Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En un
día como hoy, 25 de enero de hace tres años, Egipto comenzó una incierta
andadura hacia un futuro difuso, poco concreto. Más que avanzar hacia algo,
podría decirse que simplemente se huía de algo,
de un estancamiento social, económico, político y cultural al que el sucesor
del presidente asesinado Anwar El Sadat había llevado al país después de
treinta años de gobierno en el que la corrupción se había instalado como una
forma natural de vida. Los hábitos autoritarios y corruptos, fiel reflejo de la
cabecera del país, se mostraban allí donde podían. La corrupción egipcia no era
solo la de Hosni Mubarak o sus familiares; era un cáncer social que llegaba a
todas partes.
El
estallido de la revolución fue el resultado de la presión sobre una sociedad
que se sentía abandonada, cuyo aspiración era que el presidente desapareciera y
que todavía pocos meses antes se preguntaba si sería un Mubarak envejecido
quien seguiría gobernando o lo haría su hijo Gamal. Esas eran todas las
esperanzas de cambio que los que tenían alguna se planteaban; lo demás eran
sueños.
Las
opciones del que no estuviera de acuerdo con el estado de las cosas era hacer
chistes sobre Mubarak o coger el primer avión y perderse en cualquier lugar del
mundo que le acogiera. Mubarak, con una oposición oficial controlada, una
administración fiel a sus privilegios, un ejército financiado exteriormente y
controlando gran parte de la vida del país a través de las armas y de un
complejo entramado empresarial, reinaba en Egipto y parecía que así sería para
siempre, perpetuando sus genes a través de sus descendientes. Es el triste
destino de los revolucionarios árabes que acabaron, como en Siria o casi en
Libia, convirtiendo sus repúblicas en repúblicas hereditarias, colocando a los
hijos para que dieran continuidad a los negocios. La familia es el único núcleo
fiable, el único círculo en el que se puede confiar medianamente. Los partidos
se disputan el poder; las familias bien avenidas lo acaparan, reparten
selectivamente y lo controlan. Hay para todos.
La revolución
egipcia estalló por algo muy concreto —la presencia insostenible de Hosni
Mubarak al frente de un estado abandonado, insolidario e injusto— y con unas
aspiraciones muy difusas, por más que se concentrarán en el mantra, tantas veces repetido a lo largo
de la historia egipcia, de "justicia social, pan y libertad".
La
unidad que manifestó el pueblo egipcio duró poco. La revolución cerró en falso
con las maniobras militares para reconducir a un pueblo que abrazaba y besaba a
los mismos que habían salido a reprimirles. Los intentos cosméticos,
sacrificando al propio Mubarak, no fueron aceptados y el pueblo creyó que su
salida del gobierno sería el inicio de una nueva era. Pero los que recogieron
el timón eran los mismos a los que se les había pedido que lo dejaran.
Pronto
se comprendieron dos cosas: que Mubarak era solo una parte del problema y que
la unanimidad de la condena del pasado no resistiría la prueba del diseño de un
futuro común. El drama real —se comprendió pronto— era la debilidad profunda de
la sociedad civil y la carencia de líderes que velaran por los ideales de una
democracia moderna. Siguen siendo los problemas actuales.
De ese
estado caótico, surgieron las dos fuerzas que trataron de hacerse con el futuro
egipcio, las dos únicas con organización fuerte, los militares y los grupos
islamistas, especialmente los Hermanos Musulmanes, grupo de nacido en Egipto
pero con ramificaciones internacionales, con simpatizantes y detractores en la
comunidad islámica.
Si bien
lo que ocurre en Egipto es obra de Egipto, no pueden desestimarse las
cuestiones de índole internacional por el papel clave que el país había jugado
como una prolongación de la política norteamericana, cuya administración
financiaba directamente al poderoso
ejército egipcio. Debe entenderse "poderoso" en un sentido local,
institucionalmente, dentro de una sociedad que lo identificaba con el propio
país, por un lado, y por otro consideraba como una pérdida de soberanía estar
financiado por un país, los Estados Unidos, al que se le hace responsable de la
protección israelí en la zona. Este argumento no es desdeñable puesto que la
forma de descalificar a los enemigos en Egipto —y otros países del área— es
vincularlos con "Occidente", especialmente Estados Unidos, y con el
"sionismo". Obama comprendió muy tarde esto.
