Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cuando
llega el verano las noticias típicas son las prevenciones frente a las
quemaduras, las gafas de sol para proteger los ojos, los consejos sobre la
observación de las horas de digestión, etc. Hay todo un repertorio de tópicos.
Pero este verano tenemos uno relativamente nuevo: la cuestión del llamado burkini.
Los
atentados en distintos países ha elevado el nivel de suspicacia y de discusión
de esta cuestión. El burkini —que ha
sido prohibido en las playas de Cannes y multado su uso— es solo parte de una discusión más
amplia sobre la cuestión de la vestimenta islámica femenina. En este punto se
concretan una serie de aspectos que muchas veces se simplifican en exceso y que
sitúan a la mujer en el centro de la cuestión.
Hace unos
días hablábamos aquí de la ejemplaridad que se daba al hecho de que una mujer
norteamericana, de religión musulmana, hubiera sido medallista con su equipo
nacional de sable luciendo un hijab, un
velo. La imagen de las cuatro mujeres con sus medallas mostraba un repertorio
colorista: rubia, morena, pelo azul y... velo. Ibtihaj Muhammad no tenía ningún
problema en lucir el velo y ser una orgullosa norteamericana junto a sus
compañeras, una más.
Los
juegos olímpicos están sirviendo también para que estas cuestiones se
"normalicen" de alguna manera al mostrar que el velo no significa más
que lo que quienes lo llevan quieren que signifique. No significa ser radical
más que en quien se lo pone con esa intención.
Muchos
países islámicos han visto movimientos pendulares en la cuestión del velo. Las
élites nunca lo vieron demasiado bien porque no era signo de modernidad durante unas décadas. Las
mujeres se vestían a la occidental, como bien nos muestra el cine. La cuestión
cambió con la llamada "reislamización", cuyo pistoletazo de salida
tiene varios focos, entre ellos la revolución iraní y los viajes a los países
del Golfo de muchos musulmanes a trabajar con la explosión del petróleo.
Los
extremistas comienzan a sembrar su semilla y lo hacen en dos sentidos: el
movimiento religioso y el movimiento antioccidental. Los dos forman parte de
una misma estrategia: en unos casos se trata de mostrarse piadosamente islámica frente a la "liberación femenina"
producida en los 60-70; en el otro, se trataba de reafirmar la identidad nacional frente a las modas
del vestir occidentales. A cada uno le entraban por su lado débil, religión o
nacionalismo. El efecto visual era el mismo: las mujeres se transformaron y
empezaron a vestir el velo. Pronto se hizo socialmente significativo el no
llevarlo, igualmente que antes lo era hacerlo. También los hombres asumieron
barbas y algunos vestidos con los que les parecía que transmitían una imagen
más piadosa y tradicional.
Es
esencial comprender este último apunte porque todo sistema que se basa en
signos externos acaba siendo objeto de los dictados sociales, ya sea como modas o como juicio público. Me contaban
con su peculiar sentido del humor unas amigas egipcias cómo algunos hombres
rivalizaban en tener más oscura la marca de la frente —la llamaban con sorna la
"uva pasa"— que sale por tener la frente pegada al suelo durante el
rezo. Las oscuridad mayor o menor era usada para significar más tiempo rezando,
el ser más piadosos. Las barbas, por su parte, tienen toda una clasificación
por sus formas. Nada pone en el Corán sobre ello, solo que Mahoma la llevaba.
Lo demás corre a cargo de los que quieren mostrarse más piadosos a los ojos de
los demás. Y eso incluye a sus esposas, hijas, hermanas... Es aquí donde entra
el elemento patriarcal en la que el hombre marca
las reglas para mantener a "sus" mujeres bajo control y con el
aspecto adecuado a la imagen que
quiere proyectar.
En
estos días en que han sido liberadas poblaciones sirias que llevaban dos años
bajo el yugo del Estado Islámico, lo primero que han hecho los hombres ha sido
afeitarse públicamente; después bailar, algo que también les tenían prohibido,
como la música misma. Las mujeres han quemado públicamente los ropajes que les
obligaban a llevar: niqabs, burkas y demás formas de ocultación y encierro
portátil.
En
algún viaje a Egipto, lo primero que me preguntaban es si veía más barbas y menos velos. La verdad es que no me dedicaba a contarlos entonces.
