Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Debo
confesar que el artículo de la catedrática de Ética de la universidad
valenciana, Adela Cortina, en el diario El País me ha desorientado. Lo ha hecho
por múltiples razones que van desde el título ("¿Somos nuestro
cerebro?") hasta por algunos saltos en la argumentación. Entiendo que la
breve extensión que los medios conceden para tratar los temas es un obstáculo
para desarrollar ciertas cuestiones, aquí apenas esbozadas y necesitadas de
mayor explicación. Es la servidumbre del artículo periodístico.
La
primer cuestión que me descoloca es el uso del verbo "ser" en
relación con nuestro cerebro. No hay verbo más engañoso, por su larga y variada
tradición, que el verbo "ser", especialmente si lo comparamos con
algo tan concreto y material como es el "cerebro". "Somos"
implica ya toda una serie de argumentos implícitos, los del verbo "ser"
y los que se derivan del "sujeto" de ese verbo: ¿quiénes —o incluso qué— "somos"?
No sé
realmente qué quiere decir que "soy mi cerebro". ¿Decir que "soy
mi cerebro" implica, por ejemplo, que "no soy" el resto? ¿El
hecho de que se puedan sustituir mediante trasplante otros órganos o miembros,
como se afirma en el texto, ¿implican que son "menos yo"? ¿Qué
relación mantengo con mi cuerpo? ¿Quién
es ese "yo" que se dice propietario de "mi" cuerpo? ¿No es el
cerebro "parte" de mi cuerpo? ¿Soy un todo o una suma de partes,
unas más prescindibles que otras? ¿Es el cerebro el nuevo "fantasma en la
máquina" en sustitución de la filosófica "alma"?
También
me dejan preocupado algunos aspectos señalados sobre el papel de la
"Ética" en las cuestiones que se plantean:
El primer principio de cualquier ética
respetable es el de beneficiar a los seres humanos, a los seres vivos en su
conjunto y a la naturaleza, y cuanto más progresen las diversas ciencias en ese
sentido, mejor habrán cumplido su tarea. Que, a fin de cuentas, es la de
beneficiar. Por eso tiene pleno sentido que trabajen conjuntamente ciencias y
humanidades con el fin de conseguir una vida mejor.
Ojalá avancemos en la prevención
de enfermedades como la esquizofrenia, el alzhéimer, las demencias seniles, la
enfermedad bipolar o la arteriosclerosis; podamos mantener una buena salud
neuronal hasta bien entrados los años, mejorar nuestras capacidades cognitivas,
precisar más adecuadamente la muerte cerebral, tratar tendencias como las
violentas. Ojalá en la educación podamos servirnos de conocimientos sobre el
cerebro que permitan a los maestros actuar de forma más acorde al desarrollo de
ese órgano, extremadamente plástico; un asunto del que se ocupa con ahínco la
neuroeducación.
Ocurre,
sin embargo, que cuando las investigaciones y las aplicaciones científicas
ponen en peligro la vida, la salud o la dignidad de las personas o el bienestar
de los animales se hace necesario recordar que no todo lo técnicamente viable
es moralmente aceptable. Que “no dañar” es igualmente un principio inexcusable
en todas las actividades humanas, también en las científicas.*
No sé si esa visión beatífica del papel de la
"ética" es posible al tratar de conjugar tantos intereses. No sé si
es posible "beneficiar" a todos, incluida la "naturaleza",
que ya es bastante amplia. El principio
del beneficio, además, es sumamente variable, algo de lo que tenemos
ejemplos todos los días en todos los órdenes. Habría que definir primero qué
significa "beneficio", empresa de dudoso éxito si tenemos que ponemos
de acuerdo todos. Al final, el beneficio de unos pocos sería definido como
beneficio del conjunto e incluso la
"neuroeducación", bien financiada, ayudaría a convencernos de ello. Los problemas los plantean aquellas técnicas
que incidan en las actitudes de las personas por debajo del umbral de la
conciencia puesto que dejan de lado la "libertad" en las decisiones de
las personas.