Desde
el 25 de enero de 2011, Egipto ha pasado por una serie de fases en las que las
acciones han sido más bien "reacciones". Se ha actuado esencialmente contra
los gobiernos, contra sus decisiones. Primero contra Mubarak y después contra
la SCAF, que trataron de prepararse el terreno para volver a recuperar el
control de la sociedad a través de un candidato que no aportaba futuro, sino
que era una especie de actualización del pasado que les permitiera salvar el
entramado para el control. La baza fue llegar a un mano a mano con el islamismo
de la Hermandad pensando que iba a haber una reacción social frente a un
gobierno islámico. Es aquí donde se pudo comprobar por primera vez la confusión
en la sociedad egipcia y la falta de sentido común de su extraña clase
política.
El
islamismo se presentó con su mejor cara para conseguir el poder, la cara del
que tiende la mano a todos y muestra su deseo de "participar" en el
futuro, no de "gobernarlo". Las tramas sociales que habían ido
desarrollando durante décadas, convertidos en organizaciones humanitarias, pese
a estar proscritos políticamente, los hicieron salir a la luz con fuerza.
También los apoyos internacionales de los gobiernos afines del mundo árabe
fueron importantes para su propia financiación, aumentando su poder.
Llevados
por su pragmatismo en el camino hacia el gobierno, los grupos islamistas
crearon sus propios partidos políticos. Para un islamista la ley está dada
desde hace muchos siglos; es la "sharía". La política solo es una forma para llegara a ella, más rápida o más
lenta. La astucia les está permitida y no hay más ideario. Si llegas al poder,
ya te encargas de poner las instituciones a tu servicio para ir cumpliendo objetivos,
desmontar todo lo que aleje de la meta y sustituirlo por lo que te permita
modificar la sociedad. Los islamistas no gobiernan, transforman la sociedad
para que solo su gobierno sea posible y aceptable.
Y eso
fue lo que ocurrió con el gobierno islamista de Mohamed Morsi, que llegado al
poder con un compromiso político de gobernar para todos, comenzó una rápida tarea de aplicación de un programa
islamista, despreocupándose de más circunstancias, pese a la grave situación
económica y social. Muchos de los que votaron a Moris lo hicieron con grandes
escrúpulos para evitar hacerlo a un candidato que pedía la restitución del
régimen anterior. Y así los egipcios tuvieron que escoger entre una dictadura
pasada y el riesgo de una dictadura futura. Las protestas comenzaron
inmediatamente, conforme el islamismo iba mostrando su actitud y tomando
posiciones para la "hermanización" de la sociedad.
Es aquí
donde se muestran la complejidad y las contradicciones de la sociedad egipcia.
Es una sociedad que se ha desarrollado con unos grandes extremos, con profundas
disparidades surgidas precisamente de la falta de criterio en el gobierno y de
líneas de actuación definidas para el progreso del país. La época de Nasser
todavía tenía una revolución socialista en mente, un ideal árabe de
unidad, una retórica unitaria. Había una definición y un líder. Se podía estar
a favor o en contra, pero las posturas eran nítidas. La llegada del liberalismo
de Sadat desarticuló los lemas anteriores y dejó que comenzaran las
indefiniciones y las ambigüedades. La retórica hueca comenzó a apoderarse de la
vida social porque el poder la utilizaba para tapar sus incongruencias y
limitaciones. Eso llegó a su máximo estado con la desidia del régimen de
Mubarak, carente de un discurso coherente. Ya no había metas, solo retórica y
supervivencia. El estado se deterioraba desmoronándose y la corrupción crecía en
la impunidad y el descaro de quien la practicaba.
De esta
desidia se aprovecharon los islamistas, que fueron controlados y tolerados en
distinto grado por los gobiernos de Nasser a Mubarak. Ellos siguieron su
estrategia de penetración social y procedieron a una reislamización social aprovechando las incongruencias de los
gobiernos. Aprovecharon el creciente movimiento de rechazo a las políticas de
los países occidentales, que veían cómo sostenían a sus dictadores, como les
aplaudían y recibían con palmadas en la espalda, como una confirmación de que
su camino no iba por la occidentalización,
sino por el ascenso de lo islámico. Poco a poco, desde los años 70 y 80, se
inicia un proceso de islamización social. Los acontecimientos históricos
posteriores —la Guerra del Golfo, la invasión de Irak, la aparición del
terrorismo de Al Qaeda, la "intifada", etc.—, sirvieron para
movilizar a una sociedad que carecía de otros motores. Este sentimiento
antioccidental lo aprovecharon bien los islamistas que, por otro lado, vivían
bien alojados en Occidente, que los acogía con la esperanza de que si algún día
llegaban al poder serían también aliados. Tremendo error.
