Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
¡Terrible
ironía! El primer resultado del dispositivo puesto en marcha para evitar
sucesos como el terrible ocurrido frente a Lampedusa, con 339 cadáveres sacados
de las aguas, ha sido la muerte de cincuenta nuevos emigrantes. Señala el
diario El Mundo: «Una nota oficial de la marina maltesa asegura que
el naufragio se ha producido hacia las 17.10 hora local (15.10 GMT) cuando un
avión de Malta que vigilaba el Canal de Sicilia ha sido avistado por los
inmigrantes, quienes, al intentar hacer señales para ser localizados, han
comenzado a agitarse y han provocado el vuelco de la embarcación en la que
viajaban.»* La fatalidad no da tregua a los más desgraciados, que además de una
vida miserable han de sufrir una muerte absurda.
La conciencia del desastre no elimina los desastres
porque el mar no entiende de políticas. Mientras las políticas de dirijan al
mar no habrá resultados positivos. Es en tierra donde se deben poner los ojos.
El mar no es más que la trágica punta de un iceberg, el remate absurdo de un
drama que comienza en lugares remotos o próximos en los que anida la
desesperación. ¿De qué otra forma pueden calificarse estas aventuras de hombres
mujeres y niños lanzados a un terrible viaje? Contamos el número de muertos,
pero no la desesperación que les arroja al mar en busca de una Europa en la que
tienen familiares, conocidos o son los primeros enviados para establecer un
futuro puente.
Cada nuevo drama africano o del Medio Oriente se
traduce en el aumento de los flujos migratorios y la vía más rápida de escape
es el Mediterráneo, un mar de cultura que se va tiñendo de dolor convertido en
fosa común. Nos dice el diario El País
que en de las 9.000 muertes que calculan que se han producido desde 1990, 2.100
lo fueron en el año 2011, el de los levantamientos en los países árabes.** Las
presiones económicas, bélicas o la suma de ambas aumentan el flujo de los que
intentan llegar al otro lado.
Europa se ha atrincherado ante la inmigración,
aunque sea el mar quien hace el trabajo sucio. Y es precisamente ese mar el que, a
la vez que nos separa, nos ha unido tradicionalmente estableciendo unos puntos
en común que solo el deseo de diferenciación nos impide contemplar y pensar sobre ellos.
A las tradicionales denominaciones de los
continentes, que nos separan mentalmente, como categorías —"Europa",
"África" y "Asia"—, los historiadores y antropólogos están
respondiendo con nuevas categorías que entienden que no existen tanto las fronteras sino las proximidades, que lo natural es el contacto y lo artificial las
separaciones. Se puede hablar, como lo hace Jack Goody, por ejemplo, de una
"Eurasia" más real
históricamente que la separación de ambas, convertidas en mundos distintos
sobre el mapa pero en la realidad repleto de continuidades irisadas en las que fracasan
las distinciones radicales y absolutas. No hay líneas en la naturaleza; lo que existe es la vecindad, para bien y para mal.
Hay distancias geográficas y distancias culturales.
A veces a distancias físicas pequeñas le corresponden grandes distancias
culturales, que se han ido acumulando como distinción significativa, como deseo
manifiesto de ser diferentes, de marcar distancias.
"África" sigue permaneciendo en nuestras
mentes como una entidad distante por más que esté a unos pocos kilómetros, como
ocurre con el estrecho de Gibraltar, o a 140 kilómetros en el paso de Sicilia que tiene a Lampedusa
como eslabón.
El mundo no tiene nombres; se los ponemos nosotros
marcando los territorios y estableciendo con ellos las distinciones que después
rellenamos de sentido, amparándonos en la Historia, que son discursos escritos
necesaria y obligatoriamente desde un punto de vista. Es "nuestra"
historia frente a la de los otros. Por eso insisten tanto algunos en tratar de
encontrar puntos de vista coincidentes, intereses comunes, acuerdos de visión
para poder escribir "historias" que acerquen y no que distancien, que
nos impliquen a unos con otros porque no podemos vivir de espaldas. No es fácil,
porque muchos viven de alentar las diferencias, de la creación de brechas de
las que poder beneficiarse. Se alienta el odio y los enfrentamientos, que
siempre es una materia rentable, en vez de la cooperación, que suele resultar
más cara.
