-,
tampoco el empeoramiento político es «por casualidad». Los elementos de
continuidad entre las dos legislaturas de Zapatero y ésta de Rajoy ponen de
manifiesto que el factor humano puede agravar o atenuar la intensidad de los
problemas, pero su causa intrínseca está en las reglas del juego. En concreto,
en ese título VIII de la Constitución de 1978 que con toda propiedad Jorge de
Esteban tildaba esta semana de «inacabada», en esa ley electoral que prima el
bipartidismo y fortalece a las cúpulas frente a las bases, en esa Ley de
Financiación de Partidos que no supedita la asignación de fondos públicos a la
democracia interna, y en ese reglamento del Congreso que mantiene a los
diputados uncidos al carro de los grupos parlamentarios y dificulta la labor de
control al Gobierno.
Todas las buenas cabezas de la Nación saben
que esos son los cuatro pilares de la regeneración, pero la clase política
instalada se niega, no ya a hacerse el haraquiri, sino tan siquiera a relajar
los términos de su actual derecho de pernada sobre los cauces democráticos.**
El
problema de las "reglas de juego" es una parte porque las reglas las guardan celosamente jugadores tramposos. En este razonamiento analógico, lo
que resulta determinante es la naturaleza de los propios políticos en los que
destacan dos rasgos: primero, son conscientes de que esas reglas les favorecen;
y en segundo lugar, no están dispuestas a cambiarlas. La prueba más evidente es
que no las cambian, siendo conscientes de ello. El hecho de que pidan libertad
de voto esporádicamente significa de forma clara que están de acuerdo con el
sistema general y que solo en determinadas ocasiones reclaman un derecho que la
propia constitución les reconoce. Los que lo reclaman no son héroes, solo
incordios.
La
excusa de que los partidos serían un caos si cada uno hiciera "lo que le
diera la gana" es una solemne tontería porque lo que debe haber es un
mayor diálogo interno del que hay. Sonrojan las informaciones que se dan en
ocasiones sobre si unos ministerios se hablan con otros, si algunos están
enfrentados o cada uno va por libre.
Se ha
dicho hasta la saciedad que el compromiso de los elegidos es con sus electores.
Lo que tienen muy claro los políticos es que quienes les eligen son las cúpulas
de sus partidos y los votantes se limitan a confirmarlos en mayor o menor
medida. Esa es la realidad que tienen en mente, se mire como se mire.
Esta es
la tendencia natural allí donde los políticos no dan la cara directamente ante
sus electores, recorriendo las casas y consiguiendo los votos uno a uno. Es
otro efecto perverso de las democracias mediáticas, el distanciamiento del
elector. A esto se añade la unificación de todas las voces bajo un eslogan
común monolítico, que los vendedores de comunicación consideran debe ser único.
Los líderes dan el mensaje y los demás lo repiten; cualquier discrepancia es
traición, un golpe bajo al partido pues le hace perder eficacia y causa daños a
todos.
La
profesionalización política convierte a los partidos en empresas, con los mismos
vicios de gestión y búsqueda de rentabilidad, de concentración de poderes y
distancias jerárquicas entre cúpulas y bases. Los espectáculos dados por los principales
partidos españoles son una muestra
fehaciente de ello. Ya sea por las resistencias a los cambios de las personas
en las jefaturas o por su constitución en "grupos",
"tendencias", "barones", etc., los partidos se definen
precisamente por lo contrario de lo que deberían ser: entidades abiertas que
reflejaran los sentimientos, ideas y aspiraciones de los ciudadanos. No lo son.
Son entidades cerradas con poderes centralizados en un nivel y repartidos en otros
para garantizar el mantenimiento del poder interno con el objetivo de alcanzar
el poder externo.
Cada
vez son mayores los poderes que los partidos absorben y eso multiplica las
alianzas extrañas. Deberían ser motivo de vergüenza y escándalo las salidas
empresariales que encuentran los políticos cuando regresan a su vida "privada".
Su alojamiento final en las grandes empresas permiten compartir agendas y
garantizarse un futuro cuando salen de la política. En realidad no "salen",
solo cambian de despacho y entidad financiadora. Política y mundo empresarial
forman un continuo irisado en el que las normas son relajadas. Algunos no pueden regresar a nada porque nada tenían antes por haber hecho toda su vida en los pasillos del Partido.
Me
gustaría que los políticos que elegimos no tuvieran que reclamar "libertad
de voto", que fueran siempre "libres" de votar en conciencia
porque alguien que no lo hace así no merece demasiada confianza. A diferencia
de la célebre frase a ellos sí se les
paga por pensar —no por obedecer—, por pensar en nosotros, en los ciudadanos que esperamos soluciones a nuestros
problemas, no que nos creen más o agraven los existentes.
Es el
hecho de que todos ellos son capaces de pensar, de tener criterio, lo que
supone al ciudadano alguna garantía de que las instituciones pueden funcionar
acogiendo diversidad y no siendo un eco monótono y rutinario de las palabras
decididas por cuatro en un despacho. La selección de mediocres obedientes para
las listas la acabamos pagando todos. Son los que mantienen cierto grado de
disidencia o rebeldía los que se encargan de introducir las ideas en el sistema
de debates y fuerzan a encontrar soluciones mejores.
La libertad de voto debería ser la norma y
no la excepción. No debe pensarse que se debe aplicar solo en ciertos casos,
porque eso es caer en la trampa de dar por bueno el voto obediente, la sumisión
al aparato, aunque lógicamente siempre serán mayores las concordancias que las
disidencias.
Eso
obligaría a mejorar las soluciones y obligar al diálogo, base del
funcionamiento democrático, y no a aplicar soluciones decididas por personas infalibles que después aplican el
principio jerárquico para logran la anuencia. Sin diálogo, interno y externo,
no hay verdadera democracia. Sin él, la perversiones se acumulan
sistémicamente. Cada vez se atrae a gente más sumisa y se van los que
disienten, hartos de ser perseguidos o silenciados. Al final, la obediencia
sumisa de los partidos es desprotección de los ciudadanos, que dejan de tener
garantía de que realmente alguien sea capaz de velar por sus intereses.
Sonrojan las apelaciones del Partido Popular al mandato del programa electoral cuando este se ha incumplido cuando se ha considerado necesario aduciendo razones de fuerza mayor. Es una muestra más de que es el aparato quién decide qué es causa mayor y qué no lo es, qué se puede incumplir justificadamente y qué se exige incondicionalmente. No entraremos tampoco en cómo suelen realizar sus programas los partidos, en el grado de integración y diálogo que reflejen. Lo que no se debate antes, se debate después.
Por algo la Constitución garantiza el derecho a un voto sin condicionamientos para los diputados y senadores, para cualquier miembro electo. Sí, se les elige y paga por pensar y por hacerlo libremente, por expresar sus dudas públicamente, que pueden ser las de muchos otros. No se debe ver en ello una prueba de debilidad, sino de normalidad. La democracia no es la aspiración a pensar todos lo mismo, sino a poder todos expresarnos libremente. Después lo que se decida ya es cuestión de todos. La conciencia no debe ser el último recurso, sino el primero, el que fundamenta el resto de las actuaciones.
*
Editorial "Libertad de voto" El País 12/01/2013
http://elpais.com/elpais/2014/01/11/opinion/1389461253_593297.html
**
Pedro J. Ramírez "El Estado bumerán" Carta del director El Mundo
12/01/2014 http://www.elmundo.es/opinion/2014/01/11/52d1a1ef22601d510e8b4583.html
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