Ahora sí lo hago, no tanto las barbas como los velos. Nunca le he preguntado a
ninguna amiga porqué lo ha hecho. Es más, he procurado no comentarlo y hacer
como si no hubiera ocurrido nada. Para mí era la misma persona. Si quería
comentarlo, muy bien; pero nada más.Conozvo parejas de maravillosas amigas, una
con velo y la otra sin él.
Muchas
mujeres han decidido, ante el aumento e instrumentalización de la religión por
parte de los grupos fundamentalistas, dejar el velo. Algunas lo vestían por
presiones sociales o familiares; otras por inercia y otras porque así lo
deseaban. No son menos religiosas por hacerlo; ese era el argumento patriarcal
para que se vistieran como los hombres han dictado.
Lo malo
no es el velo. Lo malo es cuando convencen a quien lo lleva que es mejor que las que no lo llevan. Es una forma
de chantaje moral que los islamistas han utilizado, hacer creer que quien no lo
llevaba era una "mujer fácil", inmoral.
Forma
parte también de su estrategia antioccidental.
Las feministas occidentales, argumentan, pervierten a las mujeres musulmanas y
les hacen destruir sus familias; son mujeres promiscuas que han perdido los
valores, etc. etc. Se les ha dicho, por ejemplo, que el velo les previene del acoso porque muestran así
que son mujeres honestas frente a las
que no lo llevan. Eso no funciona demasiado porque la mayoría, cono velo o sin
él, sufren acoso masivo. Pero lo intentan. El propio feminismo árabe comenzó
con el acto público de desvelar el rostro.
En estos
tiempos la cuestión se debe enfrentar de otra manera. Intentar regular algo sin utilizar el sentido
común es contraproducente. No es el velo o el burkini lo que convierte a la gente en radical
y, por tanto, quitarlo no convierte en moderado automáticamente a nadie.
El
argumento francés contra el burkini
es el uso de símbolos religiosos en
lugares público. Convertir en "religioso" el burkini es un auténtico disparate, por más que los jueces lo hayan avalado.
Hay otra cosa más: el término
"burkini". La ingeniosa palabra lo liga con el burka, que es una
forma extrema de ocultación, que en absoluto tiene nada que ver.
Quien creó la
palabra —un buen invento mediático— contaba con la asociación negativa que el
burka suscita incluidas la gran mayoría de las mujeres musulmanas. "Burkini"
une las dos distancias mayores: la del bikini y la del burka. La función
del burka es evitar la forma y la identidad femeninas, reduciéndola a una
mancha negra o azul. La función del burkini no es aislar sino permitir participar en el baño o en las competiciones deportivas; es un paso hacia adelante, salir del encierro, por decirlo así.
Pero ¿y
qué ocurre con las barbas? También son un símbolo
religioso. ¿Se deben prohibir en las playas y espacios públicos? Hoy las
barbas están de moda en medio mundo y los hay que se la dejan de cualquier tipo
—salafista o vikingo— sin importarles mucho el origen o significado. A nadie se
le ocurriría exigir la entrada afeitado a la playa.
Entiendo
el sentido de la prohibición de los burkinis
es evitar posibles conflictos en una playa en la que pueda ser considerado una
especie de provocación por parte de algunas personas. Esto es absurdo, pero el
mundo está lleno de gente absurda.
Pero
con esa medida se produce una discriminación bastante injusta. La mujer que
decide ir a una playa y ponerse su burkini
está intentando, además de darse un baño, hacerse visible en un espacio público
reivindicando la normalidad con su
aparición. El burkini no es signo de radicalismo porque supone el deseo de participar en la vida común a través del baño.
Hay una
fotografía de estos juegos olímpicos que nos muestra a dos mujeres saltando a
cada lado de la red. Por un lado una egipcia con su hijab y el cuerpo cubierto
y al otro una alemana con su indumentaria habitual del vóley playa, un sucinto bikini.
Lo importante no es cómo viste cada una, sino que las dos están en las mismas
olimpiadas, en la misma arena saltando y compartiendo una misma actividad y que
al final se saludaran afectuosamente. Eso es lo importante.
La foto de las dos jugadoras,
obviamente, ha sido censurada en sitios como Irán. La jugadora alemana se ha
convertido en un borroso conjunto de píxeles para los ojos iraníes. Prohibir
que se puedan bañar o puedan participar en las carreras y demás competiciones es
no solucionar nada y sí crear muchos problemas. En primer lugar a las mujeres; en
segundo, será aprovechado por los radicales para continuar gritando ¡islamofobia!, que se persigue a los
piadosos, que Occidente odia a los
musulmanes. Ya lo hacen; hasta Erdogan lo hace y le sirve para hacer retroceder
a la sociedad turca, que se vuelve más nacionalista religiosa.