Siempre nos queda la categoría superior, la de
"seres humanos", la de "personas", que nos une por encima
de distinciones, pero esa solo se activa en la tragedia. Es la que ponemos en
marcha cuando el sufrimiento que tenemos ante los ojos se hace insoportable. Es
una pena que nos conmuevan más los muertos que los vivos.
Italia ha concedido la nacionalidad a la víctimas
del naufragio de Lampedusa, como comentábamos hace dos días. Aunque sea
bienintencionado, no hay acto más ridículo. Ellos no venían a ser
"italianos" —ni "españoles"—, ni "europeos";
venían a intentar vivir mejor que en sus países, donde se les niega el trabajo,
el pan y la justicia. En la jerarquía de la subsistencia, la
"nacionalidad" no importa más que por ser un "permiso de
trabajo", algo que les permita salir adelante en la vida. Pero nosotros,
orgullosos, soberbios, pagamos su esfuerzo regalándoles nuestra "nacionalidad"
cuando ya no lo necesitan. ¡Otra ironía!
Es la muestra de que no sabemos manejar el problema
porque lo planteamos como una cuestión de fronteras y no de vecindades. Mientras
no desarrollemos más políticas de cooperación en el segundo sentido —la
vecindad—, tendremos que invertir más en defender, blindar, unas fronteras que
no controlamos. El mar no es una barrera de carretera, que sube y baja con
nuestros deseos; no son las verjas de Ceuta o Melilla que podamos elevar o electrificar. Es una trampa en la que
los que se lanzan a la aventura pueden morir en cualquier momento, incluso a
cincuenta metros de la orilla, como los inmigrantes de Eritrea que se ahogaron
frente a la playa siciliana de Sampieri en el mes de septiembre.**
El Mediterráneo es nuestro mar, un mar común alrededor del cual se ha forjado nuestra
historia, pasando la civilización de una orilla a otra, recorriendo sus costas.
España, Italia, Grecia —todo el sur de Europa—, Egipto, el Magreb, Oriente
Medio, Turquía... somos habitantes de un mar común, como lo somos de tierras
distintas pero vecinas. Si genéticamente todos somos africanos,
emigrantes salidos de las sabanas, culturalmente somos mediterráneos, entremezclados, llenos de herencias —de monumentos a
palabras—, con lazos que nos empeñamos en desatar e historia que desandamos
cada día, en un esfuerzo por alejarnos. Mejor o peor avenidos, tenemos una
historia familiar común. Somos mediterráneos, hijos del olivo.
Es fácil hacer demagogia con las muertes. No lo es
tratar de buscar soluciones. De nada sirve aguantar el tipo ante los féretros
alineados si no se hace nada al regreso a los despachos. Quizá no esté en
nuestras manos solucionar muchos de esos problemas, pero sí tratar de
desarrollar políticas y acciones más eficaces que las seguidas hasta el
momento. Mientras haya una brecha tan grande entre la miseria y la riqueza y una distancia física tan corta, apenas unos kilómetros, la tentación de la aventura estará ahí y la tragedia se producirá en cualquier momento. No podemos separar los países, agrandar el mar, pero sí podemos achicar el espacio de la pobreza, reducir la desesperación.
* "50 muertos, entre ellos 10 niños, en el naufragio de una barcaza en Sicilia" El Mundo 12/10/2013 http://www.elmundo.es/elmundo/2013/10/11/internacional/1381511052.html?a=c49024f8be58f2be822b01d70bc84730&t=1381556077&numero=
** "Al menos 50 muertos en un naufragio en el estrecho de Sicilia" El País 11/10/2013 http://internacional.elpais.com/internacional/2013/10/11/actualidad/1381510115_315660.html
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