Con la
revolución la sociedad protesta pero
no hay un plan de futuro; no hay tampoco organización por la fragmentación y
falta de diálogo. El novelista Alaa Al Aswany terminaba sus artículos críticos
con el poder egipcio con un "la democracia es la solución", sin
especificar más, sin dejarnos saber qué se proponen construir más allá de la
denuncia de las situaciones. Con protestas se derriban los gobiernos, pero no
se construyen los estados.
La
evolución de la situación nos ha permitido ver que ante la propuesta "el
islam es la solución", con un programa y objetivo final definidos, la vaguedad democrática es insuficiente. A
diferencia del programa islámico, el programa democrático lo es para la
creación de un escenario abierto de posibilidades en todo momento. La
democracia, para poder sobrevivir, tiene que hacerlo con personas que honestamente quieran que continúe
abierta. La "honestidad democrática" consiste en creer en el sistema tanto como en nuestros propios principios.
Si los principios son contrarios a la esencia democrática, que es la apertura
hacia el futuro, la democracia se convierte solo en un camino para acabar con la democracia. Al menos como la entienden
muchos. Los islamistas iraníes, por ejemplo, consideran que lo suyo lo es y
consideran que son los demás los dictadores.
El
llamado "islamismo político" ve en la democracia un camino hacia el islam, no un camino
hacia las libertades porque no hay libertad fuera de lo islámico. Si "islam"
significa "aceptación" incondicional o "sumisión", la
libertad no puede ser más que el acto de aceptación de lo que está especificado
en la Ley dada a los hombres. El debate de la "sharía" no es una cuestión
de elegir entre una ley u otra. Para un
musulmán no hay elección posible.
El paso
de los islamistas por el poder en Egipto recibió la contestación de una gran
parte del pueblo egipcio, que no estaba de acuerdo con lo que se estaba
haciendo desde su gobierno. Desgraciadamente, la situación que llevó al
derrocamiento del Presidente Morsi tras las protestas populares contra su
gobierno y su negativa a convocar elecciones anticipadas, como se le había
exigido tras la recogida de 22 millones de peticiones firmadas, sigue sin
resolverse porque es de orden prepolítico. No se ha resuelto la posibilidad de
una democracia de fundamentación islámica que no implique una limitación de los
derechos humanos, principios que entran en colisión con muchos principios
ajenos a una mentalidad que se centra en el individuo.
La
ausencia de ese debate intelectual viene de la propia idiosincrasia antirreformista
del pensamiento islámico cuya pureza
es mayor cuanto más literal es la comprensión y aplicación de su mensaje. La
brecha profunda que se vive en los países islámicos es la imposibilidad de
vivir en un sistema que no esté respaldado por la fuerza. Los islamistas usaron
la fuerza para asentar sus actos y avanzar en sus propósitos, una fuerza que no
es solo la de la represión o censura desde las instituciones que ocuparon, sino
la represión social, la censura cotidiana
en el mundo de las costumbres, de las familias, del descrédito al que se sale
de los márgenes establecidos.
No se
entiende nada de lo que ocurre en estos países si se piensa que es posible
separar lo religioso de lo político y de lo social. La negación de una esfera
privada de la religión, como ha ocurrido mayoritariamente en Occidente, es el
mayor obstáculo para la convivencia. En el mundo islámico suní no hay posibilidad
de una religión privada porque es una forma de regulación de la vida social,
con sus propios principios legales. Hablar de "libertad religiosa"
aquí no tiene nada que ver con lo que se entiende habitualmente en otros
espacios en las que la religión es cuestión privada.
En la mentalidad islámica no existe la idea de una privacidad religiosa y sí, en cambio, la de una república islámica,
un espacio público regido por lo religioso; no hay más ley que el Corán y lo
que de él se pueda derivar. Lo demás es peligroso y se debe combatir. Por más
que se diga que en islam está presente una idea de democracia por el acuerdo en la elección de dirigentes, este solo
puede serlo para hacer cumplir la ley coránica. El elegido, en el ámbito suní,
lo es porque llevará adelante los principios del Corán. La idea de considerar
"faraones" a los gobernantes árabes es el reconocimiento del carácter
"no islámico" de su poder, su carácter negativo.
¿Qué
ocurre hoy? La situación en este tercer aniversario es compleja y con un futuro
incierto. Esa división sigue presente en la sociedad egipcia, pero también lo
está un pragmatismo de doble filo: la aceptación de un estado de seguridad
frente al caos político y el deterioro económico.
