Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Tras un
interesante análisis del origen y desarrollo de la crisis económica, de los
errores cometidos en el tiempo, de las insuficiencias y desacuerdos europeos
frente al resto del mundo, el artículo de Emilio Trigueros en el diario El
País, titulado El sentido de Europa, termina con las siguientes conclusiones:
A pesar de todo, nos hace falta Europa y no
deberíamos renunciar a construirla por más insatisfacción o confusión que nos
suscite, como necesitamos esta democracia por más imperfección que acumule. La
Europa que une a países y ciudadanos es, además, algo más que un entramado
economicista; de alguna manera, nuestra Europa nació en los siglos en que los
pensadores de la filosofía y la ciencia de distintos países se escribían cartas
para debatir métodos y abrir caminos comunes en las regiones del entendimiento,
desde una comunidad de espíritu; esos pensadores podían construir juntos una
nueva época porque vivían en una sociedad donde para muchos de sus
conciudadanos eso constituía un empeño valioso y natural. Tanto tiempo después,
nos sigue uniendo cierta conciencia colectiva de que la razón y el bien pueden
fundar las bases de la organización social, junto con un sentido último
compartido de la libertad y la dignidad. Es en nuestro diálogo incesante sobre
decisiones y representación, sobre poder y democracia, sobre dudas y
posibilidades, o sobre si la verdad, el bien y la belleza son la misma cosa,
donde reside ese espíritu de Europa que no puede extinguirse, y no debería
nunca dejar de escucharse.*
Concuerdo
plenamente con la idea y creo que es necesario incidir en ella en estos tiempos
en que está de moda tanto el descreimiento
como el interés torticero. Creo que efectivamente en el espíritu e idea de esa
Europa "epistolar", la surgida —como bien señala Trigueros— al hilo
de los intercambios entre personas que participaban en unas búsquedas comunes
en los campos de la verdad y la belleza. Es de esas redes —filosóficas,
científicas, estéticas...— de donde surge la voluntad de entendimiento por
encima de las realidades cruentas que tenían que soportar por siglos de
enfrentamientos políticos y religiosos.
Hay una
idea de que la unión de Europa surge para evitar más guerras y conflictos entre
los países del continente, enfrentados permanentemente. La unión sería como una
especie de estado impuesto ante tanta
beligerancia histórica, frente a tanto nacionalismo peligroso. Los
enfrentamientos se realizarían ahora a través de otras fórmulas, básicamente la
competencia económica. Esta idea es nefasta porque considera a los europeos
como enemigos naturales cuya única
salida se limita a cambios en las armas y medios usados para combatir.
La idea
de una Europa comunicativa, en cambio, refleja como natural el intercambio de objetivos e ideas en ámbitos muy
diferentes. Basta con escarbar un poco en la historia para que aparezca el
intercambio con los rincones más alejados del continente movidos por los
intereses comunes, por las ideas compartidas, por los sueños imaginados por
personas distantes.
De
nuevo se desaprovecha una campaña europea para incidir en lo que nos une. Quizá
las campañas electorales no sirvan para unir, sino que son espacios destinados
a la confrontación y al distanciamiento. Además de algunas cuestiones técnicas
sobre el formato de la Unión —que son también importantes y necesarias— habría
que insistir más en los elementos no estrictamente políticos y económicos que
forman parte de la cultura y la identidad común que está por definir, por unir
las piezas dispersas. Una Europa de políticos y economistas habla de
"política" y de "economía". Es una obviedad que hay que
recordar para no pedir peras al olmo. Los discursos sobre Europa no pueden ser
únicamente los que escuchamos y tiene que existir otro tipo de foros, de
escenarios y programas más allá de los que se usan habitualmente.
Hace
dos cursos organicé con mis alumnos chinos de posgrado un seminario con el título
"Introducción a la cultura europea". No solo fue muy interesante para
ellos, sino que lo fue también para mí, pues el reto era tratar de explicar
"Europa", algo que no acabamos de entender bien. Nos movimos por todo
tipo de textos —del ¿Qué es la Ilustración?
kantiano al primer Manifiesto surrealista
de Breton; del Discurso sobre las Artes y
las Ciencias rousseauniano al El
Malestar en la cultura freudiano— viendo cómo desde estos y otros se indagaba
en un espacio cultural problemático en el que no había que señalar tanto características como tensiones y deseos. Por eso comparto
plenamente la idea señalada por Emilio Trigueros de Europa como un espacio de
"diálogo incesante", como un espacio dubitativo necesitado de diálogo.
Europa es diálogo porque es esencialmente posibilidad,
un poder ser que deviene de su propio
deseo de libertad. Ese es su motor, como es la duda el motor de la búsqueda de la certeza cartesiana.
