Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La
conversación se repite cada cierto tiempo, con cada encuentro con compañeros:
¿qué hacer con los libros? Nadie los quiere. Profesores que se han jubilado y
han acumulado miles de libros a lo largo de su vida académica se encuentran un
grave problema enfrentados a una biblioteca que se les presenta como una carga
insostenible. Se trasladan a nuevas residencias lejos de sus antiguos lugares
de trabajo, lugares más pequeños normalmente. ¿Qué hacer con los libros?
Durante
década has estado orgulloso de tu biblioteca, de tus libros, pero ahora todo ha
cambiado, no solo las personas, para las que el libro es casi una rareza, sino
para las propias instituciones que trabajan en el mundo de la cultura, incluyendo
las propias universidades.
No se trata ya de vender los libros, sino de la posibilidad de donarlos. Las bibliotecas se transforman en lugares de "co-working", lugares donde se va a hablar, sobran hasta los tradicionales carteles en los que se rogaba silencio. En mi facultad se aplaudió la trasformación y surgieron preguntas sobre el nuevo mobiliario.
¿Qué
nos ha pasado? ¿Qué nos ha pasado en estas últimas décadas que hemos pasado del
amor a los libros a considerarlos un estorbo, un objeto del pasado? Cuando me
hablaban de la "muerte del libro" yo les contestaba hablando de la
"muerte de los lectores". Mientras haya lectores, habrá libros,
pensaba yo. Pero son muchos los factores que han convenido en la muerte del
libro.
Consulté
una ONG para donar libros. Ya no estaban tan contentos con las donaciones.
Supongo que el exceso de libros donados les crea un problema, tanto de
almacenamiento como de gestión y demanda.
Pero el
principal problema creo que está en el desconocimiento de lo que el libro
contiene, es decir, de su valor cultural específico. Sin saber su valor, el
interés que puede haber en su lectura, el libro es solo papel a los ojos de
quien lo contempla cerrado, un objeto frío. Abrir un libro, leerlo y disfrutarlo es un acto
complejo que requiere una formación, una capacidad competente, que se ha ido
perdiendo dentro de un proceso de deterioro del sistema cultural y educativo.
No
queremos libros porque no los valoramos como objetos y tampoco los valoramos
por lo que nos podrían aportar. El modelo de "valor" ha cambiado. El
modelo mismo ha cambiado.
Ya no ves apenas gente con libros en el transporte. Hubo un tiempo en que los alumnos dejaban sobre la mesa el libro que estaban leyendo. Hoy no lo ves. Y si alguno tiene un libro, lo esconde casi avergonzado.
El
teléfono lo ha cambiado todo. Ayer muchos alumnos no llevaban reloj al examen;
el teléfono también les sustituye el reloj. Privados de él, no queda nada; todo
se vuelve un mundo vacío, en el que te sientes perdido, como ha mostrado el
"gran apagón". Pero nadie habla del "gran apagón" cultural.
El caso
de los libros y lo que contienen es trágico en muchos sentidos. El libro nos
conecta con una dimensión profunda de nuestra cultura que está siendo borrada
paulatinamente. La formación de la biblioteca persona era uno de los ritos de
paso esenciales. Marcaban tu independencia respecto a la biblioteca familiar,
la de tus padres. Las diferentes obras definían tu trayectoria hacia una independencia
personal. Los libros marcaban tu personalidad y tu personalidad definía tu
biblioteca. Alguien podía conocerte por tus libros, de un vistazo a tu biblioteca,
un recurso que algunos novelistas usaron para mostrar el trasfondo de sus
personajes, E.A. Poe entre ellos.
La pregunta sigue en el aire: ¿qué hacer con los libros en un mundo en el que nadie los quiere? ¿Habrá que construir incineradoras, crematorios de barrio para los libros? El acto de quemar libros era un símbolo de censura, de recorte de lo que el libro representaba, libertad, cultura, memoria. Hoy lo vemos como un anacronismo, como una molestia en nuestras reducidas casas. Hoy los hacemos desaparecer en nombre de la falta de espacio, baja demanda y otras excusas. Rechazando los libros y lo que representan nos rechazamos a nosotros mismos en nombre del peor autoritarismo, el de la ignorancia.
He
escuchado cantos alegres por la desaparición de los libros en boca de personas
que se deberían dedicar a lo contrario, en espacios que deberían protegerlos. Protegemos
a la especies en extinción, ¿por qué no hacerlo con la especie
"libro" a la que algo debemos los humanos?
En mi última clase del curso, el miércoles pasado, repartí libros.