Fuera
del poder, el islamismo se resiste a aceptar una solución que no sea la
imposible vuelta atrás, la
restitución de un presidente al que se le exigió el abandono del poder y el
rechazo de las acciones emprendidas desde casi todos los sectores sociales que
fueron tocando en su islamización en apenas un año.
El
énfasis en la elección democrática de Morsi no puede hacer olvidar cuáles
fueron sus promesas de gobernar para
todos y de no islamizar el
estado. Fue su incumplimiento lo que precipitó su salida con los resultados de
división que vemos hoy de la sociedad egipcia. Nos puede parecer extraño que
una constitución surgida en un contexto democrático ofrezca menos libertades
que la anterior, pero eso es exactamente lo que ocurrió, con retrocesos en
ámbitos como los derechos de las mujeres o la libertad de expresión, que llenaron
de críticos los juzgados por las denuncias islamistas. Es una muestra de que
existen dos caminos, con distintos principios y bases, algo más complicado que
dos contendientes que aceptan las mismas reglas del juego.
La
constitución de entonces ha sido ahora enmendada hacia unos supuestos más
abiertos, aunque con lagunas y reservas interesadas. Pero la cuestión no es la
mayor o menor liberalidad de una y otra constitución, sino la posibilidad de
aplicarla en paz. De poco sirve tener
una constitución liberal si la forma
de mantenerla en pie es el aumento de la represión social.
La
estrategia islamista es evitar la normalización
de la situación actual, llevar al uso de la fuerza, provocar el desgaste
interno y conducir al aislamiento internacional. Con ello se está consiguiendo
una radicalización social que acabará justificando y exigiendo el aumento del
uso de la fuerza ante el avance del terrorismo. Ayer, cuatro atentados en El Cairo
han dejado sus raciones diarias de muerte. A esos muertos hay que sumar los de
las manifestaciones o las muertes de policías a los que se les tienden trampas
en los controles en las ciudades o en el Sinaí. La sociedad egipcia sigue
contando muertos hasta que se convierta en algo tan cotidiano que se pierda la
cuenta o que deje de ser noticia internacional. Ese será el fin previsible.
Si
sigue aumentando el nivel de la violencia cotidiana, se corre el riesgo de
convertir en papel mojado cualquier sistema de libertades. Está ocurriendo con
la seguridad y con la libertad de información, puestas en entredicho por los
organismos internacionales.
El
aislamiento provocado por el uso de la violencia o de la censura solo beneficia
a los islamistas, que saben mover sus
piezas fuera con más seguridad que el régimen egipcio, que sigue diciendo que
el mundo no les entiende, algo que es
literalmente cierto, en parte por su propia culpa. Deberían darse cuenta que es
en ese terreno, el de la información, en donde se dan muchas batallas, que
Egipto no solo tiene necesidad de inversiones sino de simpatías. Aquí el tradicional orgullo egipcio se vuelve contra él.
¿Hacia
dónde camina la "revolución" hoy? Creo que eso es hoy una pregunta
retórica. La revolución ha cambiado muchas cosas en mucha gente y eso fue y es muy
positivo. Fue sobre todo, a mi modesto entender, el descubrimiento de una
fuerza desconocida hasta el momento. La revolución nasserista no fue una revolución
del pueblo, sino en su nombre, retórica
habitual en los golpes de estado que se adscriben a esta modalidad figurativa. A
todos los que llegan al poder les gusta ser hijos
del pueblo, cabezas de sus revoluciones. Pero como puede apreciarse en la
historia egipcia, eso pronto pasó a segundo plano.
La
revolución es un conjunto de acciones, pero es sobre todo un proceso en el
tiempo, que es donde se puede ver su carácter transformador. Más que hablar de
la revolución, de su justicia o representatividad, deberían empezar a
comprobarse sus principios en hechos palpables para el pueblo egipcio que es donde
se deben percibir esos cambios.
La
creencia en que se puede construir un sistema liberal basándose en la fuerza es
paralela a la creencia en que se puede hacer una democracia aplicando políticas
islamistas. Son dos formas de intentar cuadrar el círculo, fórmulas que quedan
en evidencia hueca al contrastarse con sus resultados reales. La brecha entre
lo que se dice y se hace se amplía; los deseos de futuro acaban sucumbiendo
ante las miserias del presente.