El problema de la "libertad" no es un problema neuronal sino de la conciencia o, si se prefiere, del plano reflexivo o filosófico. Seamos libres o no, lo importante es que creemos serlo y como tal actuamos. Es un viejo problema que regresa ahora por la vía científica. El necesario materialismo
del cerebro concibe cualquier estado como resultado no de la libertad sino de
la necesidad puesto que se trata, en
última instancia, de reacciones químicas o eléctricas.
Desde las neurociencias,
por decirlo así, no existe el problema de la libertad, sino el de las
decisiones tomadas según ciertos principios de optimización y supervivencia.
Por eso el salto de decir "somos
nuestra conciencia" a señalar que "somos nuestro cerebro" es
revelador. La ética no es una cuestión del cerebro, sino de la conciencia pues
tiene que ver precisamente con las decisiones y con ese "bien
general" del que nos habla la profesora Cortina, mientras que en el plano
material del cerebro o de cualquier otro elemento orgánico existe el principio que
rige la supervivencia, que no es precisamente ético.
Nada hay más "antinatural" que la Ética, pues es
el resultado de un cuestionamiento de nuestros fines derivado de esa
"libertad" —no hay ética sin decisión— que no se plantea más que como
una "ilusión" con la que el cerebro —lo material, lo orgánico— engaña
a la "conciencia", el resultado de un estado cerebral. Si para la Ética,
la libertad se convierte en una ilusión, como podría desprenderse del enfoque
de las neurociencias, se acabó la Ética.
La autora del texto se encuentra con este problema en cuanto
que camina un poco por el terreno de los estudios sobre el cerebro:
Según un buen número de
investigadores, porque todos esos órganos son irrelevantes en comparación con
el cerebro. Somos —dicen— nuestro cerebro. Él crea las percepciones, la
conciencia, la voluntad, y tanto da que el cerebro se encuentre en un cuerpo
como en un ordenador, porque él lo crea todo. Trasplantarlo no presenta más
problemas que los técnicos, porque donde va el cerebro de una persona va esa
persona. Así las cosas, siguen afirmando estos científicos, actuamos
determinados por nuestras neuronas, de modo que no existe la libertad, sino que
es una ilusión creada por el cerebro, como todo lo demás.
Sin embargo, tal
vez las cosas no sean tan simples y por eso otros investigadores hablan del
“mito del cerebro creador”, de que no es el cerebro el que crea nuestro mundo.*
Quizá mezclar el sentido de la tradición filosófica del
mundo como ilusión o sueño con los planteamientos derivados
de las neurociencias no sea lo más adecuado. Las neurociencias no niegan la "existencia
del mundo". Todas las seres vivos, del más simple al más complejo,
"construyen" una representación del mundo en función de su capacidad
de manejo de la información. Sea el mundo como sea, existe un relativismo representativo que implica
que, para sobrevivir, cada especie necesita crearse una representación de su
exterior, de su entorno. "Nuestro" mundo no es el la mosca o el de una bacteria, un perro o una vaca, por más
que vivamos todos en el mismo planeta. Cada especie tiene su propia
representación, que es la función de los cerebros.
Decir que el cuerpo es "prescindible" o "accesorio"
no deja de ser una simplificación pues el cerebro es tan cuerpo como el resto y todo forma parte de una misma realidad.
Incluso, en un cierto sentido, nuestro "cuerpo" (otro concepto
heredado y conflictivo) es una prolongación
de nuestro cerebro. El cerebro no "crea" el mundo; lo
"recrea". Realiza una representación
conjuntando la información que puede recibir del exterior. Y "crea" o
"genera" históricamente, puesto que acumula información sobre sí
mismo, una "identidad". Tenemos una imagen del mundo y una imagen de
nosotros mismos en el mundo, una imagen de lo que "somos" en función
de lo que "hemos sido". El cerebro produce una narrativa con un
sujeto central, el "yo".