Hay que
integrar Europa en nuestro espacio cotidiano a través del diálogo abierto en
todos los escenarios. Y hay que crecer en la idea de Europa a través de la
educación. La Historia surge como disciplina vinculada al nacionalismo del
siglo XIX; surge como un campo de acumulación de diferencias para construir las
nuevas identidades nacionales ante países —muchos de ellos recién formados— que
necesitan urgentemente de una retórica que movilice los ímpetus de los "ciudadanos",
concepto nuevo frente al de "súbditos" o "vasallos", que
iban por otros derroteros motivacionales, los de la obediencia.
La
necesidad de crear esa identidad europea real,
no vinculada románticamente a la tierra
o a la lengua como exigían los cánones
románticos y organicistas políticos decimonónicos es una vía inédita. Europa
reclama una identidad de las diferencias internas, como riqueza; no una
definición de diferencias externas como conflicto. Sentirse
"europeo", es decir, partícipe de una entidad con tierras distantes y
lenguas diferentes, es un reto que solo la "cultura" común puede
ayudarnos a componer. Nuestras historias políticas, artísticas, literarias son
"nacionales". Va siendo hora de concebirlas a imagen de las
filosóficas o científicas, mostrados esas conexiones del pensamiento en la
búsqueda de "verdad, bien y
belleza", en donde las raíces nacionales son de menor importancia.
Empeñadas
en lo "nacional" para marcar distancias, estas historias ocultan
muchas veces esas conexiones con otras obras o personas distantes; las
influencias y relaciones que podríamos resaltar en vez de silenciar. La cultura
—las ideas, las formas...— es permeable y viajera, gusta de los mestizajes y
los encuentros. Son los que buscan la "pureza" incontaminada los
peligrosos; la vida real es intercambio: del arte a la gastronomía, de la
filosofía a las matemáticas.
Mientras
no haya una idea de que el europeo es responsable
de toda Europa, de que le afecta la pobreza o la injusticia que se pueda dar en
cualquier rincón de nuestro espacio, que está comprometido con la mejora de
todos, será difícil convencer a la gente de que Europa no es ese
"entramado economicista" del que habla con razón Emilio Trigueros. No
es ni será fácil conseguirlo, pero es deber de los que se sientan comprometidos
intentarlo en sus esferas. Usted es europeo si se siente europeo; tendrá que definir qué significa eso para usted, dotarlo
de sentido. De otra forma no será europeo; simplemente estará en Europa. Ser y estar son dos verbos que indican
distintos estados. A muchos hoy les cuesta incluso el simple estar, no ya el ser, que ni se plantean o rechazan.
Se ha
insistido demasiado en los beneficios económicos como móvil para la integración
en Europa; poco en cambio en los de otra naturaleza, sobre todo los de tipo
cultural en sentido profundo. Por eso la crisis económica enfría los ardores
europeístas de muchos. El economicismo torticero que nos guía ve nuestra unidad
como una forma de estímulo de la competencia confundiendo Europa con sus
empresas y fábricas. También hay que desligarla de eso para que se convierta en
una experiencia de ampliación de lo valioso que siglos de cultura, de ideas, de
principios pueden ofrecernos.
Desde
fuera se nos percibe como una unidad y así hablan de nosotros, los
"europeos" como una categoría distinta a "españoles",
"alemanes", "ingleses" o "franceses". Nosotros,
en cambio, cuando decimos "Europa" nos referimos a algo ajeno que
está fuera de nuestros espacios mentales. Europa somos nosotros y podremos serlo más en la medida en que avancemos en la
mejora de nuestra propia identidad, en que podamos sentirnos más identificados
con lo que hacemos y decidimos, más solidarios con el destino de las partes de
la Unión, más generosos al compartir y al ofrecer lo que tenemos.
Europa,
la Europa por venir, es todavía una
utopía. Se percibe ahora como un edificio a medio construir, con necesidad de
avanzar en las mejoras y arreglar los desperfectos. En última instancia, son
esos deseos de libertad y dignidad compartidos, reivindicados para un espacio común
de convivencia y de referencia para los demás, son los impulsores de la idea
europea. Es más importante y atractiva una Europa ejemplar —hacia dentro y
hacia fuera— que una simple comunidad de intereses que acabarán siempre en divergencias.
Quizá,
al contrario de lo que parece, las elecciones europeas sea un mal momento para
pensar en Europa y sea preferible hacerlo el resto del tiempo ahondando, lejos
de fricciones, en "lo europeo". Los políticos suelen querer que
hablemos de lo que a ellos les interesa cuando les interesa. Y debería ser al
contrario: que ellos hablaran de lo que nos interesa cuando nos interesa,
Hablemos de esta Europa epistolar, en
intercambio de cartas simbólicas y reales; estemos en diálogo permanente sobre
lo que somos, lo que podemos y queremos ser. Europa sí debe tener quien le escriba.
*
Emilio Trigueros "El sentido de Europa" El País 25/04/2014
http://elpais.com/elpais/2014/04/08/opinion/1396973029_895609.html
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