Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En su
obra Teoría de las emociones, Lev
Vigotsky tiene una serie de observaciones de gran interés sobre el
funcionamiento de los mecanismos de progreso en el campo de la teoría científica.
Dedica la primera parte de su trabajo a desentrañar la pervivencia de teorías
en el campo científico que perduran pese a demostrarse erróneas. Lo hace en
concreto respecto a la teoría de las emociones que se había sustentado en el
aporte de William James y Carl Lange —la denominada "teoría
James-Lange"—, que fue formulada de manera independiente por los dos
autores y que dominó el pensamiento posterior pese a sus defectos.
Vigotsky
va desgranando los problemas de la teoría y de su conversión en un
"marco" para el pensamiento relativo a las emociones, su definición y
explicación. Escribe Vigotsky en un pasaje de gran interés:
[...] El pasado aplasta el presente.
Lo nuevo combate sin tregua lo antiguo, pero
lo combate con sus mismas armas y por eso, a pesar de las aparentes victorias,
sigue siendo prisionero de lo antiguo y del error vanamente refutado. Lo muerto
da alcance a lo vivo. (54)*
Más
allá del campo de las emociones o de la psicología, el pasaje se puede aplicar
a la dinámica del pensamiento en muchos planos e ilumina el camino de las ideas
y su forma de atracción casi gravitacional.
Pensar lo nuevo desde lo viejo puede
convertirse en un ejercicio circular en la medida en que el viejo aparato puede
impedir que se dé forma a una liberación efectiva del error. ¿Cómo pensar o
dejar de pensar desde el lastre de lo viejo o, en palabras de Vigotsky, cómo
liberarse del "poder de lo muerto sobre lo vivo"*?
La idea
de Vigotsky es que aquellos que han sido formados en un tipo de pensamiento o
enfoques perceptivos, han quedado lastrados por una ceguera inducida por el
propio conocimiento adquirido. ¿Cómo encontrar una forma de pensar que no nos encierre,
sino que nos permita evolucionar cambiando la propia forma de pensar? Cada idea
ocupa el espacio de otra idea; las ideas acaban construyendo sistemas que
desplazan a otros sistemas. Se esclerotizan. Lo nuevo, visto desde lo viejo,
sigue cargando con el error.
En
estos tiempos de aumento del dogmatismo y de la intolerancia, de conocimientos
parciales, la idea de cómo liberarnos del lastre de lo muerto, que nos aprisiona limitando nuestros cambios, debería
estar en el centro de muchas reflexiones. Lo ha estado, por ejemplo, en el
pensamiento de Edgar Morin cuando critica precisamente la formación de una inteligencia ciega. Se trata de una
enseñanza que levanta paredes en vez de abrir ventanas.
Es
necesario enseñar de una forma abierta que no nos encierre, sino que nos
permita superar las propias ideas de las que partimos, esas certezas recibidas que no dejan de ser
ocasionales. El crecimiento dogmático que percibimos a nuestro alrededor es
resultado frecuentemente de la ignorancia, pero también de la carencia de
argumentos para defender lo muerto
que nos empeñamos en mantener vivo pese a las evidencias de su falta de vitalidad.
El
terrible dogmatismo que lleva al terrorismo, por ejemplo, no es más que la muestra de su
debilidad intelectual, la falta de capacidad para argumentar para un tiempo
realmente nuevo. Es el pasado muerto intentando crear mundos muertos y de
muerte.
La vitalidad está en el cambio, en la
capacidad de evolucionar, de madurar con la Historia. Lo muerto, por el
contrario, necesita de la violencia para imponer un retroceso que no puede ser
aceptado de otra forma. Tienen que alimentarse entonces de la frustración, de
la ignorancia, de la debilidad porque ya no son capaces de afrontar, desde la teoría y la práctica, lo nuevo inherente a la vida. El pensamiento dogmático arrastra hacia
el fondo porque carece de capacidad de crecimiento; está cerrado, concluido.
Todo está ya dicho.
Hace
falta una forma de pensamiento crítico que se vuelva sobre sí mismo para
liberarnos de nuestras propias ataduras, de nuestras cegueras producidas por
los cambios que en nosotros produce lo que una vez fue nuevo y ya no lo es.
Se
avecinan tiempos fuertemente dogmáticos. La desatención a los modos de pensamiento sin tener en cuenta sus efectos es muy
peligroso para el futuro. Ya lo es el presente. Se percibe al otro como un obstáculo en el camino, no como una posibilidad de diálogo, como un encuentro que nos cambie. Las diferencias son retos que no podemos afrontar desde el dogmatismo.
Serán tiempos peligrosos, de aumento de la violencia,
tanto física como intelectual. Y lo serán tanto para el pensador independiente,
el que se atreva a dudar, que sufrirá las presiones de los que viven cómodos y felices como escolásticos, como por la lucha entre diferentes
escolasticismos, cuya supervivencia se basará en la aplicación de la fuerza. A
un dogmatismo se le opone otro. Lejos de abrirnos al cambio, solo habrá gritos y sorderas.
Nuestros
sistemas educativos tampoco enseñan a pensar críticamente.
No hemos conseguido integrar en ellos más que la ambición de los que desean que
el mundo sea una copia constante de sí mismo, una réplica ajustada a sus
intereses.
La esperanza en que una minoría pueda dar el salto necesario, que
mantenga el mundo y la Historia en marcha, no debería ser nuestra única aspiración.
Toda persona tiene también ese derecho de liberarse de la mochila con la que
carga desde que empieza su periplo vital. Si no, son ya presa fácil del dogmatismo y la violencia, de la obediencia ciega.
El
problema planteado por Vigotsky no es solo de Filosofía de la Ciencia o de una
Teoría del Conocimiento, un problema de la Psicología. Es una cuestión que afecta al conocer mismo y a la
forma en que queda fijado en nosotros en cualquier dimensión. Es un problema
plenamente humano: cómo evitar que lo que somos se cierre convirtiéndose en prisión y lastre, condicionando y limitando nuestra experiencia y conocimientos futuros.
Somos
seres viajeros —eso es la historia, un viaje— que añoramos una estabilidad que la vida misma nos niega. Nos
gustaría saber de una vez por todas;
pero eso no es posible, afortunadamente.
* Lev
Vigotsky (2010, r 2015) Teoría de las
emociones. Estudio histórico-psicológico. Akal, Madrid.
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