Lo que
es evidente es la falta de diálogo, incluso de posibilidad de que este se pueda
producir. No solo son dos planteamientos diferentes sino dos formas antagónicas
de ver el mundo, condenadas al ejercicio de la fuerza para mantenerse. La única
"solución" es lenta: la propia transformación de la sociedad egipcia
hacia una modernidad compatible con sus aspiraciones que deben redefinirse
desde su propia evolución.
Por eso
las únicas revoluciones que pueden transformar la sociedad —y con ello hacer
posible otra política de convivencia— son las que puedan transformar las bases
de las relaciones sociales: los jóvenes y la mujeres. No es un tópico. Es ahí
donde reside el futuro, en la ruptura de las normas de obediencia que hacen que
el poder se concentre en las mismas manos siempre. La revolución política
siempre estará debilitada si no se apoya en el cambio social. Es ahí donde el
islamismo planteó su batalla, en el campo de las costumbres, haciendo aceptables y cotidianos unos aspectos y haciendo ver otros como incompatibles.
El islamismo
avanzó por la equiparación radical de tres elementos: lo egipcio, lo árabe y lo
musulmán. Igualó los tres por la base islámica. Ser un buen egipcio era ser un buen
musulmán y ser árabe, una
identidad alejada de lo occidental, cuyos valores se consideran negativos. El
que se opone al islamismo y su control deja de ser un "verdadero"
egipcio y un "buen" musulmán. Es un agente extranjero que llevará a Egipto y al islam a la destrucción.
El
camino se presenta ahora con muchas sombras y recovecos; ni claro ni recto. La
aspiración a una democracia real se abre en la mente de muchos egipcios y eso
es lo verdaderamente importante, que no renuncien a su compromiso con esos
principios de una revolución que todos usan, de la que todos dicen actuar en su
nombre.
En estos
tres años, ha ocurrido de todo en Egipto. Al periodo revolucionario, de apenas
unas semanas, han seguido otros complicados y trágicos. Lo que sí es cierto es
que se van agotando las posibilidades de maniobra y se corre el riesgo de un
enquistamiento social de los problemas. La hoja
de ruta planteada por el gobierno provisional será un camino difícil porque
cada paso contará con la oposición islamista, con la aparición, como ha
ocurrido ya en los atentados de ayer, de los grupos próximos a Al Qaeda.
La
lucha que se avecina es grande porque, más allá de las leyes, es en el campo de
las costumbres y de la cultura donde se debe producir la transformación que lleve
a la convivencia política. De poco sirven las leyes si no hay una voluntad de
convivir, de delimitación de lo público y lo privado. y de la existencia y
reconocimiento de los derechos individuales en todas las esferas.
Lo que
se debate en Egipto va más allá de las urnas y los votos; es la entrada en una dimensión
social diferente de lo público que respete y reconozca el derecho individual,
más allá de la sanción o condena de la diferencia en lo político y lo religioso,
que para unos es lo mismo y para otros están separados. Sobre esa cuestión
nuclear se elevan todas las demás circunstancias.
Lo que
es cierto es que el grado de sufrimiento y desgaste que esto está provocando en
la sociedad egipcia no se resolverá con la fuerza, ni de unos ni de otros. Queda
mucho sufrimiento por delante y la tarea de las nuevas generaciones es evitar
caer en la repetición de los viejos y tradicionales errores, aprender de la
historia. Muchos sienten la tentación de escapar de un entorno frustrante, pero
se necesitarán los esfuerzos de todos, el compromiso de los que quieran
realmente un futuro posible para Egipto.
Hoy, 25 de enero, se celebran tres manifestaciones distintas en El Cairo: la de los partidarios del islamismo de la Hermandad, reivindicando a Morsi y la constitución islamista; la de los que apoyan al gobierno provisional y su hoja de ruta, que votaron la enmienda de la constitución; y la de los que no están de acuerdo ni con unos ni con otros, ya sea en el fondo, en la forma o en ambas cosas. Deberían todos pensar que ayer hubo otra manifestación muy ruidosa: las cuatro bombas que dieron un recordatorio de la revolución.
Este
blog comenzó precisamente con la revolución del 25 de enero para dar cuenta de
lo que ocurría y, sobre todo, para estar cerca del sufrimiento que percibía en
muchos amigos egipcios, para participar de sus angustias solidariamente e intentar comprenderles. Hoy, como entonces,
me gustaría verles felices, dueños de sus vidas y destinos, que puedan ser ellos mismos en sus trabajos, familias o calles y no estar condicionados por las miradas que les rodean. Sabían que sería
difícil, pero no se imaginaron cuánto.
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