¿Significa eso que "somos nuestro cerebro"? Para
los demás, por ejemplo, no somos lo que hay en nuestro cerebro, sino lo que
almacenan sobre nosotros en el suyo. "Somos" implica nuestra
conciencia enfrentada a una memoria, es decir, el recuerdo de lo que
"hemos sido", por más que ese recuerdo, por ejemplo, pueda ser variable
o incluso falso, algo que interesa mucho a los científicos del cerebro. Si las
neurociencias aclaran algo sobre el papel de la memoria es precisamente su
reajuste constante, lo que implicaría una variabilidad de ese "somos",
que pasa a ser dinámico y circunstancial, es decir, amoldado a cada situación.
Nuestros
descubrimientos sobre el cerebro corren el riesgo de cuestionar ciertas
conclusiones morales y éticas, de la misma manera que el evolucionismo
darwinista sirvió para justificar ideas como la eugenesia o el racismo. Algunas
de las interpretaciones desde la genética o las neurociencias, por ejemplo,
crean perturbaciones en ciertos conceptos, como el de "libertad" o
"identidad" o "responsabilidad". Todos esos conceptos no
pertenecen al ámbito de aquello de lo que se ocupan las Ciencias. Al menos no
las mismas que las que se ocupan de reacciones químicas o descargas eléctricas.
El reduccionismo aquí es peligroso por las consecuencias de las lecturas que se
pueden sacar de él.
Conocer
el funcionamiento del cerebro es necesario y supone un reto para el avance de nuestro
conocimiento. También supone un reto para la cultura ir reajustando los
distintos conocimientos que acumulamos, como supuso un reajuste brutal para la
cultura descubrir que el mundo no era plano o que la Tierra giraba alrededor
del Sol. Se hace necesario un pensamiento que trate de conjugar lo valioso que
hemos podido crear en la Historia con lo que aprendemos cada día del mundo y de
nosotros mismos. La lucha, por ejemplo, con la idea de altruismo y su difícil encaje evolutivo, no puede hacernos olvidar
que es mejor que el egoísmo en el
plano social. Podemos creer en el "gen egoísta", pero eso no
significa que debamos volvernos egoístas o erigir el egoísmo como principio
sacralizado por la Naturaleza de nuestra vida personal y social. Aunque haya quien
lo teoriza de forma más o menos eufemística.
La
profesora Cortina señala que no se debe considerar a la Ética como una
"especie de linier sádico"* dedicado a señalar el fuera de juego a la
Ciencia. Quizá no sea esa su función, aunque no debería renunciar a ella. Quizá
si deba encargarse de mantener las distinciones entre niveles en los que se
defina lo "humano", que es una categoría esencialmente cultural e
histórica, que se ha ido perfilando en el tiempo, frente a la meramente dimensión
material o corpórea. Es de agradecer que abra estos espacios de reflexión, como hizo con su reciente obra sobre neuroética y neuropolítica. La ética es siempre y necesariamente un campo de discusión porque debe ser un debate abierto sobre la decisión y sus límites. No hay una ética en la sinapsis. Seamos lo que seamos, la decisión va más allá de nuestra química y afecta a los otros y a nuestras relaciones establecidas por el marco de la Cultura. La Ética no es un linier por encima del bien y del mal, es el partido mismo.
"Neuroética", "neuroeducación", "neuroeconomía", "neuropolítica"..., habrá que empezar a tener cuidado con que lo determinado no se nos coma lo que nos hace realmente "nosotros", es decir, nuestra capacidad de ser en las elecciones que realizamos.
* Adela
Cortina. "¿Somos nuestro cerebro?" El País 4/04/2014
http://elpais.com/elpais/2014/03/28/opinion/1396017845_844351.html
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