Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Ayer se
planteaba en el diario egipcio Al-Ahram una cuestión universal y de nuevo
acuciante: la falta de compromiso de la elites con los pueblos y sus destinos.
Lo hacía Mohamed El-Menshawy, miembro del Middle East Institute,
establecido en Washington, y comentarista político habitual en distintos medios
norteamericanos y del mundo árabe. Su artículo llevaba por título "The
Cairo elite and the tyranny of the state".
Con el
término "elite de El Cairo" se refiere El-Menshawy a las minorías que
controlan la vida económica y política egipcia, poseen tierras y negocios, son
capaces de poner en marcha para su beneficio el inoperante aparato del estado cuando
lo necesitan y tienen acceso al poder para eliminar obstáculos que para otros
son montañas.
Señala
Mohamed El-Menshawy:
This clique built alternative schools,
hospitals and transportation to what the state provides for the rest of
Egyptians. They compete to wear the latest in Italian fashion, but the most
dangerous and deplorable consumerism is what they are doing about the education
of their children. There is a heated race to admit their children to British,
French and American schools, without realising the dangers of education at
foreign schools for the future of these people, their identity and cultural
values.
Although these elites adore the state, they do
not send their children to its schools or go to its hospitals, and their
offspring know nothing about the condition of public transportation because
they simply never use it.
Esta "camarilla", como la llama, puede ser eficaz precisamente porque se aísla del entorno, porque lo utiliza solo de forma parasitaria, manteniendo las distancias que van aumentando en el tiempo conforme avanza el deterioro. El hundimiento de Egipto durante la época de Mubarak fue sobre todo por la desidia, por el abandono del Estado en beneficio de las camarillas, las únicas capaces de actuar. La corrupción deja de ser un fenómeno oculto para convertirse en un espectáculo escandaloso ante la impunidad de la que gozan los miembros de la camarilla. Los negocios fraudulentos con las exportaciones de gas fueron un ejemplo. Señala El-Menshawy que mientras para muchos egipcios era un problema conseguir agua en condiciones, ellos —dueños de tierras en ciertas zonas privilegiadas— conseguían sin dificultad que al agua llegara a sus urbanizaciones.
El retrato que hace El-Menshawy de estas camarillas no es exclusivo
de Egipto. Cualquier país que pierde el sentido del conjunto, que no es guiado
por un afán de servicio hacia su propia sociedad, acaba viviendo entre medio de
estos grupos, que pueden ser únicos o múltiples y rivales si el pastel da para
muchos. La característica es siempre la misma: ponen al Estado al servicio de
sus propios intereses —"adoran al Estado", escribe— y les sirve de
protección ante conflictos. En el caso de Egipto esta elite está fuertemente
centralizada y con unas diferencias abismales con el resto de la población que
ve cómo los servicios se deterioran y nadie vela por ellos. Ellos tienen sus
refugios privilegiados y no se sienten comprometidos con nadie más que con
ellos mismos.
La tiranía del Estado, la que se menciona en el título del
artículo, es la fuerza usada contra el propio pueblo para beneficiar a esta
elite que necesita de ella para mantener despejados de problemas sus negocios. Necesita
al Estado para acallar las protestas que sus destrozos causan en la población
que queda a su suerte ante el desvío de los recursos públicos que quedan en
manos de negociantes sin escrúpulos. El estado tiránico pasa a ser el garante
final y perpetuador de la injusticia.
Es importante otro factor que El-Menshawy resalta: la educación. La creación de guetos educativos minoritarios para las élites contribuye a la escisión mental de los que se alejan de la realidad de sus propios países. Mentalmente se sienten parte de una aristocracia educada en la que ellos poseen el mérito gracias a su propio esfuerzo mientras que los demás son responsable de sus míseros destinos por una especie de incapacidad histórica contra la que nada se puede hacer. Ellos son las elites; los demás son degenerados sin remedio, irredentos.
El autor señala que en Occidente esas elites bien educadas han
jugado un papel "ilustrador" y han tratado de extender la educación
hacia los grupos sociales menos favorecidos. En Egipto por el contrario, apunta,
lo que ha causado es una barrera mental, un abismo clasista, entre ellos y el
resto con el que se rompe cualquier relación o sentimiento de compromiso.
Fue la convergencia de los jóvenes, muchos de ellos universitarios, con los más miserables [véase la entrada "Epifanía en la plaza de Tahrir"] lo que estalló con la Revolución del 25 de enero, como una indignación social que solo más tarde se fue canalizando imperfectamente hacia los grupos políticos que trataron de manejar y controlarla para sus fines. Es de esa indignación de donde puede salir un futuro para Egipto que no sea un regreso constante de la corrupción que les desangre.
El desmantelamiento del estado de bienestar a marchas
forzadas como "solución" contra la crisis en Occidente está creando
estas mismas elites corruptas y parasitarias del sistema. Se "aligera" al Estado entendiendo que los ciudadanos son la carga. El agrandamiento de
las diferencias sociales y la reducción de la riqueza social al empobrecerse la
población hace que se formen grupos de intereses alrededor de un poder corrupto. El
dinero tienta al poder, el poder tienta al dinero. En España ya sabemos algo de esto.
No son otra cosa esas "tramas" que salen a la luz,
una tras otra, en las que una mediocre clase política se alía con una corrupta
clase empresarial y financiera dispuesta a usar sus contactos para conseguir
sus objetivos llevándose los beneficios y dejando al Estado y los ciudadanos
las deudas. Desmantelar educación, sanidad, etc. con la excusa de su viabilidad
es dar por perdida una batalla antes de lucharla. El Estado debe ser redefinido
en sus funciones, no desmantelado. Sus objetivos, en cambio, deben ser los
mismos: el bienestar del mayor número, la solidaridad entre todos. Concebir el
Estado como un árbitro de intereses es retroceder, por más que algunos teoricen
lo contrario. Ese árbitro siempre tiene el riesgo de ser comprado.
El ejemplo desolador de lo que está ocurriendo en los Estados Unidos con la paralización —cierre— de la administración federal nos da cuenta de cómo la lucha política puede olvidar sus fines reales y volverse contra el conjunto de los ciudadanos.
La corrupción política no es privativa de un solo modelo de sistema político. Cualquier sistema puede ser burlado si no se tiene la voluntad de
acabar con ella. Ya sea porque han corrompido a los que estaban o porque
colocaron a sus peones en los lugares adecuados, esa convergencia nos ha
causado un daño político, económico y, especialmente, moral incalculable.
Es necesaria la comprensión del daño moral porque sin esa
fuerza de compromiso difícilmente se enmendarán los otros problemas. Podremos
poner parches, rectificar cifras, incluso salir adelante con nota brillante.
Pero eso es solo una parte del problema que no todos ven. O no quieren ver.
La regeneración en Egipto, como en cualquier otra parte, está en saber transmitir un sentimiento general, esencialmente ejemplar, del compromiso con los otros, con próximos y lejanos, más allá del egoísmo que se nos está inculcando con base en la economía o en la genética, según interese. La educación y el ejemplo son esenciales. El segundo confirma lo que aprendemos con la primera. No basta con elaborar bonitos textos sobre ética si lo que tenemos delante es un ejemplo continuo de corrupción y de falta de solidaridad.
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