Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Quizá
la enseñanza sea una de esas profesiones más naturales
que existen en todas las culturas, que cumplen una función necesaria para la
comunidad, como es natural sanar el dolor. Aprender está en nuestra naturaleza y la enseñanza es la concreción en acto de esa necesidad. Enseñar es un acto profundamente humano: la transmisión de la
experiencia a otros que han de continuarla. En la plaza central de mi
Universidad, cerca de mi facultad, existe una estatua con un hombre caído que
entrega a otro, a caballo, una antorcha desde el suelo. El hombre caído,
rendido por el esfuerzo realizado, entrega el testigo luminoso al joven
representado por ese jinete que se dispone a alejarse de él a toda velocidad.
Esa estatua, por la que pasan día a día miles de jóvenes indiferentes a su mensaje
representa el compromiso de transmisión del conocimiento, cuyo sentido hace
mucho que abandonamos.
Este
lunes —ayer, hoy, pues es de madrugada— comencé mis clases, el nuevo curso con
los primeros alumnos sentados frente a mí, caras nuevas que escrutas en busca
de signos de interés ante la explicación del programa, la descripción anticipada
que les haces de las batallas que contarás en las clases futuras para ver si
encuentras en sus ojos unas chispas de emoción por lo que llegará o si, por el
contrario, han aterrizado allí procedentes de un planeta distante con el que es
casi imposible la comunicación. Por más que se acumulen los años en las
espaldas docentes, el primer día de clase es siempre emocionante.
Pero
creo que hoy las lecciones me las han dado a mí, gracias a Dios. Han sido otros
alumnos que me han hecho aprender y confirmar algunas. Son alumnos de doctorado
a los que tratas de transmitir no solo el interés por la investigación en sus materias
sino por las personas ya que algunos de ellos son o serán docentes.
Hemos
desequilibrado demasiado las dos facetas del aprender —la investigación— y el
enseñar —la docencia— arrastrados por los intereses de estas frías y
calculadoras industrias educativas
que hemos levantado entre todos, auténticos sepulcros asépticos de la alegría
de la transmisión. La alegría de la educación es como el placer en las tareas
reproductoras, una prima de atracción para que no se extingan las especies por
aburrimiento. La curiosidad nos viene por vía natural, mientras que el
aburrimiento, si no lo remediamos, nos llega por la cultura.
Una de
mis doctorandas, mientras hablamos de nuestros trabajos en curso, me da lectura
emocionada de los mensajes que sus alumnos le envían en esos momentos desde su
país. Le dicen que se han enterado de que está en España y no van a tenerla este
curso con ellos; que lo lamentan por un lado, pero que se alegran por ella por
el por otro. Veo cómo se emociona y asisto a ese instante en el que el profesor
descubre que significa algo para sus
alumnos. Todos ellos, que se acaban de enterar de que han perdido a su
profesora, se manifiestan en un sentido similar: la echarán mucho de menos y
valoran su entusiasmo, que les hizo amar la lengua española en su país. Se lo
dicen claramente: estábamos ahí por ti,
por tu motivación, por tu dedicación. Podíamos haber elegido otras
materias, pero elegimos la tuya por ti. Yo me siento también orgulloso de ella.
Estamos
tan ciegos con la idea de la transmisión abstracta del conocimiento, con la frialdad de las "competencias" y los
"objetivos", y las "subcompetencias" y los "subojetivos",
que nos olvidamos del motor más poderoso de la enseñanza y el aprendizaje, como
las dos caras de una misma moneda: el entusiasmo. La alegría de enseñar que se
realimenta con la ilusión de aprender. Se enseña con ilusión cuando se ve la
ilusión por aprender. Y se aprende con ilusión cuando se percibe la alegría de
enseñar.
Cuando
se recobra un poco del impacto, nos dedicamos a hablar sobre ese momento
mágico, de la emoción que ha vivido. Es el descubrimiento del sentido de la
enseñanza, la comprensión del lazo que ha establecido con las personas la
respetan y también la quieren porque ven su esfuerzo, día tras día, por
hacerles aprender, por vencer muchas veces su propia pereza con obstinación
para que finalmente logren quedarse con aquello que les hará falta con formará
parte de sus ideas y que muchas veces no valoran cuando reciben.