Una frase de una jugadora egipcia de vóley resume bastante bien la cuestión: "el hijab me ha permitido hacer lo que más me gusta, jugar al vóley". Sin él, los obstáculos hubieran sido muchos.
Creo
que las mujeres están haciendo mucho por la normalización de la imagen
musulmana. La medallista norteamericana hizo lo mismo que los padres del condecorado
militar musulmán estadounidense muerto, que fueron ofendidos por Donald Trump.
Lo que hizo la deportista fue salir y decir se puede ser musulmán y
norteamericano, defender en una competición deportiva o en el campo de batalla
a su país, un país no musulmán, como cualquier otra persona. La medallista egipcia
de halterofilia ha sido feliz sin preocuparse de lo que llevaba en la cabeza,
con normalidad absoluta. En otros deportes se ha podido ver que la diferencia
cultural no implica directamente una guerra.
Ayer
tratábamos precisamente en el que la guerra se lleva en las actitudes, sin
necesidad de vestimentas diferenciadas con el judoka egipcio que se negó a dar
la mano al su rival israelí. El judoka egipcio llevaba el radicalismo dentro sin
necesidad de vestimenta especial.
La
ocultación de los musulmanes dentro de la sociedad es un fenómeno que debe ser
revisado y estudiarse los efectos beneficiosos para todos que tiene su
visibilidad en muchos casos ejemplares. Es la mejor manera de acabar con los
estereotipos, que son terriblemente perjudiciales para todos. Quizá compartir
unos metros de playa junto a una mujer con burkini
sea mejor que pensar que quienes los llevan son potenciales terroristas. Puede
que la mujer que esté tomando el sol junto a usted está mañana también lo sea,
que haya decidido que tomar el sol en bañador no la hace menos piadosa o peor
persona.
El burkini está generando también una
industria de la moda. Algunos verán un intento de que no se sobrepasen los
límites, de controlar el fenómeno. Lo
verán como una moda islámica dictada a las mujeres. Sea como sea, lo que
resulta de sentido común es que no es el
hábito el que hace al monje, que no implica radicalización. Si, en cambio,
el compartir espacios me parece positivo.
No
debemos contagiarnos de la locura de los signos exteriores. Mucho menos de
cualquier sectarismo o estigmatización de las personas por ellos. El
radicalismo no lo causa la vestimenta y, en el caso de las mujeres, puede ser
más fruto de una presión, por lo que la sanción es doble: una porque se lo
ponga y dos porque no se lo quita.
Las
mujeres que han quemado públicamente burkas y niqabs en el pueblo liberado en
Siria no se han pasado al bikini; se han quedado con sus ropas de siempre,
curadas de espanto ante lo que han tenido que vivir durante mucho tiempo,
demasiado, bajo el dogmatismo. La alegría por la derrota y huida de sus crueles
invasores les ha permitido saber lo que es el radicalismo. Las vestimentas se
les han hecho odiosas, no las han transformado en radicales. No convirtamos
nosotros en radicalismo el burkini.
Un hecho: permitir competir con este tipo de indumentarias ha conseguido que más mujeres hayan podido participar en la Olimpiadas. Eso da una gran visibilidad a las mujeres en un mundo discriminatorio. Las mujeres ganan medallas y ganan protagonismo en sus propias sociedades. Eso es positivo, un paso para ir modificando la discriminación que hacía que solo deportistas varones participaran en la mayoría de las competiciones internacionales. Cambian la imagen de las mujeres dentro de sus sociedades y nos ayudan a combatir los estereotipos culturales.
Creo
que condenar a muchas mujeres musulmanas
a no pisar playas, piscinas o espacios de competición deportiva con la excusa de la vestimenta es contraproducente. No impide el radicalismo político y religioso y sí puede alentarlo. Se sanciona a la mujer y se evita indirectamente que pueda participar en competiciones internacionales, con la frustración consiguiente. No hay que confundir efectos y causas.
Ya sea en la playa o compitiendo en Río o cualquier otro lugar, creo no debemos ser cómplices indirectos de la discriminación inicial haciendo que sea la mujer quien la pague. Las multas de Cannes no arreglan nada y confunden lo que hay dentro de la cabeza con lo que hay sobre el cuerpo.
La mejor propaganda, el mejor argumento es siempre la libertad y la convivencia.
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