El gran
drama de la educación es la apatía, la desidia en el aprendizaje y en la
enseñanza; que al que enseña nada le importe y al que recibe nada le interese.
Hablo de un interés profundo, de algo que logre despertar la curiosidad y
plantearse nuevas preguntas en una inagotable cadena.
La
contrapartida me llega casi simultáneamente como mensaje de otra doctoranda que
se ha animado a hacer un segundo posgrado, esta vez en Arte, como complemento a
la tesis que tenemos en marcha. En su primer día de clase se encuentra con que
sus compañeros españoles no están de acuerdo con los planteamientos de una
asignatura que les parece eso que aquí hemos dado en llamar "demasiado
teórica". Me cuenta que algunos piensan que la asignatura tendría que ser
más práctica. A ella, en cambio, la asignatura le ha gustado mucho. Me dice
"A mí me gusta la manera de la enseñanza de este profesor! Es que antes de
todo, tenemos que pensar. Pensar como un filosofo antes de proyectar, ¿no?".
Y le digo que tiene razón, pero que no se preocupe por escuchar esa antipatía
filosófica en boca de sus compañeros, que aproveche todo lo que pueda. Me dice
que ha elegido ese máster para "mejorar o desarrollar su sentimiento de la
vida" y variar los enfoques de su tesis. Son motivos loables, pero
probablemente incomprensibles para sus compañeros. Será ella la que acabe
consolando con sus preguntas la desesperación interior de su profesor, que ha
cometido el tremendo pecado de intentar hacerles comprender que todo objeto
surge de una idea.
¡Cuánto
daño ha hecho esa incomprensión de lo que significan las "teorías", edificios
del pensamiento! Pero hay demasiada vocación de albañil y poca de arquitecto. ¡Cuánto
daño! ¡Cuánto daño ese pensar que la mano está guiada por las musas o los genes
—o por tu jefe alemán— y no por la reflexión previa, que es la que marca las
diferencias realmente! ¡Cuánto engaño tras esa idea de que se puede hacer sin pensar! ¡Cuánto encubrimiento
de la vaciedad tras el oropel, cuánto suflé! ¡Cuánta "marca" sin
huella!
Me
llega de golpe algo olvidado, una carta —a la vuelta de un verano de hace
muchos años, más de una década— de unos estudiantes de arquitectura de un país americano en la que,
para mi sorpresa, me comentaban lo útil e inspirador que les había sido un
artículo mío sobre un tema bastante abstracto para el desarrollo de un proyecto
urbanístico. No logré encontrar cuál era la conexión, pero ellos sí, que era lo
importante. Consiguieron traducir un artículo sobre el lenguaje al diseño de
espacios en los que vivir. No sé cómo llegó hasta ellos aquel texto, pero quizá
les fuera sugerido por un profesor sin temor a que se lo lanzaran a la cabeza.
Mis dos
alumnas vienen de muy lejos, de mundos muy distintos entre sí, de sistemas educativos
que, como el nuestro, han adquirido vicios propios de los que les ha librado
este cambio de aires. Afortunadamente, el trabajo doctoral —pese a convertirlo
en un burocratismo infame— tiene espacios de libertad en la forma de abordarlo
y permite volver a humanizar lo que mecanizamos.
En una
sociedad "desalmada", la educación corre el riesgo de convertirse —si
no lo es ya— en una rutina mecánica por ambos extremos. Afortunadamente nada
compensa más a un profesor que un buen alumno: la persona habitada por el
parásito de la curiosidad. Nada hay más humano que la enseñanza porque es la
base de nuestra sociabilidad inteligente; en la enseñanza, acto comunicativo, la idea se envuelve en emoción, relación humana. Sin ella, las personas quedan reducidas a expedientes y su progreso
no es maduración, que es la modificación de nuestra forma de comprender el
mundo y a nosotros mismos. Enseñamos para ser más eficaces, no para ser mejores personas. Sin embargo, son las
mejores personas las que cambian el mundo redefiniendo sus actitudes y las de
los demás con su implicación.
Yo, por
mi parte, me siento satisfecho y orgulloso de mis alumnos, de que cuando son
profesores sean queridos y valorados, de que cuando aprenden quieran cambiar
sus mentes y su visión de la vida.
Me siento
afortunado por haber aprendido de mis alumnos. Hoy, de nuevo, siento la alegría
del primer día de clase.
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